Estamos protegidos por la tramontana, que es el castigo y la bendición del Ampurdán.
Nos salva de la humedad cuando esta va a hundirnos, y nos excita temperamentos especiales.
Pitxot
Si la vida no puede salvarnos de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida.
PabloNeruda
Enterramos nuestros pecados, lavamos nuestras conciencias.
JimmyMarkum(Mystic River)
1
Es morena.
Yo la hubiese preferido rubia. Pero, pensándolo bien, será más divertido así. De distinto
color.
Se ha pasado la tarde entrando y saliendo.
Lleva un buen rato sentada en el columpio y se ha subido la cremallera del impermeable,
como si tuviera frío. Yo tengo calor. Y siento un cosquilleo en el estómago. Me encanta.
Es porque sé que voy a jugar.
Desde donde estoy, oigo como las cadenas chirrían mientras ella se balancea estirando
las piernas. Yo soy más valiente y me columpio mucho más alto. Pero tengo que tener
cuidado de que nadie me vea.
Siento tantos nervios que me tiro del pelo. Varias veces. Muchas veces. Hasta que
me hago daño. Me gusta hacerme daño. Me he arrancado un mechón.
Ha oscurecido.
Aparto unos matorrales para verla mejor. Pero ¿dónde está? ¿Por qué se retrasa? Siempre
igual. Me hace esperar.
Acaba de llegar. Se ha acercado a la niña, que ahora se ha deslizado tobogán abajo,
como si nada. Hablan. Todo va bien.
Nina. Nina. Nina.
Las plantas crujen mientras intento hacerme un hueco entre ellas y aguanto la respiración.
Pero ella no me oye. Está distraída con un caramelo.
Me froto las manos. ¡Qué tonta es esta niña! Yo no soy tonta. Aunque tal vez pueda
parecerlo.
Veo una sombra en una de las ventanas de la casa, en el piso de arriba: es su habitación.
Siempre me observa. Pero no sé si me ve. Ojalá lo haga. Estoy tan contenta que me
arranco un poco más de cabello. Esto me hace sentir mejor.
La niña duda. Pero se pone en pie y le sigue. Por un momento, he pensado que no lo
haría.
Esta niña es muy morena. Diferente a otras. Diferente a mí. Pero, como a todas, le
gustan los sugus.
Tengo que regresar a casa. Tenerlo todo preparado. Para cuando llegue.
Quiero jugar. Quiero jugar. Quiero jugar.
Miro a mi alrededor para asegurarme de que no hay moros en la costa. Pero la gente
no suele pasear al anochecer. Aunque yo sí.
La oigo llamarle y decirle que la espere. Pobre niña estúpida.
Antes de escaparme a hurtadillas, vuelvo a mirar hacia la ventana. La cortina se mueve.
Pero la sombra ya no está.
2
Ha salido de la casa, cansada de estar con los mayores, del olor y del calor de la
cocina. Y nadie le ha hecho demasiado caso porque todos andaban muy ocupados.
Ayer estaba contenta, pero hoy ya no: es el primer día de las vacaciones de Navidad.
Estaba segura de que esta vez lograría que su madre la dejase quedarse sola en casa
o, incluso, ir a la de alguna amiga. Pero le ha dicho que no. En realidad, la tenía
medio convencida, pero su padre ha sido contundente, como siempre, diciendo que ni
hablar y decidiendo por todos. Eso la ha disgustado mucho y está bastante harta. No
entiende cómo no se dan cuenta de que ya no es una cría.
Para ella, la Navidad no significa nada más que no ir al colegio, pero eso ya le parece
fascinante. O se lo parecía, hasta que le chafaron el plan. Uno de estos días va a
desobedecerles y se van a enterar. ¡Veinte días sin colegio! Por supuesto que quedará
con sus amigas tantas veces como pueda. Va a pedirles a sus padres que confíen un
poco más en ella, porque ya es mayor. Tal vez, invente alguna mentira o se escape.
Está cansada de tener que acompañar a su madre al trabajo cuando tiene fiesta como
si fuera una niña pequeña. La gente del hostal es bastante agradable, pero allí no
tienen tiempo para ella. Además, el señor Tort no le gusta nada. Tampoco la vieja,
porque le da mucho miedo.
Piensa en sus amigas con envidia: seguro que las han llevado al cine y están riéndose
y comiendo palomitas a destajo. No es justo. Tal vez sea porque sus padres parecen
unos abuelos, o porque es hija única, pero, desde luego, las cosas van a cambiar.
Cuando se cansa de columpiarse, se desliza mil veces por el tobogán. ¡Eso sí es divertido!,
pero ha sudado y ahora tiembla un poco, por el contraste entre el frío y el calor.
Exhala aire y una nube de humo limpio y fresco se abre espacio delante de ella. Sonríe
y repite la operación.
Se levanta del borde del tobogán para dirigirse al interior de la casa. Alguien se
planta de repente junto a ella y está a punto de gritar del susto. Pero no pasa nada,
porque le conoce.
—Pareces cansada.
—Es que estoy harta de estar aquí. Me aburro.
