Cuando el Orient Express entró pesadamente en la helada Estación Central de Múnich
(¡y yo recién llegada de Madrid!) para arrojarme al andén y a los brazos de mi expectante
marido, yo era una mujer sin grandes estrategias. Solo sabía que tenía algo menos
de dos minutos para abrigarme, recoger mis diccionarios y mis pertenencias, agarrar
mi billete y encontrar las palabras precisas y perfectas del inglés con las que deshacerme
de mi marido. Sabía que él estaría esperándome, sonriendo, al final del andén, justo
a un paso de distancia del revisor, quizás ofreciéndome ya una de esas salchichas
por las que la estación de Múnich era tan famosa y que él sabía —maldito— que yo adoraba.
No tendría oportunidad de experimentar con la actitud o las palabras. Para entonces
tenía claro que esperar y ver sería dudar, y que dudar sería perder.
En mis cuatro largos años de matrimonio con Frank, ya había desperdiciado demasiadas
oportunidades de liberarme al poner el punto de mira en él. Esta vez debía dar en
el blanco a la primera o él me pillaría.
El chasco de habernos instalado en un par de habitaciones tristemente amuebladas en
aquella deprimente ciudad del norte de Europa, a la que incluso le faltaba el mérito
de ser una capital, me había catapultado al sur. Frank tenía su trabajo; yo tenía
mi nada. Desde luego, Múnich no era lugar para pasar el invierno enjaulada con un
marido posesivo en una de esas casas de la posguerra sin ventanas y a seis manzanas
de la última parada del tranvía; una casa con candados y llaves infinitas, una casera
fisgona y ningún teléfono; con solo becados Fullbright por amigos en un lugar extranjero.
¡Un desperdicio de mi juventud!
—Muy bien, vete a España entonces —dijo él cuando le di la tabarra con lo de mi billete—.
Aprovecharé el tiempo que estés fuera para pulir mi pieza sobre la Cuestión Alemana
ahora que Intersection ha mostrado interés.
Tuve cuidado de no mostrar mi alegría. Él era claramente ambivalente respecto a mi
viaje.
—Intentaré traerte algunos libros de la biblioteca. Quizás podrías aprender algo de
español mientras estés allí. Diviértete; desahógate.
Pero obviamente, si de verdad me había divertido, ¿cómo iba a desahogarme? Me lo había
pasado demasiado bien como para contestar a las cartas que él me enviaba desde todas
las oficinas American Express del sur de Múnich. Tendría que haberlas contestado con
mentiras, y yo quería vivir con transparencia.
Había llegado la hora de ser honesta. Si él me diera la mitad del dinero, desaparecería
de su vida. Podría quedarse con el apartamento y los muebles, nada de pensión alimenticia,
podría terminar el año aquí y esperar a estar en Nueva York para contactar con los
abogados. Un desvío sencillo. Yo iría a... Roma. Le dejaría decidir qué contarles
a nuestros amigos, le daría tiempo para pensar una historia para la familia. Dejaría
que guardara las apariencias como quisiera. Lo mío ya se solucionaría.
Mientras el tren chirriaba lentamente hasta pararse, me eché un último vistazo en
el espejo. Ni bien, ni mal. Estaba perdiendo la capacidad de juzgar ahora que tenía
veinticuatro años. Me alisé el flequillo sobre los ojos, me ahuequé el pelo de la
coronilla, tensé la sonrisa. Tener buen aspecto hacía que todo fuera más fácil. Pero
me sentía anciana: veinticuatro años y casada y ajada, una vieja gloria, como la Miss
América del año anterior. Por favor, Dios, recé, déjame ser guapa al menos hasta que
se me acabe el dinero.
El clérigo de mejillas sonrosadas con quien había compartido cabina dijo «Auf wiedersehen, Fräulein» mientras me extendía su mano regordeta. Esos alemanes estrechamanos.
«Bye-bye», le dije. Les encantaba oírte decir bye-bye. Su parloteo constante en alemán desde que habíamos pasado Nancy había ahuyentado
los ritmos españoles de mis oídos y me había obligado a posponer mis preparativos
hasta el último momento. Y ahora insistía en que yo saliese del compartimento primero,
cuando yo necesitaba cada segundo extra.
—Bitte —dijo él, sujetándome la puerta y esperando.
—Danke —contesté. Y abandonando la última posibilidad de huida, caminé por el andén hacia
la guarida del león.
Ahí estaba el león en persona, tal y como lo había esperado, a un paso del revisor,
sonriendo una vez me hubo visto y llevando consigo una brazada de anémonas. Como si
yo volviera de una escapadita a la hora convenida.
«¡A por él!» Pero mis palabras no estaban preparadas.
«Achtung! Achtung!», resonó el altavoz mientras Frank venía hacia mí y se me adelantaba hablando primero.
«Bueno, déjale —pensé—. Tendré la última palabra: bye-bye.»
—Hola, nena. Bienvenida. ¿Te lo has pasado bien?
Todo sonrisas, me ofreció las flores. ¡Flores! Eran las primeras que me regalaba;
tramaba algo. Una vez, cuando ambos éramos estudiantes, había recogido un puñado de
ranúnculos con el que amarillear nuestras barbillas. Pero aquello era diferente. Esas
flores eran premeditadas. Qué odioso por su parte traerme anémonas, que me encantaban,
que se abren y se cierran y crecen de una manera tan estridente ante los ojos, como
una película a cámara rápida. Era como si él supiera... Pero de repente me di cuenta
de que por supuesto él no lo sabía. En aquel momento yo lo sabía todo y el catedrático
no sabía nada. Era yo quien tenía la intención de actuar, yo quien tenía ventaja.
Estaba preparada para ejercer todo mi poder, la única clase de poder que tiene una
mujer. Hasta la noche anterior, cuando le había mandado un telegrama avisándole de
mi llegada inminente en el Orient Express, él seguramente me había considerado una
de las desaparecidas o fallecidas; pero ahora pensaba en mí como su mujer que volvía
a casa tras una pequeña escapada. Ni siquiera sospechaba que mi intención era dejarlo
para siempre. Pensaba que le dejaría corregir mi ortografía y enseñarme alemán, que
cocinaría Weisswurst para él y entretendría a sus amigos y exploraría iglesias bávaras mientras él trabajaba,
y que me sentiría halagada por pertenecerle. Ni siquiera sospechaba la verdad. Evité
su beso dándole mi maleta. La dejó en el suelo. Me abrazó, me apretó los hombros y
me plantó un beso marital en la mejilla.
—Bienvenida a casa —dijo tiernamente con la alegría de la posesión, cada sílaba visible
como una nube de vapor en el aire helado de la estación. Sus palabras eran objetos
visibles en el aire. ¿Dónde estaban las mías?
No podía evitar que me temblasen las rodillas. ¿No se daba cuenta de que estaba hecha
polvo? Tendría que haber sido fácil soltar la verdad abruptamente. Entonces ¿por qué
resultaba todo tan turbio? Quizás porque sabía que Frank creía exactamente lo que
quería creer, ni más, ni menos. No le gustaba la mierda, aunque la mierda fuera abono.
—Dios, te he echado de menos. ¿Por qué no me escribiste? —preguntó. Pero, por supuesto,
no podía dejar que contestase a una pregunta tan peligrosa. Rápidamente añadió—: ¿Qué
te ha pasado? —cambiándome de activa a pasiva.
Cómo deseaba poder decirle que no me pasaba nada, que era yo la que «estaba pasando»,
fuera verdad o no. Cómo deseaba poder decirlo...
—Ha pasado mucho. —«Ahora. Díselo ahora.» Pero el altavoz me interrumpió con sus Achtungs y perdí el valor.
