Capítulo 2
Marsella, Francia
1794
Cada vez que empezaban a gritar, me escabullía por la puerta sin que la cocinera se
diera cuenta; su mirada oblicua y su sonrisa apenas perceptible me garantizaban siempre
que mi secreto estaría a salvo.
—¡Chis! —Me llevé el dedo a los labios, con los ojos bien abiertos, implorando mientras
atravesaba con cuidado la cocina.
La cocinera asentía, resoplaba y regresaba a picar su montón de grandes cebollas amarillas.
Así me escapé por la puerta esa mañana, tarareando para mis adentros al cruzar el
umbral hacia los jardines. Al llegar parpadeé y miré alrededor. Siempre me parecía
asombroso, y en realidad un poco vertiginoso, pasar del interior oscuro y cargado
de nuestra casa (cortinas de damasco cerradas, discusiones sofocadas, las quejas de
mamá por sus migrañas) al refugio brillante y aromático de nuestros jardines amurallados:
una súbita explosión de color y la entonación del canto de los pájaros que jugueteaban
en el viento apacible. En ese entonces no sabía, no lo entendería hasta mucho tiempo
después, que era un regalo excepcional poder escuchar a los pájaros trinar durante
todo el año, oler la exhalación terrosa de la vida vegetal y las gruesas hojas que
se despliegan bajo las pesadas gotas de rocío del amanecer. Pero en ese entonces,
siendo sólo una niña, no podía comprender nada de eso, aunque tenía la suficiente
conciencia como para saborear mis horas robadas en esos jardines, donde la cálida
brisa se deslizaba a través de los hibiscos emparrados que llevaban consigo los vacilantes
rayos de sol, los gorjeos de las gaviotas cercanas, los gritos de los pescadores y
las fuertes bocinas de los enormes barcos que atracaban en nuestro puerto del Mediterráneo.
Desde la muerte de papá, tan sólo unos meses antes, todos habían estado muy inquietos,
y últimamente la situación había empeorado. Mamá estaba deshecha; sus frágiles y crispados
nervios se habían convertido en un pánico total, en lamentos cotidianos porque seguro
que íbamos a seguir el destino de nuestro padre.
—No murió por la Revolución. No lo llevaron a la guillotina. —Nuestro hermano Nicolás
intentaba tranquilizar a mamá cada vez que ella comenzaba a profetizar.
Nicolás era diecisiete años mayor que yo y ahora era el patriarca de los Clary. En
el mentón llevaba la expresión adusta de cansancio y miedo por nuestra familia, así
como en las arrugas que desde hacía poco surcaban su frente. Pero nunca perdió su
calma apacible y reconfortante; nunca le habló mal a mamá, como yo lo hubiera hecho
de estar en su situación.
—Ningún tribunal nos ha denunciado, madre.
—¡Aún no! —respondía ella con las mejillas manchadas; sus manos se contraían y se
aflojaban de manera intermitente.
Nicolás suspiraba, paciente.
—Papá falleció de muerte natural, madre.
—¿Muerte natural? No tuvo nada de natural —replicaba ella entre gemidos y repetía los temores que había
expresado tantas veces—: La preocupación lo mató. Fue el miedo a la guillotina, a
cualquier navaja. Sabía que todos estábamos en peligro.
Siempre que mamá comenzaba a hablar de esa manera, Julia buscaba mi mirada. «Ni una
palabra —me ordenaban sus ojos—. Quédate callada, ya pasará.»
—Tenemos demasiado dinero —se quejaba mamá todos los días; hasta hace algunos años
esta afirmación le habría parecido absurda a cualquiera—. Hemos logrado sobrevivir
mucho tiempo, vendrán a por nosotros.
Yo era joven e ingenua, una niña protegida y mimada de dieciséis años, pero sabía
lo suficiente para comprender que los lamentos de mamá estaban fundados. Una demencia
se extendía en nuestra nación, un terror que apretaba más fuerte que cualquier horca.
Eran tiempos pésimos para vivir en Francia, tiempos de una aprensión tan intensa que
podía olerse en las calles, que podía verse en los rostros de los transeúntes. Habían
asesinado a nuestro rey y a nuestra reina; los habían decapitado en París frente a
una muchedumbre enfurecida. Fue un destino innoble que, antaño, sólo se reservaba
a criminales y traidores infames. Luis y María Antonieta, los representantes ungidos
de Dios en la tierra —o al menos es lo que siempre nos enseñaron en el convento, antes
de que el mismo Dios fuera expulsado del país y reemplazado por el Ser Supremo—, eran
ahora cadáveres decapitados que se habían arrojado a una fosa sin nombre; sus cuerpos
se pudrían para alimentar a los gusanos, junto con ladrones insignificantes y otros
nobles condenados. ¿Quién había ocupado su lugar? El Comité, o el Terror, para ser
más exactos. En Francia había desaparecido la nobleza y ya no existía nuestra antigua
religión. Cualquiera que murmurara una palabra amable hacia un aristócrata o hacia
Dios era culpable según la nueva Ley de los Sospechosos.
Esos días, mamá se aferraba con más fuerza a nosotros, sobre todo ahora que papá ya
no estaba. Especialmente a mi hermano: sus ojos vigilaban a Nicolás con el amor feroz
de una loba acorralada. Estaba convencida de que los tribunales revolucionarios —que
negaron justicia a nuestro padre— promulgarían esa justicia sobre su acaudalado hijo
y heredero. Nosotros, los Clary, éramos de la haute bourgeoisie, la clase más alta de los comerciantes. Y aunque papá había nacido plebeyo y no era
de clase noble, su próspero negocio de seda, jabones y café le pertenecía ahora a
Nicolás. Eso hacía de mi hermano uno de los ciudadanos más ricos del sur de Francia.
Más rico, con creces, que la mayoría de los aristócratas que ya habían perdido la
cabeza. Ésas eran razones suficientes para que mamá se preocupara y llorara, y aunque
Nicolás y Julia trataban de consolarla, sus esfuerzos sólo parecían avivar más la
ansiedad.