—¿Te obliga tu madre a venir con ella?
—Sí. Es una pesada. Cada vez lo mismo.
—¿Y tus amigas?
—Seguro que divirtiéndose más que yo.
—¿No puedes hablar con ellas?
—Más quisiera. No me dejan tener móvil.
—¿Quieres caramelos?
—¡Son sugus!
—Coge los que quieras. Tengo muchos más.
—Gracias.
—¿Quieres dar un paseo?
—No. Mi madre me espera.
—¿Cuántos años tienes? ¿Siempre le haces caso?
—N... no.
—Vale. Otro día. Adiós.
—Adiós.
Ella come un par de sugus y, algo más contenta, vuelve a deslizarse una última vez
por la rampa del tobogán.
Después, está a punto de correr hacia el hostal, del que la separan solo unos metros,
pero entonces observa sorprendida un rastro de sugus en el suelo.
Está cansada y quiere pedirle a su madre que se marchen ya, que está harta de estar
ahí y que tiene frío, pero este parece un juego divertido y le apetece hacer lo que
le da la gana. Desea ser desobediente. Por una vez no pasará nada, y al fin y al cabo
aún tiene para rato...
Traviesa, echa a correr recogiendo los caramelos, y grita:
—¡Eh, espérame!
La cortina de una de las habitaciones de la planta superior del hostal se balancea
mientras una sombra se aleja de la ventana.
3
La camisa de algodón blanco de Nico la envuelve solo en parte y hace resaltar el tono
moreno de su piel. Los botones desabrochados casi permiten ver su pecho desnudo, donde
descansa la pequeña cabecita de su hijo Simón, de tres meses, que suspira satisfecho
cada pocos segundos porque acaba de terminar su toma y parece saciado.
Nico no se cansaría nunca de mirarlos. Podría vivir eternamente en esta escena: ellos
dos. Su casa. Su vida.
Trajina en la cocina y saca con cuidado los platos del lavavajillas para no despertar
a Simón. Estela le sonríe y se retira el cabello detrás de la oreja. Nico continúa
colocando la vajilla a conciencia con la intención de desalojar los recuerdos que
ese gesto de Estela ha provocado y que, de cuando en cuando, se empeñan en invadir
su memoria. Marina también hacía eso. Aunque ya no le duele como antes, o tal vez
sí, su tan fugaz como imborrable existencia y también su ausencia le asaltan en ocasiones
por sorpresa y le obligan a respirar con calma, de una forma lenta y profunda, para
no ser engullido por ese agujero negro que habita agazapado en su interior.
—Un penique por tus pensamientos —susurra Estela a su espalda.
Le conoce demasiado bien. Sabe cuándo está en el otro lado. Suele rescatarle, pero,
a veces, también se enfada cuando Nico se deja arrastrar por la melancolía.
—Pensaba que dormías.
—Creo que soy algo así como una sonámbula —Estela le sonríe cansada—. Desde que nació
—se interrumpe y besa al bebé en la coronilla— nunca estoy despierta ni dormida del
todo.
Nico sospechaba que la conversación no iba a detenerse en este punto. Estela quiere
saber.
—¿Pensabas en Marina?
—Sí. —¿Para qué negarlo? Tampoco le creería.
Le duele confesarle esto. Ellas eran hermanas. Y él la quería. Fueron novios hasta
que la muerte se la llevó. El día más horrible de su vida. Y de la de Estela también.
El día que Nico fue consciente de que el mal existía y que arrasó con todos ellos.
—Es normal que lo hagas, Nico. A mí también me pasa. Además, no tengo intención de
olvidarla nunca y no quiero que tú tampoco lo hag... —Se sobresalta—. ¡Son casi las
cinco! Le he prometido a mi madre que podrían tener a Simón un rato en su casa, al
menos hasta la siguiente toma. No sabes cuánto les agradezco que hayan decidido instalarse
en el piso de encima del restaurante para echarnos una mano.
Simón parece salir de su letargo y Nico lo coge en brazos con cuidado. La mano del
bebé, de forma inconsciente, agarra su dedo y lo aprieta suave.
—Ya lo llevo yo —asegura Nico deteniéndose junto a la puerta—. ¿Sabes que estás medio
desnuda? —añade como si acabara de darse cuenta.
—Vuelve tan rápido como puedas —contesta Estela divertida.
—¿Por qué tanta prisa?
—Porque me dejaré la camisa desabrochada, pero... solo para ti.
Nico sale con el niño y camina los escasos metros que separan ambas viviendas. Como
siempre, se detiene unos segundos a observar el mar y la gran playa de arena fina,
ambos solitarios, tal como a Nico le gustan. Recorre con la mirada el paseo marítimo,
las casas de paredes blancas y las callejuelas que se pierden hacia el interior. Satisfecho,
agradece que esta localidad de la Costa Brava se mantenga auténtica y con su ritmo
pausado, como si el tiempo hubiese decidido respetarla por su belleza indiscutible.