—Estaba preocupado por ti. ¿No recibiste mis cartas? Te escribí a todos los sitios
que se me ocurrieron. Bueno. Ya has viajado. ¡Espero que eso se haya acabado! Espero que estés bien desahogada. Ahora que estás de vuelta, no te
perderé de vista nunca más. Dios, te he echado de menos. —Un tren que arrancaba en
ese momento ahogó sus palabras. Me apretó el brazo y gritó—: ¡Venga! Vayamos a por
unas salchichas y así me cuentas tu aventura. Ten, cógelas. —Finalmente consiguió
que yo cogiera las flores y agarró mi maleta.
¿Por qué todo lo bonito que él hacía por mí era un soborno o un favor mientas que
mis actos de generosidad con él eran un deber? Trataría de esquivar mis revelaciones
con salchichas, comprar mi silencio con anémonas. De reojo, le observé brincar demasiado
alegremente por la estación mientras cargaba con mi maleta, sus largas piernas corriendo
por delante de él como si tuvieran que llevarlo a algún lugar importante, y sabía
que sería cuestión de un instante hasta que se me ocurrieran las palabras adecuadas,
las palabras con las que le diría la verdad. Usaría sus palabras, su vocabulario vaporoso.
—Frank. Espera. Antes de que vayamos a por las salchichas, tengo que decirte algo.
—¿Qué? —me preguntó sonriente.
Siempre sonriendo. Ni siquiera dejó mi maleta en el suelo o aminoró el paso para escuchar
lo que tenía que decirle. Parecía no acordarse de que durante mi estancia fuera, no
le había escrito una sola carta.
—Te fui infiel, Frank. —Me aparté el flequillo de los ojos con indiferencia—. En Madrid.
No movió un músculo, ni siquiera para dejar de sonreír. Pero yo sabía que le había
impactado. Podía proseguir, sabía que las palabras vendrían con facilidad. Cuán mejor
es decir la verdad que intentar ocultarla. Después de aquello estaba segura de que
lo único que me mantendría allí serían las formalidades y lo harían durante un período
muy corto, como quien hace tiempo después de un funeral. Luego sería libre de irme.
Pero no me la jugué. Solemnemente, oficialmente, dije:
—Sé cómo te sientes. Sé que es el final de lo nuestro.
Ahora le tocaba a él.
Sí, me había oído. Comenzó a aminorar la marcha. Finalmente, dejó de andar. Se quedó
mirándome, cogiendo y dejando mi maleta en el suelo, como si tuviera un tic. Se quedó
un rato con la boca abierta, dejando que la verdad se filtrase. Se limpió una mano
en el abrigo. Después saltó con su respuesta automática y simple:
—¡No! —Suavemente al principio, subiendo el volumen en ínfimos incrementos de decibelios
después—. ¡No! ¡No! ¡No!
Lo conocía lo suficiente como para identificar cada uno de ellos. Qué variedad de noes, sustituidos de vez en cuando por un sinónimo o una paráfrasis: «No lo hiciste»,
«No te creo», «No podrías hacerlo». Un torrente de negativas. Los noes me regalaron
un instante más para odiarlo. «¡Escúchalo!», me dije a mí misma triunfante, justificándome.
Pero lo cierto es que no había tiempo para eso, y, además, justificarse sería una
trampa. No, simplemente necesitaba exprimir mi ventaja e irme.
—Sí —le susurré, insegura del efecto que iba a causar en él—. Sí —repetí suavemente
entre bocados en el puesto de salchichas de la estación, cuidadosamente, intentando
suprimir el tono de triunfo. Pero ahí estaba, en el mostrador que había entre nosotros,
ordinaria como las anémonas, nuestra disputa matrimonial básica: «¡No!». «¡Sí!» «¡No
te dejaré!» «¡Debería!» «¡Es una mentira!» «¡Es la verdad!» «¡No lo hiciste!» «¡Sí
lo hice!»
Infiel. Era una palabra que él podía entender, un concepto que podía manipular, una palabra
clara, abstracta, inteligible, que implicaba orden. Orden violado, pero orden al fin
y al cabo. Aunque él se tapaba la cara con las manos mientras yo terminaba mi último
bocado de salchicha, sabía que estaría bien cuando yo me fuera. Se estrujaría las
manos y les diría a nuestros amigos «Me fue infiel», y creería en mi corrupción y
en su pureza. Y después se buscaría otra esposa.
—No me dejas opción. Se acabó, ¿sabes? —me amenazó.
—Lo sé —dije, aceptando el envite.
Me miró fijamente, frunciendo el ceño y mordiéndose el labio inferior de la manera
en la que lo hacía cuando trabajaba, y después se arriesgó a preguntar:
—¿No te importa?
Una pregunta desesperada. ¿Qué podría decirle? Pobre hombre, pero era él o yo.
—Supongo que ya no te quiero. Ya no te pertenezco.
Bueno, al menos era verdad. Miré mi cerveza. Después de que transcurrieran un número
prudente de segundos, di un trago. (Si hubiera sido antes, él habría dicho «¡Deja
la jarra y escúchame!».)
—¿Acaso no te lo he permitido todo? ¿Cómo has podido hacerme esto? ¿Por qué?
Hacerle. Me encogí de hombros.
—¿Por qué tuviste que hacerlo?
Hacerlo. Era tan escurridizo como el esperma. No, no. ¡Me negaba a defenderme!
—No tenía que hacerlo. Me apetecía.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé. Supongo que porque no había ninguna razón en contra.
—Yo soy la razón en contra. Porque estás casada conmigo. Porque hiciste una promesa.
Me prometiste que no lo harías —dijo resoplando. Resoplido, resoplido.
Técnicamente, lo había prometido. Pero bajo protesta. Ahora él me perdería por un
tecnicismo. Se lo había prometido solamente porque él había insistido. Para calmarlo.
Mentiras.
—Pero no tenía por qué haberte contado lo de Madrid, ¿no? —dije—. Así que la promesa
no era realmente una razón para no hacerlo, ¿no? Solo era una razón para no contártelo.
—Bastante cierto, sí. Al menos prometiste no contármelo. Pero me lo has contado. Y
ahora es demasiado tarde. ¿Por qué tenías que decírmelo? Desearía borrarlo y olvidarlo.
—Escondió la cara entre las manos de nuevo.
¿Habría sido desagradable por mi parte señalarle la frecuencia con la que leía mis
cartas a y de mis amigos por encima de mi hombro? ¿Quería enterarse o no quería? Fui
generosa y no dije nada.
—Te lo he dicho porque sé que volverá a pasar. Porque no me dejas respirar. Volverá
a pasar y te enterarás. ¡Odio las mentiras!
Se sonó la nariz resoplando con fuerza. Me dio vergüenza. Los orificios de la nariz
se le llenarían de venas rojas y el cuello de venas azules. ¿Iba a seguir con todo
esto en la estación de tren? En la radio, alguien cantaba una canción de la Dietrich:
Ich bin von Kopf bis Fuss auf Liebe eingestellt
Und das ist meine Welt, und sonst gar nichts.
—Si no te importa, me gustaría ir a casa —dije sacando mi espejo—. Tengo mucho que
hacer. Me siento como si no me hubiera bañado en un mes. Intentaré estar fuera de
aquí en uno o dos días, tres como mucho. ¿Te parece bien? —Mi aspecto era peor de
lo que debería; tenía que ir al médico. Guardé el espejo y me levanté.
—Primero tendremos que hablar un poco —respondió él tratando de recomponerse.
—Vale. Podemos hablar si quieres.