La mejor manera en la que yo, la más joven, podía sobrevivir en esos días difíciles
era buscar un pequeño refugio en mi propia soledad. Me escondía, me alejaba de sus
llantos y sus mimos; y ahí estaba, en esa cálida mañana de primavera, con el rostro
expuesto hacia la luz del sol en nuestros tranquilos jardines. No negaba el Terror,
no olvidaba ni un momento el miedo que reinaba afuera de nuestra enorme residencia
familiar. Había atravesado el centro de la ciudad frente a ese nuevo y temible artilugio
—la guillotina— innumerables veces cuando caminaba por el mercado, por la playa o
hacia los servicios que se realizaban en lo que antes había sido nuestra iglesia y
que ahora se llamaba templo de la Razón. Olía el serrín que cubría el suelo alrededor
de la pértiga del verdugo; veía las carretas de ejecución que transportaban a los
condenados a la plaza; o peor, cómo se llevaban sus cadáveres decapitados e inertes.
No negaba el infierno en el que nuestros compatriotas, hombres y mujeres, vivían.
Recuerdo cómo temblaba todo mi cuerpo, cómo se convulsionaba a pesar de la cálida
luz del sol de la mañana.
Sin embargo, sabía que no podía hacer nada ante todo eso y lo absurdo que era para
mí, una chica joven, imaginar que podía ser útil en una época en la que incluso los
reyes y las reinas estaban desvalidos. Era consciente de que mamá, Nicolás o Julia
podrían hacer mucho más que yo por mantenernos a salvo. Hacía tiempo que había averiguado
que lo mejor que podía hacer por todos nosotros era permanecer al margen y no aumentar
la lista de quejas de mamá. Así que me refugié dentro de los amurallados jardines
de nuestra residencia, donde, de alguna manera, todo parecía tranquilo, inalterado
e inmaculado.
Cuando bajé la mirada, vi un nido. La noche anterior había llovido muy fuerte, una
lluvia torrencial, el tipo de tormenta que lo podría haber hecho saltar del enebro.
Me puse en cuclillas y distinguí los huevos hechos añicos, los trozos de cascarón
con manchas azules, más perfectos que nuestro claro cielo del sur.
Cuando me incliné para acercarme, mi corazón quedó abatido no sólo por los huevos
destrozados, sino también por el nido tan perfecto que descansaba junto a ellos, ahora
vacío. De algún modo había sobrevivido a la tormenta y a la caída, porque ese espacio
acogedor permanecía intacto. Lo escudriñé y me fijé en cada una de las ramitas entretejidas
con tanto cuidado: un tazón de seguridad en el cual alimentar, recibir y sacar a la
luz a nuevas vidas. Una tarea meticulosa de anticipación y preparación. Esperanza.
Una irrefutable muestra de amor. Y, junto a él, los huevos despedazados; los gusanos
ya se retorcían alrededor de ellos, alimentándose de los restos de las vidas que ya
no contenían. ¿Dónde estaban los padres de esos pájaros? ¿Adónde iría ahora su amor?
Pensé que quizá podrían haber quedado uno o dos huevos intactos a la caída. Podría
encontrarlos y llevarlos a casa, donde la cocinera me ayudaría a calentarlos y protegerlos,
a preservar esas pequeñas y frágiles vidas. Mi mente se inclinaba hacia ese propósito;
mis manos exploraban la tierra húmeda cuando Julia me encontró.
—Dios, ¿qué ocurre ahora? —Escuché su voz—. La cabeza en las nubes, las manos en la
tierra. En serio, Désirée, ¿tienes que actuar siempre como una niña, y precisamente
hoy?
Me di la vuelta sorprendida tanto por la repentina aparición de Julia como por el
dolor que me causaban sus palabras. Me senté en cuclillas y parpadeé frente a mi hermana.
—¿Ahora qué pasa?
Julia sacudió la mano e ignoró mi pregunta.
—Entra. Mamá quiere verte.
Arqueé las cejas como símbolo de ligera protesta. ¿Julia no podía cubrirme, como lo
hacía con frecuencia? ¿No podía simplemente inventarse alguna excusa, decir que no
me había encontrado?
Pero Julia no estaba de humor.
—Désirée, ahora. ¿No me oyes? Mamá está muy enfadada. ¿Cómo puedes vivir tan ajena
al mundo que te rodea? —Su tono de voz y la dureza de sus palabras cumplieron su cometido.
Me levanté de inmediato y me alisé la falda, tratando de quitar lo mejor posible la
tierra que se había quedado sobre mi regazo.
—¿Qué ocurre ahora? —dije una vez más, pero la pregunta chocó contra la espalda de
mi hermana, que ya había dado media vuelta y se apresuraba a regresar a casa.
En el interior, las cortinas estaban cerradas e impedían que entrara la luz del sol;
un silencio frío e inquietante recorría las grandes habitaciones vacías por las que
Julia me guio hasta llegar al salón. Ahí estaba mamá sentada en un lujoso sillón tapizado
de satén de color arándano. Sus pies descansaban sobre una otomana y su cuerpo permanecía
lánguido y letárgico. Incluso su rostro estaba hundido, agobiado por la preocupación.
No había rastro de Nicolás; probablemente, su frustración había llegado al límite
y se había retirado.
—Désirée, mi niña. —Mamá extendió el brazo para indicarme que me acercara. No era
lo habitual: mamá recurría a Nicolás o a Julia, y en muy raras ocasiones a mí. Me
acerqué despacio, con pasos vacilantes; ella tomó mi mano y la estrechó con fuerza—.
Mi querida niña, quizá tú seas nuestra única salvación. —Me pareció sensiblero incluso
para mamá. Me puse nerviosa y permanecí en silencio—. Nuestra familia te necesita,
mi niña.
Me volví hacia Julia.
—Me necesita... ¿para qué?
—Debes ir al pueblo —continuó mamá. Estoy segura de que mi rostro mostró mi sorpresa.
—¿Al pueblo?
Era exactamente lo contrario de lo que mamá nos decía todos los días: «Evitad ir al
pueblo. Evitad ir a la plaza. Alejaos de la guillotina, evitad las multitudes».
—Sí —respondió, y se masajeó la sien en pequeños círculos—. Al Hôtel de Ville.
—Al ayuntamiento..., pero ¿por qué? —Miré a Julia de nuevo, confundida.
Mamá comenzó a llorar y Julia se me acercó.
—Es por Nicolás —me explicó en un murmullo—. Lo han arrestado.
Mamá jadeó y emitió un fuerte sollozo. Contemplé a mi hermana con los ojos muy abiertos.