Todos pertenecemos a algún lugar. Y este es el suyo. La soledad a la que se había
obligado desde la muerte de Marina doce años atrás le había permitido viajar y descubrir
lugares increíbles, pero uno siempre necesita regresar a casa. En todos los sentidos.
Apenas diez minutos después, vuelve a entrar en la casa y se dirige rápido al salón.
Estela le espera sentada sobre una manta frente a la chimenea y alza los brazos hacia
él.
—Venga usted aquí, detective Ros, antes de que la pequeña bestia comilona vuelva a
reclamar mi cuerpo.
Nico se sienta frente a ella y se besan largo rato. Le gusta saborear sus labios y
su boca sin prisas, pero la desea tanto que, poco después, la rodea con sus brazos
y la estira impaciente sobre la manta cálida.
Estela aprieta su pecho contra el suyo, mostrándole su deseo, y Nico la oye susurrar
su nombre. Sus cuerpos se abandonan y se entregan el uno al otro con ansia. Nico huele
su piel y se hunde en ella.
4
Fue allí, en ese sitio que llevaba su nombre, donde se fraguó todo. Donde Nico y Marina
se habían conocido. Donde habían sido felices. Hasta el día del dieciocho cumpleaños
de ella. El día de su muerte. El día que él no supo protegerla. A pesar de su promesa.
Después de aquello, Nico tardó diez años en regresar a Llafranc. Y si lo hizo fue
porque la vida, inquietante y misteriosa, tejió un ardid y otro grave suceso le obligó
a volver.
Simón acaba de cumplir tres meses. La Navidad está al caer y los tres están recién
instalados en el pueblo. La llegada, un par de días atrás, fue más accidentada de
lo previsto. Pese a que el viaje en coche desde Barcelona no duraba más de una hora
y media, la noche había caído cuando aparcaron en el puerto.
Los padres de Estela les habían pedido que los esperasen allí, y mientras lo hacían,
Nico observaba el espigón y los pantalanes solitarios. Una luminosa estrella de Belén
colgaba del tronco de una farola y ambas alumbraban la noche invernal. Recordó como
de niño disfrutaba con su familia viendo a los Reyes Magos llegar al muelle desde
el mar. Con un fugaz pensamiento, se dijo que algún día, en la noche de Reyes, cargaría
a su hijo en sus hombros para que no se perdiese ese espectáculo. Como solía hacer
su padre con él.
Simón seguía dormido en el asiento trasero, y el largo silencio de Estela delataba
que estaba cansada, y seguía sin entender el porqué de la extraña cita y la pesada
espera.
—¡Hermanita, cuánto me alegra que estéis aquí! —Sin previo aviso, el rostro de Jan
apareció pegado a la ventanilla del copiloto dándoles la bienvenida.
—Shhhhh, Jan, por favor. —Estela hizo aspavientos con las manos, entre asustada y
enfadada—. Si se despierta, estamos perdidos. ¿Dónde están los papás? ¿Qué lío es
este?
—No hagas preguntas y vamos —contestó Jan con su habitual calma y buen humor—. Coge
al niño, y Nico y yo llevaremos las maletas.
Le siguieron en fila india como si de una pequeña procesión se tratase. Jan paró en
seco al poco de salir del puerto, frente a una casa iluminada que quedaba a su derecha:
la segunda del paseo marítimo que empezaba ahí mismo. A la izquierda nacía la playa
y se extendía decidida desde ese punto hasta el otro extremo de Llafranc.
Las contraventanas azul marino de la vivienda estaban abiertas de par en par y el
calor agradable de una calefacción potente y moderna se intuía desde la calle.
—¿Qué pasa, Jan? —Estela no estaba para bromas—. ¿Por qué te paras?
Entonces, oyeron una voz muy familiar que les hablaba desde el interior.
—Vamos, entrad de una vez o vais a congelaros.
—¿Papá? —Estela, alucinada, corrió la hoja del ventanal y la cortina que les impedía
ver el interior: ante sus ojos atónitos, el matrimonio Orozco se encontraba frente
a ellos y, entre divertidos y emocionados, los invitaban a entrar.
—Bienvenidos a vuestro nuevo hogar —dijo Mercedes, a modo de saludo, mientras cogía
a su nieto en brazos para besarle y acallar su llanto incipiente.
Estela se dejó caer en el sofá y rompió a llorar desconsolada. Nico, atónito y cansado,
se sentó a su lado y la abrazó porque se sentía torpe y no sabía qué otra cosa hacer.
—¡Hija, cariño! —Manuel le acarició el pelo—. No llores, por Dios. Esto era una sorpresa,
¿entiendes? Esta casa es, desde hoy, para vosotros. Ya sabes que se la alquilábamos
a la viuda del notario, pero murió en agosto. Queremos que aquí tengáis un hogar.
—Es preciosa —susurró Estela mirando a su alrededor.
Tardarían días en creerse que la casa era suya. Muy pronto, ellos la convertirían
en un hogar.
5
Es veintidós de diciembre. El olor a bebé, a tostadas y a café envuelve la planta
baja. Estela y Nico desayunan junto a la chimenea mientras Simón duerme plácido en
su sillita balancín. Nico observa su escaso e incipiente cabello rubio y sus mofletes,
y sonríe sin darse cuenta.