Era lo mínimo que podía hacer. Se quedó mirando fijamente más allá de mi cabeza, con
la mirada perdida, sin decir nada. Empecé a andar hacia la salida. Sabía que él me
seguiría. Dejó algo de dinero sobre el mostrador y me alcanzó, agarró mi maleta con
una mano, y las anémonas, que yo había olvidado, con la otra. Llegó a tiempo de devolverme
las flores y abrir la puerta. En bordillo de la acera, me cogió del codo con firmeza
y me guio a través del tráfico demencial de Múnich hasta la estrecha marquesina en
la que paraban los tranvías. Sin olvidar en ningún momento mi papel y el suyo. Pero
bueno, de todas formas, yo estaba demasiado cansada como para que me importase; dejaría
que me protegiese del tráfico; Múnich era una ciudad muy fría y hostil.
En la marquesina, Frank puso en orden su ingenio.
—No tienes pinta de cambiada —dijo con una sonrisa leve.
—Por favor, no hablemos de mi pinta. He estado enferma. Una de las cosas que tengo
que hacer antes de irme es ver a un buen médico alemán.
—¿Qué te pasa?
—No lo sé exactamente. Vi a un médico en Madrid, pero no me ayudó. Estos doctores
católicos...
—¿Qué te dijo?
—Algo sobre hormonas. Y me dio unas pastillas. Las tomé durante un tiempo, pero ahora
me da miedo seguir tomándolas. Creo que es una locura jugar así con las hormonas,
¿no te parece? Solo espero no estar embarazada —dije riendo y apartándome el pelo
de la frente.
—¿Embarazada? —Parpadeó.
—En realidad es muy improbable; siempre uso el diafragma. Es solo que no me vino la
última regla. Pero eso podría ser por muchos motivos.
Miró alrededor para ver si alguien estaba escuchando nuestra conversación.
—¿Cómo has podido? —susurró. Como si alguien allí pudiera entendernos y le importase.
Todos los que estaban apretados en la estrecha marquesina de cemento se esforzaban
por ver qué número de tranvía era el que se estaba aproximando o intentando evitar
que el viento les diera en la cara. Nadie nos prestó la más mínima atención.
Un tranvía número cinco frenó detrás de un número seis y paró con las campanas tintineando.
Frank dejó mi maleta y sacó la cantidad de pfennigs necesaria. El conductor picó dos
billetes metódicamente en varios sitios y nos hizo una señal para que subiéramos dándole
un empujón a la maleta.
Asentado en la parte trasera del coche, Frank me miró con dureza.
—Lo habías planeado —dijo.
—¿El qué?
—Te llevaste el diafragma. Estabas planeando serme infiel.
Ay, Dios.
—Para nada.
—Por supuesto que sí. No mientas.
Me negué a contestar. Aún estaba reservándome la última palabra. No era verdad que
lo hubiera «planeado» en el sentido en el que él lo decía, pero si fuéramos al fondo
de la cuestión, ¿cuál era la diferencia entre haberle dejado dos meses antes o hacerlo
ahora? Pobre catedrático, confundido, preocupado por la pregunta equivocada.
—Nunca voy a ningún lado sin él, como tú y tus gafas de repuesto. Todos tenemos que
cuidarnos. Pero eso no es planear nada.
No respondió. Quizás ni siquiera me oyó.
El tranvía dio un frenazo y me lanzó contra Frank. Nuestras miradas se encontraron
un instante y vi que la suya estaba llena de odio. ¿Era ese el odio del león enfrentándose
a su domador o a su presa? Algo había salido mal. Miró hacia otro lado rápidamente.
Durante el resto del trayecto se mantuvo en un silencio sepulcral hasta que llegamos
al final de la línea. Ni una palabra. Pero su silencio no me engañó. Ya había visto
el odio. Sabía que no debía bajar la guardia ni un momento o él estallaría. De pronto
sentí miedo.
Cuando el tranvía paró al final de la línea, emprendimos nuestra ardua caminata a
través de las calles llenas de nieve hasta la triste casa en la que vivíamos. Yo llevaba
las anémonas y Frank llevaba mi maleta con la cabeza inclinada por el peso de sus
acusaciones.
¡Cómo se atrevía!
—¿Qué esperabas? —grité.
Pero la única respuesta que obtuve fue el pum-pum de mi maleta contra su pierna.
¿Por qué tenía tanto miedo? ¿Acaso no era libre? Me juré salir de ahí. Rápido.
Me di cuenta demasiado tarde de que tendría que haber ido a un hotel, vi demasiado
tarde que la distancia entre las camas no era suficiente. Incluso en una cama separada
su ego me atraparía.
Traté de mantener la calma durante la conversación, pero Frank no lo hizo. Lo vi todo:
primero me hablaría de principios y luego me insultaría. Y si la discusión no iba
por donde él quería, cambiaría de postura y latinearía, exagerando sus consonantes
y subestimándome. Ya estaba susurrando:
—¡Calla! ¿Quieres que Frau Werner se entere de lo que eres? —y yo, perdiendo el control,
le grité:
—¡Me importa una mierda lo que piense Frau Werner! ¡O lo que tú pienses! ¡Me importa
lo que pienso yo! ¡Y lo que pienso es que voy a dejar esta casa, este país y a ti
y a Frau Werner!
—¡Cállate, puta! ¡Zorra! ¡Zorra egoísta y castradora!
«¡Los insultos que usan! Dios mío —pensé—, ¿cómo he llegado hasta aquí?» Esperaba
que fuera fácil. ¿Acaso él no me había amenazado mil veces con dejarme si le era infiel?
¡Hablando de engaño! Eran sus palabras las que no valían. Siempre insistiendo en que
un trato era un trato. ¿Y qué pasaba con su parte del trato? No debería haber quedado
nada: mi confesión y castigo, una dilación del cuello y un raspado de útero rápidos,
hacer las maletas, vuelta al Orient Express y fuera de allí. Si no, el tiempo pasaría
y malgastaría el dinero. No tenía más dinero o tiempo que gastar en él. Me negué a
escuchar sus insultos. No dejaría que me manipulase con sus ataques y sus broncas.
—Estás intentando hacer que te eche, pero no lo voy a hacer —amenazó—. Sigo siendo
tu marido. Tengo derechos. Si quieres dejarme, tendrás que hacerlo tú. No puedo detenerte,
guarra, pero no te voy a ayudar. ¡Ni un céntimo! ¡Ya puedes irte a zorrear por toda
Europa!
Decidí no contestar. No necesitaba su permiso, claro, pero ¿para qué hacer hincapié
en eso? El dinero de la beca Fullbright era suyo, pero el resto era mío, ganado en
trabajos de nueve a cinco que él nunca habría aceptado, aunque estuviera más que dispuesto
a vivir de ellos. Puede que después de un buen descanso estuviera más calmado y razonable.
Le pregunté a Frau Werner si podía darme un baño aunque no nos tocase usar la bañera
esa noche. Dijo que por supuesto, que ella lo prepararía. Me quité la ropa y, mientras
alcanzaba la toalla que ella me había dejado en el pomo de la puerta, Frank se adelantó,
tiró la toalla fuera de mi alcance, por poco se tropezó con las anémonas y me quitó
el sujetador. El león levantó su garra. Mientras el sujetador colgaba sobre mis hombros,
metió las manos debajo y empezó a acariciarme los pechos.
—¿Qué crees que estás haciendo? —Quería aplastar sus dedos de mosquito y meterme en
la bañera, pero dudé. Había algo desesperado en su respiración rápida en mi nuca y
me dio miedo pelear.
—Me perteneces. Eres mi mujer —murmuró en mi cuello, proclamando su fuerza y mi deber
al mismo tiempo.
—Para —dije. Intenté apartarlo de mis hombros, pero se aferró, pellizcándome los pezones
con las yemas de los dedos. Empecé a luchar en serio. Su aliento en mi nuca me puso
muy nerviosa—. Por favor, Frank. No es justo.
—«Por favor, Frank. No es justo» —se burló—. ¡Zorra!