—¿Han arrestado a Nicolás? —Julia asintió—. ¿Por qué? —solté, pero sabía que era una
pregunta absurda. ¿Acaso en estos días alguien recibía una respuesta adecuada a esa
pregunta? ¿Por qué habían arrestado a mi hermano? Mejor dicho, ¿por qué no? Estaba sano y vivo en Francia durante el reino del Terror. Era el heredero de una
vasta fortuna mercantil. Todos los días arrestaban a gente por mucho menos que eso.
—Es peor de lo que temía —intervino mamá, secándose el rostro con un pañuelo bordado
con las iniciales de papá—. Tu padre nos dejó más problemas que los que yo conocía.
—Miré a mamá y después a mi hermana, confundida—. Tu papá... —Mamá trató de dominar
su angustia y tragó saliva antes de continuar—: Hace varios años hizo una solicitud
a la corona. Envió los fondos para un regalo muy generoso, junto con la solicitud
de ennoblecimiento. Nos iban a dar un título de nobleza, antes de todo..., bueno,
antes de todo esto.
Mamá perdió la poca fortaleza que le quedaba y se cubrió el rostro con las manos.
Julia se adelantó y apoyó una mano sobre mi hombro. Me dirigí a ella.
—Pero no lo entiendo, ¿qué puedo hacer yo? —pregunté y sentí la boca seca—. ¿Cómo
puedo ayudar?
—Mamá piensa que tú tienes más posibilidades de ayudarnos —respondió Julia. Sus rasgos
se suavizaron cuando me tomó de las manos—. Irás al ayuntamiento y tratarás de interceder
por Nicolás.
La magnitud y la mera inutilidad de esta tarea me parecieron tan absurdas que me quedé
muda por un momento.
—¿Yo?
—Sí, tú —asintió Julia.
—Tú deberás intentarlo primero, hija. —Mamá me contempló fijamente—. Eres joven. Mírate:
un hombre debe tener un corazón muy duro para pensar que no eres inocente.
Crucé los brazos.
—No puedo hacerlo, mamá. No soy... —Mis palabras se apagaron mientras las ideas comenzaban
a girar en mi cabeza.
Mamá frunció el ceño, impaciente.
—¿Qué sucede, pequeña? Dilo.
—Es sólo que... —dije lo que siempre había pensado que era verdad—: No soy inteligente,
no soy como Julia. Mándala a ella.
Mamá alzó los brazos, ignorando mis palabras.
—¡Oh!, ¿qué tiene que ver la inteligencia en esto? No seas tonta. Eres preciosa, Désirée.
Más guapa que Julia. Debes comportarte de manera adorable, sumisa, debes suplicar,
¿entiendes? Míralos a los ojos con el mismo miedo con el que me miras ahora; cualquier
hombre se apresurará a ayudarte.
Mis pensamientos se retorcieron hasta formar un nudo. Mamá nunca me había hablado
de esa forma. Yo estaba segura de que no pretendía hacerme un cumplido, ni tampoco
insultar a Julia. Sencillamente estaba desesperada por tener a su hijo de vuelta;
eso podía sentirlo, podía notar la ansiosa urgencia de su miedo. Pero ¿por qué pensaba
que yo sería capaz de llevar a cabo esta tarea monumental?
Bajé la vista. Era cierto que yo era joven y encantadora, lo sabía por las miradas
que me lanzaban los hombres por la calle. Algo había cambiado hacía poco. Antes, sus
miradas pasaban sobre mí sin detenerse; era sólo otra niña mimada y bien vestida que
paseaba inocente por la calle bajo la presencia autoritaria de Julia o de mamá, o
quizá de Nicolás o de la cocinera. Pero ahora las miradas eran persistentes, se fijaban
en mí, cautivadas. Me daba cuenta de la manera en la que sus ojos recorrían las líneas
curvas y suaves de mi cuerpo, cómo se detenían en mi cintura o en mi escote, de forma
ambiciosa. También lo sabía por el modo en que mi hermano fruncía el ceño cuando examinaba
mi silueta y murmuraba: «¿Papá ha tenido que dejarnos justo cuando Désirée se está
convirtiendo en mujer?».
Me asombré al descubrir cómo mi cuerpo se había transformado tan rápido en los últimos
meses. Primero fue el período; después los vestidos de mi infancia me quedaron pequeños,
pues mis abundantes senos se desbordaban por encima del corsé; los brazos y las piernas
se me tornaron rollizos y suaves. Cuando me observaba en el espejo, mis ojos oscuros
me miraban con una fuerza recién adquirida; mi cabello castaño caía en ondas satinadas
alrededor de un rostro que era atractivo y que se mostraba ligeramente sorprendido
por su propia capacidad de seducción. ¿Era más hermosa que Julia, mi hermana, que
era seis años mayor? Admití que quizá lo era, sí. Ella tenía el mismo cabello castaño
y los ojos oscuros, pero su figura era más estilizada mientras que yo tenía curvas.
Su rostro, aunque se parecía al mío, puesto que éramos hermanas, era más largo y estrecho;
quizá sus rasgos resultaban menos agraciados.
Sin embargo, no tenía ni idea de cómo utilizar este poder recién adquirido, estos
poderosos encantos femeninos tan poco familiares. Y, por supuesto, menos aún para
un cometido tan importante como el que tenía frente a mí: salvar la vida de mi hermano.
Miré a Julia esperando que leyera mis pensamientos.
—Yo iré contigo —dijo Julia, asintiendo—. Te acompañaré hasta el Hôtel de Ville y
hablarás tú; cuando estemos dentro, tú harás la petición, pero yo estaré a tu lado.
—Bien —suspiré; sentí que la tensión de mis hombros se relajaba un poco—. Gracias.
—Y te llevarás esto —agregó mi madre mientras sacaba un monedero abultado de seda
de entre los pliegues de su vestido y se lo entregaba a Julia—. Sea cual sea el precio,
no importa. Si eso no es suficiente, firma un pagaré y diles que les daremos el resto.
No hay límite, ¿comprendes? Si la fortuna entera de los Clary se debe usar para pagar
a funcionarios y sobornar a guardias, no me importa. Sólo tráeme a mi hijo de vuelta.
Julia asintió y cogió el monedero; después regresó a mi lado.
—¿Estás lista? —preguntó.
Quise responder que no lo estaba, pero mamá nos miraba y noté en su expresión que
no tenía alternativa. Por fin había llegado el momento en el que yo, Désirée, debía
involucrarme y formar parte del frágil destino de mi familia.