A través del ventanal puede ver el mar y las luces del amanecer, ya que Estela corre
las cortinas en cuanto pone un pie en el pequeño salón. Llafranc se está despertando.
Le resulta difícil apartar la mirada de la estampa matutina que le ofrece el pueblo
que ya de niño le cautivó: el agua brilla en la orilla bañada por los primeros rayos
de sol y las barcas de los pescadores reposan bocabajo, sobre la arena. La luz del
faro que se alza en la cima de la montaña barre las aguas por última vez y se apaga
dándole la bienvenida al nuevo día.
Estela y él se miran recordando cómo la tarde anterior hicieron el amor frente al
fuego. Nico le acaricia la larga melena negra y se entretiene observando su rostro
moreno de labios gruesos, ojos avellana y espesas cejas. Estela se levanta de un salto
y lleva los platos a la cocina. Él observa sus pasos decididos y sus movimientos gráciles.
Suena su teléfono. Número oculto. Son las ocho y cuarto. Demasiado pronto para una
llamada de cortesía.
—Nico Ros al habla.
—Soy Jamal —responde una voz rotunda.
Se queda sin habla, regresando al pasado de inmediato, al último día que le vio. Cuando
se enfrentaron a la bestia y cuando todos hicieron lo que tenían que hacer, Jamal
más que ninguno. Por eso Quiroga y Nico le protegieron. Porque en su concepto de la
justicia, él se lo merecía. Había conocido a Jamal mucho tiempo atrás gracias a Marina.
Marina y Jamal eran amigos desde el parvulario, se habían criado juntos. Nico llegó
a sus vidas algo más tarde, en la adolescencia.
Jamal ya se buscaba la vida entonces trapicheando con drogas. Nico y sus amigos eran
clientes suyos. Eso los colocaba a los dos en una situación incómoda: el uno no podía
decirle a su chica a qué se dedicaba su amigo del alma y el otro no podía delatar
sus consumos, puesto que le abastecía. Se odiaban. Y ese odio, cuando ella murió,
se convirtió en algo mucho más peligroso todavía.
Siente la garganta seca al rememorar aquellos acontecimientos: todo lo que le quitó
la paz y todo lo que se la devolvió. Y Jamal, antaño su enemigo, que tanto tuvo que
ver con ello. La voz del mayor traficante de drogas de la zona le provoca sentimientos
que aún no sabe cómo definir, porque aborrece lo que hace, pero le ayudó a vengar
a Marina. El vínculo que los une desde entonces se selló a prueba de sangre y muerte
y es para siempre.
—¡Nico! —exclama la voz—. ¿Estás ahí?
—Claro.
—¿Pensando en aquel día?
—Sí —reconoce Nico.
—Yo todavía lo hago a menudo.
—¿Y cómo te sientes?
—Jodidamente bien. —Jamal ríe al otro lado de la línea—. Ya tenía un sitio reservado
en el infierno, así que fue mejor que lo hiciese yo, ¿no crees?
Nico escucha un sonoro silencio seguido de un suspiro.
—Tuve que desaparecer un tiempo —explica Jamal para zanjar el asunto—. Ya sabes, una
vida en la sombra.
—No solo vives en la clandestinidad por aquello —le recuerda Nico por si su memoria
flaquea—. Es que el dinero siempre te ha gustado demasiado.
—Por supuesto. En cambio, a ti no ha tenido que gustarte porque nunca te ha faltado.
—Touché—responde Nico.
—Tengo que verte.
—¿Mañana?
—No, Nico. Tengo que verte hoy —apremia Jamal—. Una niña ha desaparecido.
Mientras le escucha, Nico siente un sudor frío recorrer su cuerpo. Los casos con menores
son los peores.
—Te daré los detalles en persona. Pero te necesito.
Esas palabras son suficientes. Una deuda siempre se paga y conoce a Jamal. Nunca exagera.
—¿Cuándo y dónde?
—Fátima te recogerá. —Y, sin más, Jamal cuelga la llamada.
Nico mira a su mujer, que le pregunta sin palabras. Luego a su hijo, y una profunda
desazón le nace en la boca del estómago y se apodera de él. No sabe qué le deparará
su encuentro con Jamal, pero adivina que le alejará de la paz que buscaban cuando
vinieron aquí.
—Ha desaparecido una niña —aclara.
Estela se acerca al balancín, coge a su bebé en brazos y lo aprieta contra su cuerpo.
6
Unos nudillos golpean con suavidad el ventanal que separa su salón de la calle rompiendo
la quietud. Antes de abrir la puerta, Nico se acerca a Estela, la besa en la frente
y le dice que el árbol de Navidad ha quedado precioso.
—Sé amable, por favor —le pide Estela.
Nico asiente con cierta desgana y abre.
—Hola, Fátima.
La recién llegada, con gestos y palabras cariñosas, posee el arte de convertir en
agradable aquello que no lo es. Es un rasgo que comparte con Estela y una cualidad
que Nico admira, porque no necesitan ser bruscas para demostrar su fortaleza.