Intenté mantenerme calmada. Él estaba muy enfadado. Papito. Mientras dudaba si clavarle
las uñas en las muñecas, me empujó sobre una de las camas y me sujetó las muñecas
por encima de la cabeza con destreza. Se sacudió las gafas con un movimiento de cabeza
y estas cayeron al suelo. Me vi a mí misma como si fuera la víctima de un cómic, ahogándome
con mi propio sujetador, que daba sacudidas alrededor de mi cuello, y sentí el impulso
casi incontrolable de echarme a reír. Pero Frank parecía tan indefenso sin sus gafas,
con los ojos llorosos y desenfocados, que, zorra o no zorra, intenté no reírme de
él. Controlando el impulso de ser cruel, dije: «¡Voy a gritar!».
—Pues grita —masculló. Y sujetándome ambas muñecas con una mano y sin apenas desvestirse,
se preparó para violarme.
No había salida. Apenas podía controlar la risa. Intenté pensar en otras cosas. Me
pregunté si Frau Werner estaría escuchando al otro lado de la puerta y si la bañera
se desbordaría.
—¡No! ¡Te arrepentirás! —grité, solamente para darle el gusto e intentando no sonreír,
y, al final, mientras Frank ignoraba mis deseos y sus besos empezaban a hacerme unas
cosquillas insoportables, dije—: ¡Por Dios, Frank, al menos deja que me quite el sujetador
y me ponga el diafragma!
Pero nada.
—Olvida el diafragma —contestó él, y acompañados de mi risa ya incontenible, hicimos
nuestro último viaje.
Bueno, ¿y qué? Lo había hecho un montón de veces. ¿Qué más daba una más? Me iba a
largar en breve, así que él podía hacer lo que quisiera. Yo aún tenía reservada la
última palabra.
Dos días después, cuando los pétalos de las anémonas comenzaban a caer, la última
palabra seguía donde siempre: en reserva. Aunque durante toda mi vida había intentado
armarme de palabras finales, nunca había sido capaz de decir adiós sin tener un «hola»
preparado para el siguiente tío. Incluso de niña, la idea de pasar sola una noche
de sábado me provocaba tal ansiedad que salía con cualquiera con tal de tener una
cita. De hecho, a partir de octavo, sin importar cuánto ensalzara la libertad, nunca
fui capaz de estar más de cuatro meses seguidos sin al menos un hombre con el que
contar, dos hombres en muchas ocasiones, por si uno salía corriendo. En la escuela
lo llamaban «loca por los chicos», en el instituto, donde todo se aceleraba, «obsesa
sexual». Para mí era un seguro de vida.
Si tuviera la certeza de que sigo siendo guapa, pensé, marcharme sería fácil. Si hubiera
estado segura de ello en España, a lo mejor no habría vuelto a Múnich. Quizás le habría
enviado a Frank una carta larga y me habría quedado en Madrid, o si no, me habría
hecho con un buen espejo y un buen médico y habría ido directa a Italia. Pero la realidad
era que sabía que mi buen aspecto se estaba desvaneciendo. Cuando me miré en el espejo
del cuarto de baño de Frau Werner, bajo una luz decente, mi reflejo me horrorizó.
¿Era la máscara del embarazo? ¿O algo peor? Había una pelusa pálida, casi imperceptible,
encima de mi labio superior, que no estaba ahí cuando vivía en América y que probablemente
me había salido por las hormonas que había tomado en España. Necesitaba curarme. Si
no podía deshacerme de ella o si se extendía, estaría acabada.
El engreído de Frank no se dio cuenta de nada. Para sus ojos miopes, yo seguía siendo
tan bonita como siempre; ese era su poder insidioso sobre mí. Por la forma en la que
me agarraba del brazo con orgullo cuando estábamos en público y echaba un vistazo
alrededor para ver si alguien nos miraba, sabía que aún pensaba que era guapa. Quizás
debería haberme sentido agradecida, como una drogadicta cuando consigue un chute,
pero me molestaba. No es que me anduviera con remilgos a la hora de intercambiar mi
aspecto cuando no había nada más que intercambiar, no. Solo que necesitaría un arreglo
y después otro, y lo que yo quería estaba fuera. Era imposible ser más joven. Mis
oportunidades de irme empeorarían el siguiente año. Me exasperaba estancarme con Frank
por culpa de mi epidermis defectuosa. Era una cobarde.
Sin duda, había provocado un desastre. Ahí estaba, con toda mi determinación anterior,
aún en Múnich. Seguía pensando que si pudiera encontrar un hombre desinteresado que
me llamase guapa, quizás podría creérmelo y así armarme de valor para irme. Ya que
el aspecto lo era todo, mi único recurso, necesitaba estar segura. La palabra de Frank
no era suficiente. El resto de mi valía, que había cultivado minuciosamente durante
mi juventud, yacía abandonada en algún lugar, a medio formar e inundada por el matrimonio,
y a mis veinticuatro años era demasiado vieja y estaba demasiado asustada para volver
atrás y reclamarla. Mis promesas estaban rotas y me lo estaba jugando todo a una carta.
Hubo un corto periodo de tiempo durante el que no supe que era guapa. En la escuela
secundaria, justo después de la guerra, tuve evidencia de ello. Pero incluso entonces,
ser guapa importaba tanto que siempre sospechaba que se me estaba pasando el arroz,
como un tacaño que cuenta su riqueza cada noche y se levanta por las mañanas creyendo
que es pobre. Los espejos no me decían mucho: todo lo que veía cuando me miraba en
uno era a mí misma. El yo que había examinado en el espejo de mi habitación cuando
era una niña fibrosa con coletas y dentuda que ansiaba ser guapa, la misma a la que
Beverly Katz había maldecido con envidia en la escuela secundaria («¡No puedes pretender
salirte con la tuya siempre! ¡Un día lo pagarás!»), la misma que se depilaba tontamente
en un hotel sórdido de Madrid la noche anterior de mi regreso a Múnich. Siempre tenía
que estar interpretando la imagen que el espejo me devolvía y, por eso, siempre buscaba
mi reflejo en la mirada de los demás.
A mediados de la Gran Depresión, cuando cumplí cinco años, mi familia se mudó a Baybury
Heights, en Ohio, a uno de los barrios con casas de armazón de madera y ladrillos
repletos de terrenos vacíos y manzanos. Mis brazos eran lo suficientemente largos
como para llegar a las ramas de abajo y enseguida adquirí la costumbre de subirme
a los árboles. Pero incluso entonces, cuando era una marichico que vagaba libre, anhelaba
ser guapa. Todas las chicas lo anhelábamos.
«Sasha la trepadora», me llamaba mi padre mientras yo desayunaba a toda prisa para
poder correr por el bosque que había detrás de nuestra casa. Flaca y ágil, escalaba
los troncos con facilidad, y pasé mi primer verano ahí, entre las ramas verdes y sobre
el musgo que había debajo. Todos los niños eran capaces de subirse a los manzanos,
pero solo yo lograba trepar hasta lo alto del Árbol Espía, un abedul largo y esbelto,
y ver, en los días despejados, el único rascacielos de Cleveland, el Terminal Tower.
—¿Puedes verlo? —me preguntaba mi hermano desde abajo.
—¿Está nublado o despejado? —gritaba Susan McCarthy, que vivía en la casa de al lado.
No les quedaba más remedio que fiarse de mi palabra. Me llevaba la comida a la casa
del árbol acompañada de los niños McCarthy. Después de comer, si los chicos me dejaban,
jugaba a fútbol americano en nuestra calle tranquila o a patear latas con todos los
del barrio.