Afuera, el sol del mediodía era brillante y caliente; salimos cogidas de la mano por
la reja principal y quedamos deslumbradas bajo nuestros tocados. Nuestra casa se encontraba
a tan sólo unos pasos de la plaza de Saint-Michel, en uno de los barrios más ricos
de la ciudad y a poca distancia del ayuntamiento de Marsella.
Conocía las calles del Puerto Viejo y del centro de la antigua ciudad desde siempre;
sin embargo, los olores que palpitaban por todo el pueblo nunca dejaban de impactar
en un día caluroso. Era muy raro que saliera de casa a estas horas, las más implacables
del sol del sur, el momento de la siesta. Fruncí la nariz ante el violento ataque
de los aromas mientras pasábamos a través de las multitudes y frente a los edificios
de piedra caliza: pescado y agua salada, estiércol de caballo, fruta podrida y verduras
echadas a perder sobre las mesas de los puestos al aire libre.
Recientemente, otros aromas se habían instalado también sobre nuestra vieja ciudad
portuaria; como tantos otros, nuestro pueblo ahora apestaba a sangre y serrín. Sentí
náuseas conforme nos acercábamos a la plaza donde las ejecuciones diarias atraían
a cientos de personas. Fijé la mirada frente a mí, lejos de la plataforma elevada,
lejos de la alta y corpulenta torre cubierta por una tela, su cuchilla impecable después
del espectáculo de la mañana.
En su lugar, giré la vista al horizonte, hacia la reluciente extensión del Mediterráneo
azul. Barcos de carga, buques de pasajeros y pequeños botes pesqueros se desparramaban
sobre la superficie. Parpadeé contra la luz del sol y vi una enorme estructura de
piedra que se elevaba en una isla cercana: el antiguo castillo de If, el mismo que
había sido construido hacía siglos como fortaleza naval y que ahora servía como prisión
revolucionaria. Sentí escalofríos, a pesar del día caluroso, y aparté la vista del
edificio achaparrado e impenetrable, dispuesta a no pensar en los miserables que se
aferraban a la vida al otro lado de esos gruesos muros de piedra.
La otra estructura que se distinguía en nuestro puerto era la gran basílica de Nuestra
Señora de la Guarda, que se elevaba detrás de la ciudad, más allá de los acantilados,
como una criatura imponente encaramada sobre la rocosa línea costera. «No —pensé—,
ya no es una basílica. Ahora es un edificio al servicio del Estado.»
No habíamos oído el tañer de las campanas de Nuestra Señora en años, desde que una
banda de revolucionarios habían asaltado el edificio y, subidos a su torre, habían
robado los antiguos carrillones y los habían fundido para fabricar balas para el ejército
revolucionario.
—Señoras. —Un hombre huraño, cuya sonrisa lasciva mostró unos huecos en donde alguna
vez hubo dientes, silbó desde el otro lado de la calle, estrecha y apestosa—. ¿Buscáis
algo que no podéis obtener en esos salones lujosos? Aquí mismo tengo una espada para
vosotras.
Hizo un gesto impúdico hacia sus pantalones bombachos y me detuve de inmediato, asombrada
por el hecho de que se dirigiera a mí con tanta desvergonzada vulgaridad en plena
luz del día. ¿Cómo se atrevía a insultar a una Clary de esa manera?
—Ignóralo. —Julia se detuvo a mi lado. Con una mano escondía la bolsa de dinero entre
sus faldas y con la otra mano me apretaba la mía—. Vámonos. Ahora. —Apresuró nuestro
paso y escupió sus palabras a media voz—: Les cochons. Cerdos que se apoderan de esta ciudad.
Nos abrimos camino a través de la plaza repleta, pasamos frente a las jóvenes que
vendían flores, vestidas con tocados de lino blanco; frente a los jóvenes que se paseaban
alrededor de los bancos, sus pantalones sueltos con el estilo práctico que requería
la moda de los sans-culottes; algunos patriotas revolucionarios llevaban libros y panfletos en las manos mientras
discutían sobre política; pasamos frente a las madres cansadas de rostros sucios que
alzaban las manos y mendigaban un sou, un centavo, mientras amamantaban a sus bebés o los sostenían dormidos contra sus
senos expuestos.
Nos acercamos al gran edificio cívico, el Hôtel de Ville, donde la bandera tricolor
de la República caía flácida en ese día sin viento, delante de la elaborada fachada
barroca. Una hilera de altas ventanas arqueadas flanqueaba el sórdido portal. El corazón
me dio un vuelco en el pecho, la magnitud de mi tarea frenaba mis pasos. Mi hermana
notó mi vacilación.
—Vamos. Es por Nicolás —dijo con voz baja y decidida.
Cruzamos el umbral desde la resplandeciente plaza hacia el edificio del gobierno.
Funcionarios públicos y burócratas del gobierno iban y venían por el inmenso espacio
de techos altos sin advertir nuestra presencia. El aire era fresco y el vestíbulo
daba la sensación de estar abarrotado de determinación.
—¿Adónde vamos? —Miré a mi hermana; sentía una enorme gratitud por que estuviera junto
a mí. Sólo había estado dentro de este edificio un par de veces, siempre con papá,
nunca por algo importante.
—¿Allí? —Julia señaló una larga fila donde los peticionarios, aparentemente de todo
el sur de Francia considerando la cantidad de gente, estaban alineados frente a una
ventanilla atendida por un burócrata sin rostro que, por lo visto, hacía girar los
mecanismos de la justicia, aunque parecía hacerlo a paso de caracol.
—¡No nos atenderán antes de Navidad! —exclamé frunciendo el ceño al ver la fila interminable—.
¿Dónde está Nicolás?
—No lo sé, Désirée —respondió Julia; su voz delataba un poco de frustración, ¿o quizá
el mismo miedo que yo sentía?—. Sé lo mismo que tú.
—Disculpe —me dirigí a un guardia que estaba cerca, apostado frente a una salida lateral
del edificio. Me echó un vistazo y no respondió. Yo continué—: Nuestro hermano ha
sido encarcelado por equivocación; venimos a pagar su fianza. ¿Sería tan amable de
dirigirnos a un administrador que esté a cargo de la liberación de los presos?
El guardia me escrutó con la mirada, luego lo hizo con Julia y regresó a mí. Su boca
se extendió hasta formar una sonrisa de suficiencia y sus ojos siguieron una clara
línea que recorría todo mi cuerpo. Junté las manos frente a mi cintura, por un momento
desconcertada por el crudo y directo deseo que se reflejaba en sus ojos.