—¡Cuánto tiempo! —le besa en la mejilla mientras le felicita por su reciente paternidad.
Luego se dirige a saludar a Estela y conocer al bebé y él se dice que tendrá que practicar
su paciencia antes de que Fátima le lleve a su cita. Solo entonces se da cuenta de
que con ella ha entrado una niña de unos ocho años que se agarra con su pequeña mano
a la falda de su madre.
—¡Oye! —Se agacha hacia ella—. ¿Quién eres tú?
Pero la pequeña hace un mohín de disgusto escondiéndose detrás de su madre y es Fátima
quien contesta por ella:
—Os presento a mi hija Farah. Es la segunda. Quería conocer al pequeño Simón —mientras
dice esto, la invita con un gesto de su mano a acercarse a la mecedora, donde él descansa.
—Qué nombre tan bonito tienes —le dice Estela a la pequeña.
—Significa «alegría» —explica su madre guiñándole un ojo a la niña.
—Tú... —Farah se dirige a Estela algo dubitativa y, con voz infantil, le pregunta—
¿cómo te llamas?
—Estela.
—¿Y qué quiere decir?
—«Estrella de la mañana.»
—Me gusta. —Entonces, olvidando su timidez inicial, concentra su atención en el bebé
y olvida a los demás.
Las mujeres comparten comentarios acerca de la maternidad y también algunas risas
de complicidad. Farah parece desenvolverse bien haciéndole carantoñas al pequeño.
—¡Nico! —Estela le pide que se acerque con un guiño—. Mira qué me ha regalado Fátima.
—En su mano reluce una cadena de oro de la que cuelga algo—. Es una mano de Fátima,
¿verdad?
—Es protectora, ¿sabes? —la otra asiente algo ruborizada—. Es bueno que las madres
la tengamos —mientras dice esto, rebusca en su cuello y extrae con delicadeza una
idéntica que lleva colgada.
—Ven, Nico, ayúdame a ponérmela, por favor.
—¡Yo también tengo una! —La niña salta contenta mientras enseña su tesoro, que reluce
en su cuello.
Nico obedece y, mientras Estela recoge su melena para facilitarle el trabajo, consigue
ajustar los broches y observa cómo reluce el amuleto en su escote.
Las dos mujeres se sonríen ante la atenta mirada de Nico y de la pequeña Farah, que
observa a su madre como si no existiese alguien mejor en el mundo. Inquieto y decidido
a ver cuanto antes a Jamal, Nico se decide a intervenir:
—¿Qué necesita tu marido de mí?
Fátima no responde. Mira a su hija y después a Estela. Esta comprende enseguida:
—Farah, ¿te gustaría quedarte un rato con nosotros y jugar con Simón? Pensaba bañarle
ahora. Tu madre podría recogerte más tarde.
La niña suplica a Fátima y esta sonríe asintiendo. Se despiden y Estela sube la escalera
con su hijo en brazos y con Farah de la mano, como si fuesen ya buenas amigas.
Nico se pone el abrigo, abre la puerta y le cede el paso a ella.
—Sé lo que piensas. —Fátima se detiene un segundo antes de cruzar el umbral—. Y tal
vez he corrompido un poco mi alma, pero mi corazón está satisfecho. —Señala la escalera
por la que Estela ha desaparecido, y añade—: estoy segura de que puedes comprenderlo.
—Vamos, Fátima. Llévame con él.
Mientras cierra, Nico barre con la mirada el salón de su casa y sus ojos se detienen
unos segundos en la estampa navideña de su hogar. Después, la sigue, dispuesto a adentrarse
en el incierto mundo de Jamal.
7
—¿Vas a hablarme de la niña perdida?
—No. Jamal lo hará.
—¿Vamos muy lejos?
—Falta poco.
—La última vez que tu marido requirió mi presencia, sus hombres me cubrieron la cabeza
con una manta para que no pudiese ver el camino —recuerda Nico—. ¿Han cambiado las
cosas?
—La última vez, Jamal no sabía si eras de fiar.
—¿Cuándo me he convertido en alguien de quien un traficante de drogas puede fiarse?
Fátima prescinde de responder.
Nico observa su perfil: la mandíbula recta y erguida, los pómulos prominentes y la
nariz severa. Pestañea y sus largas y negras pestañas, muy maquilladas, se mueven
como si fuesen un abanico. Parece intocable. Le cuesta imaginarla despeinada o vestida
con un sencillo vaquero.
—Sé que piensas que soy distante y altiva.
—No. Solo lo pareces.
—Mis padres huyeron de Marruecos por asuntos políticos, pero no viajamos en patera,
como la familia de Jamal. Somos comerciantes y nos va muy bien. De niña, mi madre
me enseñó la importancia de la imagen. Soy una Baru. Eso, de donde vengo, aún significa
algo —lo dice con cierta nostalgia, y con una de sus manos recorre su semblante—.
Mi actitud me ayuda a mantener lejos a los curiosos y evita que la gente crea que
deseo intimar y que pueden meterse en mi vida.