Marichico o no, el tiempo que estaba en casa lo pasaba vistiéndome con la ropa de
mi madre y aplicándome pintalabios y pintaúñas con las demás chicas. Había un colibrí
en la malvarrosa de detrás de nuestra casa, la cosa más delicada y bonita que hubiera
visto jamás; quería ser como él. Aunque me doliera cuando mi madre me peinaba el pelo
cada mañana antes de ir a la escuela, merecía la pena tener trenzas en las que colocar
lazos bonitos que combinasen. Rezaba para que los lazos no se me ensuciasen cuando
trepaba Auburn Hill hasta la escuela, pasando por delante de los chicos que esperaban
en los solares vacíos para arrojarnos nieve o barro, dependiendo de la estación.
Al empezar la escuela aprendí que debía elegir entre los lazos y los árboles, y que
si elegía los árboles, tendría que pelear por ellos. Los árboles, al igual que las
colinas, pertenecían a los chicos.
Antes y después de la escuela, los chicos recorrían el área del colegio y se hacían
con los campos de pelota, el huerto de manzanos, la pista de patinaje y la «Montaña»,
donde jugaban al «rey de la colina» mientras nosotras nos quedábamos en el patio de
cemento, a la sombra del edificio de la escuela. Allí jugábamos a juegos de chicas
bajo la mirada atenta de los profesores. Podíamos saltar a la cuerda, tirar pelotas
de goma, practicar trucos en los barrotes que había en el anexo del edificio, jugar
al matatenas o hacer pompas de jabón; todos ellos juegos seguros, fiables y en ocasiones
gozosos que los chicos despreciaban porque nosotras jugábamos a ellos. Lo mejor de
todo era el intercambio de cartas.
Al sonar la campana, los chicos corrían hacia el campo pasando por delante de nosotras,
que sacábamos nuestra colección de cartas, separábamos los mazos, quitábamos las gomas
que las mantenían sujetas a nuestras muñecas, nos las enseñábamos y empezábamos el
intercambio: una pareja de un par de gatitos a cambio de un caballo o de Pinky; un
par de loros a cambio de un baterista y un barco. Nuestra colección no se parecía
en nada a las absurdas cartas de béisbol de los chicos, que eran expresamente fabricadas
para coleccionarlas y te tocaban con el chicle. Nuestro repertorio estaba hecho con
cartas de verdad, como las de los adultos, cada una de ellas única, rescatada de barajas
rotas, las cuales valorábamos por el encanto de los dibujos que tenían en la parte
de atrás. Me encantaba mi colección, aunque por ser nueva fuera una de las menos impresionantes
de la escuela. Tenía algunas series de cuatro, una pareja bastante habitual (aunque
también tenía un nada desdeñable número de Shirley Temples), pero había al menos una
carta en cada categoría, y, como la vida misma, mi colección tenía un futuro prometedor.
No había una carta lo suficientemente rara como para no hacerse un hueco en mi interminable
y versátil compilación. Me gustaban todas.
Y como mis cartas, yo también era versátil. Aunque durante el verano y en mi calle
había vagado libre, yendo al bosque y a las puntas de los árboles, en mis primeras
semanas en la secundaria aprendí a quedarme en mi sitio sin queja alguna, en las escaleras
o a la sombra de la escuela. Aprendí lo que era masculino y femenino.
—Id al patio, chicas. Hace un día precioso —nos instaba la señorita Hess cuando nos
quedábamos intercambiando cartas en las escaleras durante el recreo. O—: ¿Por qué
no jugáis a pillapilla? Necesitáis hacer ejercicio.
Pero éramos más sensatas. Sabíamos que acercarnos a los campos de pelota, o ponernos
detrás de la portería o cerca de la canasta de baloncesto o entre los árboles frutales
o alrededor de la Montaña, o cerca del estanque de patinaje, eran expediciones extremadamente
peligrosas, aunque fuéramos en grupo. Ese era el territorio de los chicos y todo el
mundo lo daba por hecho. A pesar de las incitaciones y las garantías de la señorita
Hess, sabíamos que si íbamos allí, en cualquier momento un par de chicos o tres o
más podrían aburrirse de sus juegos e ir a por nosotras con sus artimañas. Si veían
a una chica en su territorio se sentían libres de: pegarle en la barriga, encerrarla
en el cobertizo, o no dejar que se bajara de un árbol, o atarla al mástil, o azotarle
las piernas con juncos, o perseguirla hasta el barranco, o mirar debajo de su vestido,
o ponerle la zancadilla, o escupir agua sobre su cara, o tirarla al barro, o golpearla
«sin querer», o taparle la nariz y la boca con una mano, o tirarle del pelo o golpearla
con bolas de nieve, o «lavarle la cara» con nieve, o revolverle los libros, o arrancarle
la ropa, o desperdigar sus cartas, o gritarle palabras obscenas, o tirarle piedras,
o salpicarle el vestido de barro, o invitarla a jugar bajo falsos pretextos, o simplemente
pegarle, o escupirle o retorcerle el brazo en la espalda o no dejarle beber agua de
la fuente.
Y no solo eran los matones como Mel Weeks o Bobby Barr los que nos hacían esas cosas;
todos lo hacían tarde o temprano, algún chico le hacía algo a alguna chica cada día.
Lo hacían para divertirse. Lo hacían para ponerse a prueba. Lo hacían porque nos odiaban.
Si alguna vez era un chico el que recibía, era de parte de otro chico, nunca de una
chica. El terror era unidireccional, y todos los chicos deseaban, aunque fuera en
secreto, ser tan poderosos y temidos como lo eran los matones.
Aprendimos a no contarle nada a Mrs. Hess. La única vez que le fui llorando, con el
vestido rasgado después de que Bobby Barr me hubiera tirado de un manzano, ella me
abrazó y me consoló con un mensaje doble:
—Lo sé, cariño, son una panda hostil. ¿Por qué no juegas con las chicas?
Solo había una cosa que hacer para las chicas: permanecer en la sombra. Prudentemente,
cambié el fútbol, los árboles y el caminar sola a la escuela por «cosas de chicas»
admisibles, hasta que, antes de cumplir diez años, acepté sin cuestionar nada, como
todo el mundo, que el odio de los chicos hacia nosotras era «normal». Al igual que
los niños Cortney no jugaban conmigo porque era judía, los chicos no lo hacían porque
era una chica. Así eran las cosas. Como nuestras cartas intercambiables, solo éramos
valoradas en nuestro sitio y entre las de nuestra clase. De hecho, desde el momento
en el que nos echaron de los árboles para enviarnos a la casa de muñecas en la guardería,
nuestros movimientos y esfuerzos habían sido constantemente delimitados, nuestros
anhelos tolerables tan limitados, que la única huella que podíamos dejar era en nosotras
mismas. Al empezar el tercer curso, al igual que todas las chicas de Baybury Heights,
me di cuenta de que solo había una cosa por la que merecía la pena preocuparse: ser
guapa.
Cuando Estados Unidos se sumió en la Segunda Guerra Mundial, la grieta entre chicas
y chicos se hizo abismal. Mientras ellos aprendían a detectar aviones enemigos, lanzando
la flota estadounidense en el recreo y desplegando pelotones en el estanque de patinaje,
nosotras, a las que la guerra nos aburría como a ostras, leíamos revistas cinematográficas
ávidamente, hacíamos álbumes de recortes, nos uníamos a clubs de fans y planeábamos,
si la guerra se alargaba lo suficiente, convertirnos en azafatas de la marina. En
vez de coleccionar cartas (cada vez eran menos las que disponían de tiempo para jugar
a las cartas, y, al igual que otros lujos, estas empezaron a desaparecer), coleccionábamos
el papel de aluminio que había en los envoltorios de chicle, en los de las chocolatinas
y en los paquetes de cigarrillos, que también empezaron a escasear hasta que, como
el gato de Cheshire, acabaron por desaparecer. Vivíamos de las mieles del patriotismo,
aceptando en silencio el consuelo de la época: «Qué duro».