—¿Quieres mi ayuda, querida?, ¿cómo la vas a conseguir?
Quedé boquiabierta y provoqué la risa burlona del guardia. Antes de poder balbucear
una respuesta, Julia se puso junto a mí, el cuerpo rígido en desafío mientras afirmaba:
—Tenemos los medios.
El guardia miró a Julia, divertido.
—Eso he pensado por cómo vais vestidas... —Cuando habló pude oler su agrio y avinagrado
aliento—. Así vestía el ciudadano Capeto —dijo, sofocando la risa; su acento callejero
era una burla al apodo con el que había nombrado a nuestro difunto rey—. De poco le
sirvió al tipo, ¿no crees? —Soltó una carcajada y con un solo dedo se rascó la parte
baja de los pantalones manchados—. Esperaréis vuestro turno, ciudadanas, igual que
cualquier otro hombre o mujer libre. —Señaló con la barba incipiente la larga fila
de demandantes que serpenteaba desde la ventanilla del funcionario—. No me importa
si vuestros vestidos son los más elegantes del edificio, algún guardia querrá hacerse
rico desgarrándolos.
—Vamos, Julia —dije, tirando de la mano de mi hermana y lamentando haber buscado la
ayuda de esa bestia.
Nos apresuramos a cruzar el vestíbulo, con la mirada baja; nuestra determinación había
mermado por la falta de respeto que nos habían mostrado hasta ese momento.
—Mira la fila —apuntó Julia inexpresiva. Caminamos por el enorme espacio interior,
sin rumbo fijo; simplemente deseábamos estar lo más lejos posible de ese hombre espantoso—.
Como has dicho, podríamos hacer cola durante varios días y quizá ni así estaríamos
cerca de salvar a Nicolás. Podría ser juzgado y ejecutado antes de que nosotras lográramos
hablar con un funcionario.
Asentí. Estaba tan alterada —por la imagen de la prisión y de la iglesia, por la guillotina,
por el hombre vulgar en la calle y ahora por este infame guardia, pero, sobre todo,
por la larga fila y nuestra impotencia para salvar a Nicolás— que ni siquiera vi la
figura frente a mí hasta que me topé con ella. Sentir su corpulencia contra mi cuerpo
me arrancó de mis tristes reflexiones.
—Oh, disculpe, señor. ¡Quiero decir..., ciudadano! Lo siento. No he visto por dónde
caminaba.
Mantuve la mirada fija en el suelo, por miedo a que este hombre me tratara con tanta
rudeza como lo habían hecho los otros.
Su respuesta fue completamente inesperada.
—Una dama nunca tiene que disculparse.
Su tono carecía de hostilidad; su comentario no tenía ni una pizca de malicia u obscenidad.
Por debajo del ala de mi tocado, mi mirada se encontró con una amplia sonrisa que
no me resultaba familiar. El rostro que tenía delante de mí era triste y rubicundo,
nada atractivo; pero sus grandes ojos parecían amables. La tensión de mi cuerpo disminuyó
un poco.
—Y tampoco tiene que fruncir el ceño o inquietarse, aunque veo que vos hacéis ambas
cosas.
Su acento parecía extranjero, ¿español, quizá? Aunque hablaba con la autoridad de
alguien que está al mando, vestía pantalones bombachos y una levita sencilla; no era
un uniforme de administrador ni un atuendo gubernamental. Exhibía la escarapela revolucionaria
tricolor sujeta a la solapa izquierda. Estaba erguido y era ancho de hombros; parecía
tener más años que yo, unos veintitantos o casi treinta. Pero ¿por qué insistía en
llamarme «dama» en lugar de «ciudadana»? ¿Quién era?
—José di Buonaparte, para servirle —continuó, respondiendo a mis pensamientos. Se
quitó el sombrero, lo deslizó hacia un lado en un ademán ostentoso y se inclinó frente
a nosotras—. Y vos sois... —Al interrumpir su frase, su mirada permaneció fija en
la mía y vi un destello de buen humor, quizá hasta travieso.
—Désirée Clary —respondí, bajando la vista al tiempo que hacía una pequeña genuflexión.
—Julia Clary. —Mi hermana hizo lo mismo a mi lado.
—Ah, ¡las famosas hermanas Clary! —Este hombre, José di Buonaparte, repitió nuestro
apellido juntando las manos—. ¿Las hijas del fallecido Francisco Clary? Un excelente
ciudadano. Un hombre que enriqueció esta ciudad portuaria.
Julia y yo intercambiamos una mirada; podía ver que ella se preguntaba lo mismo que
yo: «¿Quién es este desconocido de sonrisa fácil y acento extraño?».
—Pero, por favor, decidme, ¿cómo puedo ayudar a las hijas del difunto y gran ciudadano
Clary? —preguntó; su mirada pasó con rapidez de mí a Julia y de nuevo hacia mí.
Me quedé quieta, muda de incredulidad. Julia dio un paso al frente.
—Si sois sincero y de verdad deseáis ayudarnos, ciudadano...
—Un corso nunca ofrece nada a menos que tenga la intención de cumplirlo —respondió—.
Excepto que no desee hacerlo, por supuesto. Pero eso es algo distinto. —Rio, sus ojos
permanecían clavados en mí; asentí como si lo entendiera.
Así que era corso, al menos eso sí lo había comprendido. El acento debía de ser italiano.
Pero ¿por qué hablaba como si de verdad pudiera ayudarnos?
—En ese caso, acepto sinceramente su amabilidad, señor, mmm..., ciudadano.
Parecía que Julia confiaba en la actitud sociable de este desconocido; le habló con
franqueza y le contó la historia del encarcelamiento de Nicolás, sin mencionar el
pequeño detalle de que papá, un monárquico, había hecho un generoso regalo a la corona
justo antes de que estallara la Revolución. Mientras escuchaba, José di Buonaparte
asentía, comprensivo; la confianza de sus modales no vaciló un solo momento ante el
rostro claramente angustiado de Julia.
Cuando mi hermana terminó de hablar, él cruzó los brazos sobre su amplio pecho y al
final asintió.
—Comprendo. —Fue todo lo que dijo.
—Nosotras..., nosotras estaríamos muy agradecidas si pudierais ayudarnos. —Julia sacó
el monedero de entre sus faldas y lo levantó lo suficiente para que él pudiera verlo—.