—Entonces, ¿no te gusta?
—¿Intimar? Solo con algunos. —Sus uñas largas y rojas repiquetean sobre el volante—.
La mayoría pretende acercarse a mí por miedo o por interés, por eso es mejor que desistan
incluso antes de empezar.
—Y ¿qué haces cuando tu marido pasa temporadas escondido?
—Siempre encontramos la forma de vernos. Cuando estoy sin él, me ocupo de mis hijos
y me dedico a añorarle. Eso es todo. Pagamos un precio, pero todo el mundo lo hace.
Muchos soñarían con una vida como la mía. Y yo, en ocasiones, sueño con una vida como
la de ellos.
Pisa el acelerador y aumenta la velocidad.
Se vuelve hacia Nico y él piensa que su rostro es hermoso, pero demasiado duro para
alguien de su edad.
Ella sacude de nuevo las pestañas y le sonríe triste.
***
Después de recorrer varios kilómetros que a Nico le resultan eternos, llegan a un
pequeño pueblo: Regencós. Su nombre luce orgulloso en un cartel de hierro, a modo
de bienvenida. Fátima sigue manejando el monovolumen con precisión y seguridad a través
de las angostas callejuelas que dan forma al pequeño núcleo urbano. Otra indicación
anuncia que se acercan a un restaurante. Ella gira a la izquierda y se adentran en
el camino de tierra que lleva a él.
—¿Acaso me invitas a desayunar?
—Hemos llegado —responde tranquila.
—¿Aquí se esconde Jamal? ¿Esto también es suyo? —Nico está atónito.
—No creerías que solo compraba prostíbulos, ¿verdad? —Fátima tuerce la boca en una
mueca irónica mientras con un gesto ágil toquetea un mando un par de veces y una gran
verja empieza a deslizarse hacia un lado, dejando a la vista un amplio patio con árboles
que proporcionan sombra a una casa. El lugar es bastante bonito.
Dos hombres aparecen por sorpresa como de la nada y se aseguran de inmediato de que
el portón queda bien cerrado. Es fácil adivinar que son esbirros de Jamal. Solícitos,
la ayudan a salir del vehículo.
—Buenos días, señora Baru.
—Buenos días —responde—. ¿Dónde está mi marido?
—En la casa, señora. —El hombre parece casi avergonzado ante la presencia de Fátima
y, una vez más, Nico descubre que las diferencias suelen provocarlas más el dinero
y la falta de él que la raza—. ¿Desea que la acompañemos?
—No es necesario, gracias. Seguiremos solos —dice tendiéndole las llaves del coche.
Obviando la que se supone entrada principal del restaurante, se adentran más allá
de la estrecha puerta por la que ellos han aparecido. Fátima pisa firme con sus tacones
sobre el suelo de un estrecho y oscuro pasillo. Nico la sigue expectante e invadido
por la curiosidad.
—¿Está abierto al público?
—Sí. Y funciona muy bien, por cierto. Mala tapadera sería de lo contrario. Pero permanecerá
cerrado por vacaciones hasta pasado Reyes.
Al fondo del corredor, iluminado apenas por unas tristes bombillas que cuelgan desnudas
del techo, hay otra puerta de roble macizo.
Fátima golpea cuatro veces con los nudillos y esta se abre de inmediato.
Jamal aparece frente a ellos y, sin hacerle ningún caso a él, besa a su mujer y se
esconde con ella tras la puerta.
Oye sus voces, sus susurros en árabe, incluso alguna risa que parece escaparse sin
querer. Poco después reaparecen y, mientras Fátima se abrocha recatada el botón de
la blusa que cubre su escote, Jamal le cuenta algo, de nuevo en su idioma. Por el
tono solemne que han adquirido sus voces, Nico supone que ella ha preguntado por la
niña. Fátima se queda con una expresión triste en su semblante mientras Jamal finalmente
se acerca al recién llegado y le abraza de forma breve, fuerte y algo brusca, como
si más que la alegría de verse, que Nico aún desconoce si existe, estuviesen renovando
el pacto que los mantiene irremediablemente unidos.
—Este par de años te han sentado bien, detective.
Fátima abandona la estancia alegando que algunas tareas reclaman su atención.
8
—Imagino que sigues sin beber. —Enciende un pitillo y estira sus piernas, acomodándose.
—Bebo mucho. Pero alcohol, no —corrige Nico, mientras deja que su vista baile un poco
por la estancia, como si de un reconocimiento profesional se tratase: es confortable.
Una alfombra persa cubre el viejo suelo y algunos muebles rústicos intentan proporcionar
a la estancia un aire cálido y casero.
—¡Menudo montaje! —exclama Nico silbando—. Una vivienda oculta dentro de un restaurante.
¿Es tu casa ahora?
—Eso pretende Fátima. Que mientras yo esté aquí, al menos, lo parezca. Y créeme que
lo consigue.
—Seguís formando un buen equipo.
—¿Equipo? ¡Qué tontería! —Jamal tuerce su boca en una sonrisa—. Ella es mi vida.