—¿Qué es duro?
—La vida.
—¿Qué es la vida?
—Una revista.
—¿Dónde la consigues?
—En el ultramarinos.
—¿Cuánto cuesta?
—Diez céntimos.
—Solo tengo cinco.
—Qué duro.
—¿Qué es duro?...
Mi padre, un abogado resolutivo, tomó asiento en el centro de reclutamiento para que
nuestra familia tuviera acceso a la prestigiosa B-card, que nos daba derecho a una
ración de gasolina extra al mes. Todas las semanas se ponía su casco de guardián antiaéreo.
Mi glamurosa madre liaba sus propios cigarrillos con tabaco que había conseguido mendigando,
nos servía sustitutos de carne sin rechistar y montó un acogedor refugio blackout en el sótano de nuestra casa con todas las comodidades que teníamos arriba. Llegó
a organizar una «fiesta blackout».
Los noticieros de la radio eran tan numerosos y aburridos como los anuncios; hasta
mi queridísimo Hit Parade era constantemente interrumpido por los boletines informativos
y los anuncios repentinos de bombas y aterrizajes. En la escuela competíamos por curso
o por género para recolectar, ordenar, apilar y reciclar periódicos viejos, revistas,
latas de hojalata aplastadas, tubos de dentífrico, bolas de papel de aluminio, neumáticos
de goma, trapos, ropa vieja (para los rusos), bienes enlatados y chatarra. (Las chicas
raramente ganábamos.) El antisemitismo fue tabú por un tiempo. La vida cambió de mil
maneras, pero aunque la guerra distraía mucho, lo que cambió mi vida por completo
fue el horroroso aparato dental que me pusieron a finales de la primavera de 1942,
coincidiendo con la Batalla de Midway.
Hasta que me pusieron la armadura dental, tenía la reconfortante palabra de mi madre
contra la del resto del mundo para asegurarme de que yo era guapa. Aunque me sentaba
a inspeccionarme en el espejo triple a todas horas, no podía decidir si creer a mi
madre o al resto. Escudriñaba mis facciones una por una y después todas a la vez,
tratando de responder a la que por aquel entonces era nuestra biblia, «Las preguntas
que hacen las chicas», pero siempre acababa más confundida de lo que empezaba.
¿Tu melena tiene cuerpo cuando te la sueltas? ¿Le dices a tu cita a qué hora debes
estar en casa cuando te pasa a recoger? ¿Te cepillas los restos de comida de los dientes
después de cada comida? ¿Evitas el maquillaje pesado? ¿Mantienes una postura recta?
¿Te fijas en que tus rodillas queden cubiertas cuando te sientas? ¿Tienes las mejillas
sonrosadas por naturaleza? ¿Consumes suficiente fibra? ¿Tienes las orejas limpias?
¿Usas solamente joyas sencillas? ¿Te proteges del olor corporal? ¿Te empolvas los
pies? ¿Te arreglas las cutículas? ¿Sabes escuchar?
Discernir mi aspecto físico me era tan imposible como importante. Algunos decían que
era igual que mi madre, la mujer más guapa del mundo; otros, que me parecía a mi padre,
quien, aunque era muy sabio, no era especialmente atractivo.
Una vez puesto el grotesco aparato dental, todas mis dudas desaparecieron. Resultó
obvio que el universo de mi madre, el cual ella no alteró para hacer sitio a mi nuevo
aspecto, era puro prejuicio. Mientras que para ella, que se mantenía ocupada imaginando
el futuro, la llegada de mi aparato dental no hizo más que poner de relieve el eventual
triunfo de mi belleza —ciertamente, me lo habían puesto precisamente por el bien de
mi aspecto— para mí desacreditó el optimismo de mi madre.
Algunas noches, tras un día particularmente horrible en la escuela, después de haber
recibido algún insulto hiriente o desprecio sutil, lloraba sobre la almohada por mi
simpleza. Cuando se lo conté, mi madre se tomó los insultos como algo personal.
—¿Qué sabrán ellos? —me consolaba—. Eso es porque eres la chica más guapa de la clase.
Y cuando le contestaba entre sollozos que no, que era torpe, flaca y despreciada,
me abrazaba y me prometía que algún día, cuando me quitaran el aparato, todos me envidiarían
y se lamentarían.
—Ya verás —me decía mientras acariciaba mi pelo frágil con la mirada puesta en una
imagen futura de mí o una pasada de ella—. Espera y verás.
Quería creerla, pero no me atrevía. Cada noche, antes de acostarme, caminaba hasta
la ventana hastial de mi habitación, que parecía formar un santuario perfecto, y le
pedía a la primera estrella que viera, con una pasión que me ponía de puntillas, ser
guapa. Realizaba ese ritual como si alguien me estuviera observando y pensaba que,
si lo deseaba con la suficiente seriedad, mi vida cambiaría y todos mis deseos se
cumplirían. Mis abuelas, mis profesoras, mis tíos y tías y especialmente mi padre,
me daban ánimos con sus constantes sermones: si no lo consigues a la primera, inténtalo
de nuevo; el trabajo duro mueve montañas; Dios ayuda a quienes se ayudan a sí mismos.
No es que me faltasen precedentes: tanto en el influyente Patito feo, un cuento que siempre conseguía emocionarme, como en La Cenicienta, Blancanieves o Pinocho, había lecciones profundas que aprender. Todas aquellas hijastras e hijas de molineros
y huérfanas que acababan donde yo quería ir lo habían tenido más difícil que yo. Me
obsesioné con las fábulas, buscando una guía. Esopo estiraba su largo y huesudo dedo
a través de los siglos para instruirme en la prudencia mientras que del estudio de
Hollywood de Walt Disney aprendí a tener esperanza. «Mi príncipe vendrá algún día»,
resonaba en mis oídos, aunque se me atascara en la garganta. Desde que entreveía la
primera estrella de la noche hasta que terminaba mi ritual de los deseos, no pronunciaba
ni una palabra; pero juntando las manos como una católica rezando para añadirle dramatismo
a mi honestidad, convocaba a una especie de hada azul de pelo rubio y ojos azules,
vestida con un elegante vestido de satén para que se materializase.
—Estrellita, estrellita, la primera estrella que vea esta noche, me concederá un deseo.
Creía que un día ella aparecería ante mis ojos, pasando del tamaño minúsculo de una
estrella lejana a tamaño real, que aterrizaría sobre el alféizar, estiraría el brazo
con su varita mágica, deshaciéndose de mi aparato dental con un destello que iluminaría
mi oscura habitación y me tocaría suavemente, concediéndome mi deseo. Solo la había
visto una vez, en el Pinocho de Walt Disney, pero creía en mi poder para convocarla. Si al bobo de mi hermano Ben
no le resultaba ridículo verse a sí mismo como un general, desear un pequeño milagro
tampoco lo era. Una vez finalizado el ritual, me quedaba en el hastial hasta que vislumbraba
cinco estrellas más (diez si la noche era clara) y después trepaba hasta mi cama solemnemente.
Si durante los años que llevé aparato hubo alguna señal de que podría llegar a ser
guapa, nadie excepto mi madre se dio cuenta. Desde luego, yo no. Cada mañana, me examinaba
de nuevo en el espejo, esperando los frutos de mis deseos, y cada mañana veía la triste
realidad de mis defectos. Enfrentada a mi reflejo, me estremecía y miraba hacia dentro.
Esas franjas de acero que rodeaban mis dientes como si fueran grilletes y cruzaban
mi boca como el puente de Cuyahoga eran mucho más notables, más deslumbrantes que
cualquier otro aspecto de mi expresión. Exhibían obscenamente los restos en descomposición
de la comida del día anterior sin importar lo concienzudamente que me hubiera lavado
los dientes la noche anterior. Monopolizaban mi reflejo por completo. El dolor que
me provocaban en la boca no era nada comparado con el dolor que me causaban en el
corazón.