Y nos gustaría mucho demostrar nuestra gratitud.
José lanzó una mirada alrededor del enorme vestíbulo; después se acercó a nosotras,
se inclinó y puso su mano sobre la de Julia. El ademán era demasiado pretencioso,
casi indecente, pero no había indicios de lascivia o falta de decoro, sino una sincera
preocupación.
—Por favor, ciudadana Clary, guardad vuestro monedero. —Julia dudó un instante y miró
esa mano firme sobre la de ella; luego hizo lo que le había pedido—. Lo que sí puede
hacer...
—Lo que sea —exclamé, dando un paso hacia delante; el tono de esperanza en mi voz
era evidente.
—Hay un café muy agradable al otro lado de la plaza —explicó, dirigiéndose a mí—.
¿Por qué no van ahí, señoritas, y toman asiento en la terraza? Pídanme un vaso de
algo frío. Quizá incluso una copa de vino. Les prometo que antes de que esta oficina
cierre regresarán a casa con su hermano.
Julia y yo observamos al hombre, a este desconocido cuya amabilidad era incomprensible,
y luego nos miramos mutuamente. ¿Podíamos creer en su palabra?
Mi hermana examinó una vez más la fila interminable de peticionarios y al parecer
no encontró más opción que confiar en el ciudadano Di Buonaparte.
—Señor, ponemos nuestras esperanzas en vos —dijo, mirándolo a los ojos—. Gracias.
—Podréis agradecérmelo cuando os lo haya traído. ¿El nombre de vuestro hermano es
Nicolás?
—Sí, Nicolás Clary —respondió Julia—. Lo trajeron esta mañana. No sabemos dónde lo
tienen detenido.
—Entonces tendré que averiguarlo. —José di Buonaparte asintió y me hizo un guiño—.
Ahora, por favor, márchense. ¡Al café! Hay demasiados canallas disfrazados de revolucionarios
en este edificio. No es lugar para dos damas.
Ni Julia ni yo hablamos cuando nos sentamos a la mesa de la terraza; apenas probamos
nuestras limonadas frías. Sabía que ambas nos preguntábamos lo mismo y no tenía sentido
expresar preguntas que ninguna podía responder: ¿quién era este José di Buonaparte?
¿De verdad trataba de ayudarnos? Y, si realmente tenía la intención de ayudar, ¿sería
capaz de hacerlo?
El reloj de la plaza avanzaba sin interrupción, marcando los minutos y las horas;
había pasado la hora del té y se acercaba la hora de la cena. Muy pronto cerrarían
las oficinas del gobierno. Me acomodé en el asiento, deslizando mis inquietos dedos
sobre la humedad pegajosa del vaso con la bebida que apenas había tocado. Estaba perdida
en mis pensamientos, una secuencia de lúgubres reflexiones. Pensaba en papá, en los
últimos días que lo había visto: débil en aquella cama enorme, en el duermevela de
un sueño inquieto. Mamá se acurrucaba a su lado; lloraba y rezaba, aunque nuestras
plegarias se habían vuelto ilegales. Temía el regreso a casa, a mamá.
—Dios mío. —La voz de Julia me arrancó de mis sombríos pensamientos y levanté la vista—.
¡Mira! —Señaló hacia el otro extremo de la plaza abarrotada y miré en esa dirección.
Mis ojos pasaron veloces entre palomas, estudiantes, amas de casa, niños sucios. Ahí,
dos siluetas (una grande y alta; la otra esbelta, bien vestida, familiar) cruzaron
la puerta gigantesca del Hôtel de Ville y avanzaron hacia la luz del atardecer. Se
alejaban con determinación del ayuntamiento.
Contuve el aliento.
—¡Nicolás!
Un instante después, tanto Julia como yo estábamos de pie y salíamos deprisa de la
terraza, corriendo hacia nuestro hermano. Yo fui más rápida y lo alcancé un poco antes
que Julia. Ambas tratamos de recuperar el aliento mientras nos dejábamos caer entre
sus brazos.
—¡Hermanas! —Nicolás recibió nuestra embestida.
—Nicolás, gracias a Dios. —Yo reía, aunque tenía los ojos llenos de lágrimas.
—No, gracias a José di Buonaparte —agregó Nicolás, y permitió que Julia y yo lo siguiéramos
abrazando. La gente pasaba por la plaza y nos miraba, acostumbrada a las lágrimas
diarias fuera del ayuntamiento, aunque esas lágrimas de alegría eran mucho menos comunes
que las otras.
—Cierto, gracias a José di Buonaparte —asintió Julia, contemplando a nuestro nuevo
e inverosímil benefactor—. ¿Cómo podemos agradeceros vuestra ayuda?
El hombre alto hizo de nuevo una reverencia mientras la expresión de su rostro parecía
preguntar si nos habíamos atrevido a dudar de él. Por supuesto que dudamos; sin embargo,
aquí estaba Nicolás.
—¿Eres... libre? —pregunté indecisa. Sólo deseaba tomar a mi hermano de la mano y
alejarlo de ese edificio, apartarlo de aquellas celdas desconocidas, de regreso a
la seguridad de nuestra residencia familiar amurallada.
—Tan libre como me ves —respondió Nicolás.
—¿De verdad? —insistí. Me costaba trabajo creerlo—. ¿Estás fuera de peligro?
Nicolás inclinó la cabeza hacia mí.
—Tan fuera de peligro como cualquiera en este país podría asegurarse de estarlo. —Abracé
de nuevo a mi hermano y él me lo permitió—. Y todo gracias a que parece que mi hermanita
ha cautivado el corazón de un hombre importante —murmuró Nicolás a mi oído; se separó
de mí y me pellizcó la mejilla. Aunque no lo hubiera hecho, no dudo de que mi rostro
se habría tornado de un intenso tono carmesí; sentí una oleada de calor con el comentario.
«Mi hermanita ha cautivado el corazón de un hombre importante.» Tragué saliva y fijé
la vista en el suelo, lejos de los ojos escrutadores de mi hermano, lejos de la sonrisa
entusiasta e impaciente de José di Buonaparte.
Julia se apiadó de mí e intervino:
—Es más de lo que nos hubiéramos atrevido a esperar —dijo con voz firme—. E insistimos
en que debemos recompensaros, señor, por vuestra gentileza.