Nico da varios sorbos a su refresco mientras espera a que él entre en materia. A pesar
de sus sentimientos ambivalentes hacia él, le alegra verle bien y en forma. Esa es
la verdad.
—Cumpliste tu palabra, Nico. —Jamal expulsa el humo intentando evitar que este envuelva
a su invitado. Es un detalle—. No me delataste.
—Y nunca lo haré.
—Aunque sospecho que el comisario Narváez siempre lo ha sabido.
—Héctor es perro viejo. —Nico levanta los hombros como si su anfitrión acabase de
decir una obviedad.
—¿Insistió mucho? ¿Te acosó?
—Solo lo justo para quedar bien. Marina era su ahijada y tú hiciste lo que debías.
Él nunca, jamás, se hubiera saltado la ley, pero creo que, en cierto modo, se alegró
de que tú y yo lo hiciésemos.
—Y no te olvides de Quiroga.
—Nunca lo hago. —Nico sonríe ante la mención de ese nombre—. Su silencio fue definitivo
y se lo jugó todo —asegura mientras piensa en Marcos y en las ganas que tiene de verle.
Le resulta tan sorprendente como curioso que sus más próximos aliados sean un narcotraficante
y un policía a los que no solía tener simpatía.
—Me alegró que contases conmigo aquel día. —Jamal se toma unos segundos y añade—:
muchas veces me he preguntado por qué lo hiciste.
—Por Marina —responde Nico rotundo—. Porque, aunque muchos sentían dolor por su muerte,
nadie, además de mí, sentía tanto odio como tú.
Satisfecho con la respuesta, Jamal aplasta la colilla en el cenicero y apura su cerveza.
Se levanta ágil. Su altura y su delgadez le convierten de modo natural en alguien
elegante. Vestir de negro, sin estridencias, es su marca. Ni cadenas de oro, ni cinturones
llamativos ni excesos de ningún tipo: solo ropa pulcra, ajustada y oscura. Su muñeca
luce, como único pero suficiente signo de riqueza, un reloj de alta gama de esfera
grande y correa de piel tostada. Lleva el pelo peinado hacia atrás con esmero, ni
demasiado corto ni demasiado largo, y barba de tres días. El cabronazo impone, reconoce
Nico para sus adentros.
—¿Vamos al grano? —propone revolviéndose impaciente en la silla.
—Voy a presentarte a Farid. —Jamal saca unwalkiede un cajón y masculla unas palabras en árabe. Luego se vuelve hacia Nico—. Es él
quien necesita tu ayuda.
Oyen llamar a la puerta con cuatro golpes secos, tal como hizo Fátima un rato antes.
Jamal recorre la sala y la abre. Entra un hombre de mediana edad, más bien bajo y
de barriga prominente. Sus cejas negras parecen una sola y de un cinturón bien ajustado
bajo la tripa cuelgan pequeños utensilios de jardín y un guante amarillo. El otro
lo sostiene en la mano.
Jamal le hace un par de preguntas en su idioma y cuando el hombre niega con la cabeza,
abatido, le rodea los hombros con el brazo en plan condescendiente y paternal. Le
acompaña hasta una silla que está junto a la de Nico y le invita a sentarse y hablar,
sin más rodeos.
—Este es mi amigo, el detective privado Nicolás Ros. Es de fiar. Quiero que le cuentes
todo, Farid. —Entonces se dirige a Nico—: este es Farid, el encargado del mantenimiento
y..., en fin, hombre de confianza donde los haya. Lleva más de cinco años conmigo.
Le conozco bien.
Nico le tiende la mano y el supuesto encargado solo la encaja después de preguntarle
a su jefe con la mirada.
—Adelante —manda Jamal.
—Es por mi hija Bashira, señor. —De repente, los ojos de Farid se llenan de lágrimas
y retuerce el guante sin piedad. Nico teme que vaya a romper en llanto, pero Jamal
desaparece un momento y regresa con Fátima enseguida. Ella le ofrece un vaso de agua
a Farid y se coloca tras él, dejando que sus manos de rojas uñas descansen, rozándolos
apenas, sobre los hombros del hombre.
—Shhhh —le susurra—, calma, Farid. El señor Ros debe comprender con detalle lo sucedido.
Si lo necesitas, después lloraremos tú y yo. Pero aún no es tiempo. No pierdas la
esperanza.
—Sí, señora. —Seca sus lágrimas incipientes con el pañuelo que ella le tiende. Una
lágrima moja el guante. Farid mira a Nico para asegurarse de que tiene su atención
y cuando este asiente, continúa—. A mi mujer la contrataron hace un par de años para
la limpieza de un conocido hostal y restaurante en la Gola del Ter, ¿conoce la zona?
—Por supuesto.
Nico piensa en todas las veces que ha recorrido en bici con Estela esos caminos, los
bosques y los arrozales hasta llegar a la inmensa y agreste playa de dunas de arena
blanca, para acabar tumbándose al sol cerca del pequeño delta donde muere el río Ter.
Lo que más le gusta de la Gola son los drásticos cambios de aspecto según las estaciones.