Por las noches oteaba el cielo en busca de estrellas, durante el día las estudiaba
en el mundo. Al salir de la escuela me apresuraba a casa, donde leía detenidamente
las revistas cinematográficas y cortaba las fotos de las estrellas que me gustaban
para pegarlas amorosamente en mis álbumes de recortes. Como los chicos con su memoria
fotográfica de promedios de bateo y alineaciones, yo me sabía de memoria las películas,
los estudios, las edades, los maridos y las medidas de las celebridades a las que
adoraba. Tenía mi estudio favorito, mi actriz favorita, mi cantante favorita, mi actor
favorito; y, mis preferencias, como las que tenía con las cartas de intercambio en
el pasado, eran sólidas e inexplicables.
Con mis compañeras de clase, jugaba a las adivinanzas de celebridades hasta la hora
de cenar.
—Estoy pensando en cierta estrella de cine cuya última inicial es B.
—¿Es una mujer?
—Sí.
—¿Trabaja para la Warner Brothers?
—No.
—¿Es famosa por sus piernas?
—No.
—¿Su primera inicial es J?
—Sí.
—¿Es Joan Blondell?
—No.
—¿Es Joan Bennett?
—No.
—¿Es Janet Blair?
—¡Sí!
Los fines de semana, mientras me enjabonaba el pelo en la bañera, me miraba en el
espejo durante largos momentos mágicos, con los rizos recogidos al estilo de Joan
Fontaine o Alice Faye mientras el agua de la bañera se enfriaba alrededor de mis canillas.
Después me aclaraba el pelo y dejaba que cayera débil una semana más, volviendo a
mi pobre yo de la bañera tibia. Era imposible escapar de mí misma durante mucho tiempo.
Puse toda mi fe en el milagro. Durante la noche, le pedía el deseo de ser guapa a
mi estrella, y durante el día se lo pedía a los pétalos del diente de león. Les pedía
deseos a las pestañas caídas, a los algodoncillos, a los meteoritos, a las velas de
cumpleaños, a los coches con un faro fundido, a las espoletas, al aire. Buscando alguna
señal del milagro que estaba por llegar, me echaba las cartas y dibujaba profecías
en las hojas de té. «Hombre rico, hombre pobre, mendigo, ladrón, médico, abogado,
comerciante, jefe: solo una belleza podría pescar a uno de los deseables.» Examinaba
la palma de mi mano, el horóscopo. Evitaba pisar las grietas, desfloraba margaritas,
tocaba madera, ponía los cubiertos alineados, susurraba sílabas mágicas y hechizos.
Comía gelatina para que se me endurecieran las uñas y masticaba zanahorias para que
se me rizase el pelo. Cruzaba los dedos, me mordía la lengua, aguantaba la respiración
y deseaba incondicionalmente la única cosa en el mundo que importaba.
Y de repente, en agosto de 1945, mientras los chicos de Baybury Heights se extasiaban
con el impacto de la bomba atómica y las chicas de mi clase preparaban sus armarios
para el encuentro inminente con la escuela secundaria, justo en la víspera de mi entrada
en el nuevo mundo, el hada azul, esa dama encantadora, se manifestó. Me quitaron el
aparato y el mundo fue mío.
El tema es que cuando me miraba en el espejo de Frau Werner no sabía seguro cuál era
el problema. Los síntomas de mi enfermedad eran huidizos. No había nada tan dramático
como un grano, sino un reflejo mucho menos prometedor que aquel al que estaba acostumbrada:
más cansada, más vieja. Incluso la pelusilla de mi labio superior solo era visible
esporádicamente, dependiendo de mi ánimo y de la luz.
Todo había empezado en España, creo. Fui para sentirme realizada como mujer y volví
preguntándome si me estaba convirtiendo en un hombre. Después de unas pocas dosis
de hormonas, mi cuerpo me estaba jugando malas pasadas, tal y como lo hizo durante
la pubertad, y yo no podía hacer más que sentarme y mirar. Dejarse bigote a los veinticuatro
era un asunto serio, no me sentía preparada para llevar una vida de hombre. ¿Necesitaría
electrólisis? ¿Estaban disminuyendo mis escasamente adecuados pechos? ¿Debería comprarme
un sujetador con relleno? Si un puñado de pastillas artificiales de hormonas podían
transformarme así, ¡qué no haría un embarazo! Nunca jamás tendría un bebé. Era injusto
que la más mínima alteración de mi química pudiera arruinarme de por vida. Mi vigésimo
quinto cumpleaños se acercaba rápidamente, debería tener otros cinco años para prepararme
para la vejez. Pero al ritmo al que me estaba deteriorando, podría no tener ni cinco
meses más.
Ojalá mi «desequilibrio hormonal» no fuera más que un ataque de inseguridad grave.
Pero no, en España había tenido síntomas tangibles aparte de mi aspecto. Algo había
pasado. No me había venido la regla, hacer pis me dolía y tenía incontinencia. A mi
edad, mojar los pantalones no podía atribuirse a la inseguridad.
—Me tienes que encontrar un médico, Manolo. Tengo que hacerme un test de embarazo.
—Sí, sí. La semana que viene vamos a Madrid.
—No puedo esperar hasta ir a Madrid. ¡Tiene que haber un médico en uno de estos pueblos!
¡La gente tiene bebés en todas partes!
Nuestra vida era tan descuidada que la tarea más sencilla era imposible de hacer.
Siempre era «la semana que viene en Madrid». Sin programa, ni disciplina ni hacer
turismo desde que viajaba con el pequeño Teatro Clásico Español. Tres semanas de nada
más que comer, beber, follar, flamenco y ponernos ciegos, robando una hora de sueño
de vez en cuando mientras Manolo ensayaba o estaba en escena. Ni bañera ni correo.
Si escribía cartas, no había sellos. Todos mis planes para nada. La indecisión y el
desasosiego me estaban volviendo loca. Siempre pensaba «debo irme mañana», pero al
final era incapaz de hacer las maletas. Era una mala vida para mí.
Cuando me fui de Múnich para probar mi independencia y absorber España, pensé que
nada malo podría pasarme allí. Me atiborré de historia y de arte español, leí libros
de viajes y el Quijote de Frank, preparándome para hacer del viaje una Experiencia y una oportunidad. Si
podía arreglármelas sola, pensé, dejaría a Frank; pero si tras un mes descubría que
no podía ingeniármelas, me resignaría para siempre a ser la típica esposa que se queda
en casa. Un plan sencillo y económico: lo peor que podía pasar era que disfrutaría
de un mes en el sur y después volvería a la casilla de salida, igual que antes.
No fue así. No pude arreglármelas sola. Ni siquiera fui capaz de enviar una carta
o de visitar el Prado. Pero si era capaz de sentir por un hombre lo que sentía por
el extraño Manolo, ¿cómo podría volver a mi deprimente marido? El compromiso era una
cosa, la hipocresía, otra. No podía quedarme en España, ni volver con Frank, ni sobrevivir
sola. Eso me dejaba sin nada. Nada.
Manolo era imposible: minaba mi voluntad y encima me ponía enferma. Llevaba una vida
en la que yo no podía participar más que como espectadora. Cuando mis síntomas no
mejoraron, lo fastidié con que me debía buscar un médico. Sus intenciones eran nobles,
pero tenía la memoria de un niño. Como nunca nos quedábamos más de dos noches en un
mismo pueblo, siempre nos tocaba irnos antes de que Manolo decidiera actuar. No fue
hasta que hube mojado cuatro camas de cuatro pueblos distintos que, aparcado en la
ciudad mediana que era Valladolid, Manolo accedió a buscarme un médico.