—Por favor, señorita, es decir, ciudadana Clary, ¡no saquéis el monedero! Insulta
mi sentido corso de la caballería.
—Si no es con dinero —interrumpió Nicolás—, entonces ¿cómo?
Me permití levantar la mirada y vi cómo José juntaba sus grandes manos; observó a
mi hermano, luego a mí y de nuevo a Nicolás. Ahora él parecía estar un poco avergonzado
y jugueteaba con el sombrero que tenía en las manos.
—Si no es un atrevimiento..., ¿me permitiríais ayudaros... y acompañar a vuestras
hermanas para que regresen a casa sanas y salvas?
Nicolás asintió con una leve sonrisa; tomó a Julia por el brazo y me dejó sola.
—Será un placer. —Luego se volvió para mirarme y arqueó las cejas—. ¿Verdad, Dési?
Clavé la vista en mi hermano, en su expresión expectante, y después examiné a Julia;
sus rasgos no me permitían descifrar sus pensamientos, algo poco común entre nosotras.
Después vi a José, que mostraba una sonrisa entusiasta y confiada. No quería recibir
las atenciones de este hombre tan atrevido, tan viejo, tan descarado; sin embargo,
sabía que estábamos en deuda con él por su amabilidad y era evidente lo que Nicolás
esperaba de mí.
—¿Acompañarnos a casa? Claro, por supuesto —balbuceé y aparté la vista de José mientras
él caminaba rápidamente hacia mí; luego extendió su grueso brazo para que yo lo tomara.
Juntos, los cuatro le dimos la espalda al ayuntamiento y a la plaza repleta e iniciamos
el camino a casa.
Nunca antes me había acompañado a casa un hombre que no fuera mi hermano o mi padre.
Con sólo dieciséis años, ya casi mayor de edad en una época de guerra, nunca me habían
cortejado. Papá y Nicolás eran demasiado protectores para permitirlo. Además, en estos
días los jóvenes de mi clase, si no estaban en prisión o habían fallecido, parecían
estar más centrados en la política que en perder el tiempo en trivialidades como el
coqueteo.
Pero aquí estaba, andando al lado de un hombre que conocía desde hacía apenas unas
horas, detrás de mi hermano recién liberado, mientras la tarde caía sobre las estrechas
calles de Marsella. Parpadeé con cierta confusión, apenas podía entender todo lo que
había sucedido en tan sólo medio día. Nicolás y Julia caminaban rápido frente a nosotros,
a un ritmo que, supuse, garantizaba una distancia discreta entre ambas parejas. Me
sentía incómoda cogida del brazo de este hombre casi desconocido, tan tímida y consentida
como era yo; me alegré de la poca distancia que debíamos recorrer hasta la casa familiar.
También agradecí que José hablara sin parar durante todo el camino; aparentemente
estaba feliz de contarme qué pensaba de Córcega y de Marsella sin necesidad de que
yo participara.
—La ciudad se llama Ajaccio —dijo, describiendo su ciudad natal—. ¿Nunca habéis oído
hablar de ella? Ah, pero debéis visitarla algún día. ¡La tierra! No es muy distinta
de ésta. Bordeada por el Mediterráneo. Pero nunca, en toda mi vida, he visto a mi
madre comprar aceite de oliva o vino, tenemos tanto en nuestras tierras...
Frente a nosotros, Nicolás y Julia se detuvieron y se dieron la vuelta cuando llegamos
ante la reja de nuestra casa.
—Ciudadano Di Buonaparte, pasad, por favor. Mi madre querrá conocer a mi salvador.
José asintió afable; no parecía ser el tipo de persona que rechazara alguna invitación.
—¡Por supuesto! Me encantaría conocer a la señora que crio unas hijas como éstas.
—Cuidado, buen hombre —dijo Nicolás, sonriendo de manera desenfadada—. Quizá yo os
deba la vida, pero eso no significa que me vaya a quedar cruzado de brazos mientras
soy testigo de vuestro flagrante coqueteo con mis hermanas.
—¡Pero soy corso! —exclamó José—. No me puedo resistir a la oportunidad de halagar
a una mujer hermosa.
Todo el cuerpo le vibró con su exagerada risa; sin soltar mi brazo, cruzamos la reja
y me guio hasta nuestra propiedad.
La alegría de mamá al ver que Nicolás regresaba sano y salvo fue tan excesiva como
su desesperación ese mismo día más temprano. Lo abrazó como si no quisiera soltarlo
nunca más. Ordenó a los sirvientes que trajeran champán. Cuando se hizo de noche,
pidió que encendieran las velas y que abrieran las puertas francesas para que entrara
el aire templado y los sonidos nocturnos de las gaviotas y las ranas.
—Brindemos —propuso mamá en el salón, levantando su copa hacia el invitado—. Por el
héroe de la familia Clary —continuó, dirigiendo una amplia sonrisa a José, quien claramente
disfrutaba de las atenciones de mamá.
Todo lo que yo quería era terminar mi copa de champán, quizá comer algo rápido y escabullirme
con Julia a mi cuarto, donde podríamos discutir sobre lo que había sucedido en ese
día tan extraño.
Pero mamá, encantada de que su hijo estuviera sano y en casa, estaba decidida a conversar
con nuestro invitado; este excepcional interés en jugar a la anfitriona me resultaba
tan sorprendente como inapropiado. Mandó que volvieran a llenar nuestras copas.
—Tenéis un acento particular, ciudadano Di Buonaparte. ¿Sois italiano?
—Casi, señora —respondió José—. Soy corso.
—Corso —repitió ella asintiendo con lentitud—. Qué novedad. Creo que jamás había conocido
a un corso.
—No somos muchos —explicó José. Su sonrisa fácil y afable pasó de mamá, a Nicolás
y a Julia, hasta que al final se posó sobre mí—. Después de todo, es sólo una pequeña
isla de viñas y olivos. Pero es mi hogar o, al menos, lo era.
—En Córcega hay un ambiente tan inestable como el que tenemos nosotros aquí, ¿o me
equivoco? —preguntó mamá, y ordenó que trajeran más champán para nuestro invitado.
Me removí inquieta, asombrada por la locuacidad de mi madre, por su repentino interés
en la política corsa. Esta tarde se mostraba mucho más animada de lo que lo había
estado en mucho tiempo, definitivamente desde antes del fallecimiento de papá, quizá
desde antes del estallido de la Revolución. Sus motivos me parecían claros: después
de meses preocupándose porque la fortuna de papá y los favores de la nobleza pudieran
significar nuestra ruina, por fin creía que teníamos un protector en la figura de
Di Buonaparte y estaba fascinada y aliviada. Además de testaruda y determinada, como
siempre, en consolidar su beneplácito.