En invierno, muestra su cara más fantasmal cuando es invadida por la bruma o las crecidas
del río que provoca el furioso viento de levante.
De pronto y sin previo aviso, un antiguo recuerdo se cuela en su memoria reciente
y ve el cuerpo de Marina, apretado contra el suyo, escondidos los dos entre las dunas
de esa playa. Se paraliza. Inspira despacio, procurando que el aire entre de forma
silenciosa en sus fosas nasales y que nadie se dé cuenta de la angustia que habita
ahora en su interior. Pero es demasiado tarde.
—Señor. —Farid le mira asustado—. ¿Está usted bien?
—Todos tenemos nuestros demonios, Farid. —Fátima contesta por él. Porque ha comprendido—.
El señor Ros está ahora peleando con los suyos. Pero enseguida se le pasará.
—Sí, Farid. —Nico tose un poco para disimular y, ante la escrutadora mirada de Jamal,
responde—: Estoy bien y conozco muy bien la zona. Continúe, por favor.
—A veces, cuando hay vacaciones escolares como ahora, el dueño del restaurante le
da permiso a mi mujer, Anisa, para llevar a la cría. Bashira es una buena niña y no
molesta —explica Farid despacio.
—Claro que sí. —La voz de Fátima suena dulce.
—Ayer, Anisa se llevó a la niña porque nadie podía cuidarla. Tiene solo diez años,
no puede quedarse sola en casa todo el día y, en el restaurante, le dan de comer gratis.
Son amables con ellas. Hubo mucho trabajo, porque se acerca la Navidad, y mi esposa
terminó muy tarde. Las habitaciones del hostal estaban todas ocupadas y tuvo que limpiarlas
y después ayudar un rato en la cocina y preparar las mesas para la cena. No terminó
hasta las siete y media de la tarde y, aunque hacía rato que no veía a nuestra hija
y era noche cerrada, estaba tranquila porque suponía que Bashira jugaba con los gatos
o estaba en la cocina con el personal. —Baja la cabeza para que no sean testigos de
su vulnerable humanidad y Nico se mantiene en silencio.
—Vamos, Farid, tranquilo. Continúa —invita Jamal.
Este obedece, mientras el detective procura no perder palabra de las que esa boca
temblorosa desgrana con tristeza:
—Pero no la encontró. Su madre la buscó y la buscó. Después, todos ayudaron. Como
no estaba en el hostal, cogieron linternas y recorrieron los alrededores y también
el camino hasta la playa, bordeando el río, por si... por si acaso. Incluso fueron
hasta el camping vecino, pero nada. Aunque Anisa temía llamarme, tuvo que hacerlo.
Corrí hacia allí con un... con algunos compañeros de trabajo. —Nico está a punto de
añadir que a los secuaces del capo no se les debería llamar así, pero se abstiene—.
Hemos buscado toda la noche y la mañana. Acabo de regresar. Pero ha sido inútil. Bashira
no ha aparecido.
Nico ha vivido y sido testigo de suficiente horror y dolor como para no consolar con
palabras vacías. Observa al hombre y se toma su tiempo. Tal vez así él pueda serenarse
un poco antes de que le haga preguntas tan delicadas como antipáticas. Farid ya no
es joven. Le extraña que tenga una hija de diez años, porque casi podría ser abuelo.
Tiene los ojos enrojecidos y su cansancio huele a miedo. A pesar de su desazón, adivina
lo que Nico está pensando:
—Después de tantos años, creímos que ya no podríamos tener hijos. Pero Alá fue bueno
con nosotros. El médico nos dio la buena noticia: Anisa estaba embarazada. Por eso
mi hija se llama Bashira. Su nombre quiere decir «buenas noticias». Eso fue ella.
—Comprendo. Debe de haber sido difícil buscar en la Gola por la noche —reflexiona
Nico en voz alta, recordando la inmensidad de la zona—. En la oscuridad, el terreno
puede ser peligroso. Seguro que quedan muchos kilómetros por batir, así que, de momento,
debemos pensar que se ha perdido. —A Nico le cuesta creer sus propias palabras, y
mucho más imaginarse a una niña de esa edad alejándose mucho del hostal de forma voluntaria,
pero es importante que el padre no se venga abajo—. Cuénteme algo de su hija, Farid.
Este asegura que Bashira es una niña normal, con amigas normales y una vida más normal
todavía. También que no tiene enemigos, como sucede a esa edad. Es buena estudiante
y todo el mundo la quiere. Nico, sin dejar de escuchar, se levanta y estira las piernas
caminando un poco sin ton ni son por la estancia. Sobre una estantería, una foto de
Fátima con sus cuatro hijos parece sonreír a Jamal. Se pregunta de forma fugaz si
los echa de menos por verse obligado a permanecer oculto.
—¿Puedo ofrecerte algo, Nico? —Fátima le saca de su ensimismamiento.
—Aceptaría un café. Muy corto y solo. Como sospecho que esto va para largo, voy a
llamar a mi mujer —dice, a ver si le ofrecen un sitio con cierta intimidad.
Leer más