—Es obvio, señora Clary, que no sólo sois bella como vuestras hijas, sino que también
estáis bien informada. La isla es terriblemente inestable —respondió José—. Y temo
que mi familia se ha aliado con el bando incorrecto. Por lo tanto, estamos exiliados.
Ahora, Francia es nuestro hogar —pronunció la última parte como si tratara de convencerse
de eso.
—Bueno, José di Buonaparte —repuso mamá con voz cálida mientras terminaba su segunda
copa de champán—, lo que perdió Córcega constituye ahora nuestra fortuna. Hoy os habéis
convertido en nuestro salvador y debéis aceptar nuestro agradecimiento.
—¿Por qué los Clary insisten en darme las gracias? ¿Es que nadie en Francia puede
hacer un favor sin esperar alguna retribución? —José rio con sus palabras.
—Ah, bueno, somos comerciantes —respondió mamá agitando la mano—. Debéis perdonarnos
la necesidad de saldar nuestras cuentas.
—Bueno, en ese caso, si insistís en un precio... —insinuó José con una sonrisa apenada—.
He pensado en algo.
—Decídnoslo, por favor —instó mamá arqueando una ceja; toda su expresión estaba a
la expectativa, preparada para escuchar cualquier petición. Ninguno de nosotros sabía
con exactitud cómo José di Buonaparte había podido liberar a Nicolás, pero estaba
claro que mamá deseaba conservarlo como amigo.
—Señora Clary, con vuestro consentimiento, permitidme visitar a vuestra hija Désirée.
Todos guardamos silencio cuando la mirada de mamá se posó sobre mí, boquiabierta.
Estaba claro que ése no era el favor que ella esperaba. Pero entonces me di cuenta
de cómo cambiaron sus rasgos, la comprensión de la oportunidad, la sorpresa que se
convertía en evidente agrado. Julia se removió en su asiento. Mamá me sonrió y después
se dirigió a nuestro invitado:
—Por supuesto, visitadnos de nuevo. Insistimos.
—Grazie! Entonces vendré mañana, quizá a las... —José se interrumpió; en ese momento oímos
un grito extraño. Las puertas de cristal que daban a la terraza y a los jardines estaban
abiertas y pudimos oír la voz estridente de un hombre que estaba afuera.
—¡Sal de ahí, bastardo! —gritó la voz sin rostro desde la calle. Aunque sólo uno de
los que estábamos en el salón hablaba italiano con fluidez, todos lo entendimos muy
bien.
—Dios mío. —Mamá palideció y miró a nuestro invitado, avergonzada—. ¡Lo que hay que
oír! No sé... no sé qué decir. Por lo general en este barrio no padecemos las humillaciones
del populacho. Sin duda, se trata de algún estudiante borracho.
—Sé que estás ahí dentro, figlio di puttana, ¡hijo de puta!
—¡Por Dios! —Mamá echó un vistazo a José y luego a mí, haciendo una mueca—. Désirée,
cierra las puertas, por favor. Nicolás, pide a uno de los sirvientes que informe a
los gendarmes. No podemos tolerar que un borracho alborotador grite obscenidades por
todo el vecindario.
Cuando avancé para ir a cerrar las puertas, José levantó una mano y la colocó sobre
mi brazo.
—No. Esperad, por favor. —Me detuvo, se puso de pie y se dirigió a la terraza. Ahí
hizo lo último que yo hubiera esperado. Levantó las manos, las venas de su cuello
estaban hinchadas, y gritó a la oscuridad de la noche—: Bastardo, chiudi la bocca! O ti ucciderò!
Mamá contuvo el aliento. Nicolás frunció el ceño y Julia y yo nos miramos asombradas.
Tuve que llevarme la mano a la boca para evitar soltar una carcajada. Después, José
se volvió hacia nosotros. Estaba ruborizado y reía con fuerza.
—Me llama bastardo e hijo de puta, pero el tonto no se da cuenta de que los mismos
insultos se aplican a él.
Ninguno de nosotros hizo comentario alguno. Todo lo que yo podía escuchar era el corazón
de mamá, que golpeaba con fuerza contra su pecho.
José volvió a reír; sus mejillas redondas seguían estando sonrojadas.
—No pasa nada. Sólo es el pendenciero de mi hermano.
—¿Vuestro... vuestro hermano? —repitió mamá; su cálida sonrisa aprobadora había desaparecido.
—Sí. —José asintió. Se puso el sombrero como si fuera a marcharse; parecía que no
se había dado cuenta de la conmoción que había provocado—. No por nada lo llamamos Il Rabulione.
Nicolás, cuyo italiano era mucho mejor que el mío, repitió el apodo:
—Il Rabulione. ¿El Canalla?
—Así es —afirmó José—. Siempre lo ha sido.
—Muy bien. Que así sea. —Mamá le indicó con un gesto a Nicolás que acompañara a nuestro
invitado a la puerta.
—El Canalla —repliqué, apretando los labios con fuerza para no reírme de la expresión
incómoda de mi madre. En realidad, había sido un día muy poco común—. Y... ¿cuál es
su verdadero nombre?
Sentía una gran curiosidad por este joven que era capaz de pararse frente a la residencia
de unos completos desconocidos y gritar insultos sobre los muros sólo porque intuía
que su hermano estaba adentro.
—Su verdadero nombre es Napoleone —respondió José, volviéndose hacia mí al llegar
al umbral—. Hasta mañana.
José se despidió con una inclinación y mi madre repitió su agradecimiento por última
vez, pero no la invitación para que nos visitara al día siguiente. De pie en el salón,
al lado de mi hermana y mamá, miré una vez más hacia las puertas abiertas, a la oscuridad
que más allá cubría los jardines. Entrecerré los ojos al débil brillo de la tarde;
podía distinguir la reja de la entrada. Ahí, aunque estaba cubierto por las sombras,
apenas pude advertir el contorno de una figura solitaria.
«Qué nombre tan extraño», pensé. ¿Qué había dicho José? «Napoleone.» Qué nombre tan
singular. Y, por lo que intuía, qué hombre tan singular. Nunca antes había conocido
a un Napoleone.