—He encontrado un médico, Sasha. Tenemos que llevarle tu pis.
Le salté encima.
—Manolo, amigo, amor. Gracias, gracias. —Ya estaba casi en la puerta, arrastrándolo conmigo.
—Tendré tiempo de llevárselo después de cenar. Ahora tengo hambre —dijo dando una
palmada sonora y frotándose las manos.
Comíamos todos juntos alrededor de una larga mesa de madera en la pensión que la compañía había reservado. Dieciséis personas, como una familia. La comida era
tan larga como la mesa. Sopa de primero, después, huevos, luego pescado, luego arroz
con pollo, a continuación unas hojas de ensalada, todo digerido con un montón de pan
y vino. El Teatro Clásico Español parecía no saber de la existencia del agua. Y, para
terminar, las suaves natillas doradas que habitualmente daban por finalizadas todas
las comidas españolas: el flan.
Después del flan, me excusé y subí las escaleras para mear en un bote. Cuando volví
a la mesa, todos estaban empapados de los seductores ritmos del flamenco, acompañando
el falsete menor agudo de Pepe y el sensual baile con palmas y castañuelas de José María y Tonio. Por supuesto que Manolo no abandonaría la mesa.
Sirvió más vino y se golpeó la palma ahuecada de la mano derecha con los dedos de
la izquierda, al estilo flamenco.
—Tenemos tiempo para ir al médico. Te lo prometo —dijo. No tuve más remedio que ponerme
a dar palmas yo también.
Eran la música y las comidas, extrañamente exultantes y solemnes al mismo tiempo,
las que dotaron de ceremonia a nuestra inconexa vida. Las comidas siempre empezaban
en silencio, como si el tablón sin pulir o los suelos de arcilla de las habitaciones
en las que nos reuníamos fueran piedras de una catedral, y siempre terminaban con
la pasión del flamenco, una comunión. Todos me enseñaron a comer huevos rompiendo
las yemas con pan, a beber vino de una bota, a dar palmas, zapateando y aplaudiendo más y más rápido hasta que la música explotaba en un frenesí.
Ya casi era la hora de ir al teatro cuando de pronto Manolo se acordó del médico.
—¡Dios mío! ¡El doctor! ¡Venga! —gritó, saltando y vaciando su copa de vino. Aunque, por supuesto, era demasiado
tarde y nos fuimos al teatro.
Fundido a negro. Una callejuela con un camino de adoquines enlodado de un pueblo castellano
pobre, cinco minutos después de la hora del estreno, sobre la que caminan tres figuras:
dos en tacones de aguja, cojeando en busca del Teatro Principal, que parece no existir.
La figura del centro está borracha y es la actriz principal, escoltada por un joven
español que se parece a Marlon Brando de joven y por una chica americana que está
demasiado lejos de casa. La actriz lleva consigo un bote lleno de orina. La calle
está llena de niños que chillan y corren. La actriz principal balbucea algo sobre
su corazón; el bote, que no tiene tapa, lo salpica todo de pis, incluyendo a la actriz,
que, creyendo que es vino, lo agarra.
El Joven Marlon Brando: ¡Puaj! (lanzando la botella a una alcantarilla).
—Bueno, no importa. El médico ya se ha ido a casa y mañana por la mañana la compañía
se va del pueblo para siempre. Habrá otros pueblos, más pis.
En Palencia por fin fuimos al médico. («¿Palencia? Le mandaré una postal a Frank y
así creerá que estoy en Valencia, justo a tiempo.» Nos echamos unas risas, pero nunca
llegué a enviar la carta porque no fui capaz de acabar de escribirla.) El médico nos
dijo que no estaba embarazada. Su diagnóstico fue que tenía una inflamación debido
a un exceso de sexo y me recetó unas pastillas grandes y blancas y abstinencia. Mientras
permanecía sentada al otro lado de la mesa del médico, temerosa, Manolo me iba traduciendo
sus palabras con orgullo, frase por frase, dejando que el doctor admirara su inglés
y sus cojones. Un joven actor muy bien dotado.
Tomé las pastillas, pero Manolo, que vivía en un exceso continuo, no practicaba la
abstinencia. «Oh, mi amor, ¿te hago daño? Nunca quiero hacerte daño. Lo siento muchísimo», decía horrorizado
con su barriga moviéndose sobre la mía. Pero no podía separarse de mí. Cada vez que
yo me enfadaba y amenazaba con largarme, él se ponía a brincar en la cama riendo y
agarrándome, en ocasiones me retorcía el brazo o me daba una torta provocadora hasta
que le prometía que me quedaría. Y entonces volvíamos a hacer el amor. Una vez me
robó el pasaporte, amenazándome con romperlo hasta que prometí no irme. Siempre le
acababa perdonando. Pensaba que lo hacía porque necesitaba que me quedara igual que
yo lo necesitaba a él.
Me apenaba necesitarlo, me asqueaba saber que había tirado por la borda mi Gran Oportunidad
cinco minutos después de llegar a España. ¡No era capaz de apañarme sola ni cinco
minutos! Me pegué a la diversa tropa del Teatro Clásico Español cuando se subieron
a bordo del tren que cruzaba la frontera con Francia. Cuando Manolo, Verónica, Pepe
y José María irrumpieron en mi compartimento con una guitarra y unas castañuelas,
pensé que serían mis primeras vistas españolas. Musicales, como en una película. Pero
después de que Manolo, que era tan joven como yo y mi tipo físicamente, empezara a
practicar su inglés conmigo, no pasó ni media hora hasta que supe que todo lo que
él tenía que hacer era pedirme que me quedara y yo no bajaría en Madrid. Quizás el
amor a primera vista siempre sea desesperación. Aunque me las daba de aventurera,
sabía que no era más que una cobarde. Inútil sin un hombre. Cuando el tren arrancó
en la estación de Madrid unas horas después, me recosté en el lujoso asiento, bajo
el cuidado de Manolo. Nos dimos la mano hasta que Madrid y todas sus maravillas turísticas
parecieron tan lejanas como Múnich. «¿Qué más da si veo Madrid ahora o lo hago más
adelante?», pensé. Me quedaba por ver toda España. ¿Acaso no era mejor hacerlo acompañada
de nativos, música española y amor español?
No era, tal y como había esperado, ninguna paria. De hecho, aquellos que no me aceptaban
como a un miembro más de la compañía creían que era una especie de famosa. Estaba
en una clase aparte, demasiado extraña como para necesitar una explicación, demasiado
rara incluso como para quitarme el anillo de casada. Los americanos aún éramos una
rareza en la España de los años cincuenta, especialmente las americanas que viajaban
solas, y yo estaba protegida por el leve glamour de ser la norteamericana loca. Era la asombrosa criatura que conocía a alguien que conocía a alguien que conocía
a Tennessee Williams. Para Manolo era algo más: como un magnate invitado; era poderosa,
rica, cosmopolita. Una mujer excepcional, como sus ídolos Ava Gardner o la Pasionaria.
Tan eminente como un hombre.
Mi fama tenía ventajas. Como americana excéntrica podía, por primera vez en mi vida,
ser tan desenfrenada como quisiera en la cama. Podía dirigirlo todo a mi propio placer,
y Manolo se esforzaba mucho por complacerme.
—¿Te gusta eso? ¡Bueno! ¡Lo haré toda la noche!
Me acariciaba entera durante horas y horas, o me besaba exactamente donde quería y
durante más tiempo del que le pedía mientras permanecía tumbada y le dejaba; mis pechos
no le parecían demasiado pequeños, sabía exactamente cuándo entrar en mí, dejaba que
yo tomara las riendas, que marcara el ritmo, negándose a parar a no ser que se lo
pidiera. En una semana, tenía más intimidad con Manolo de la que había tenido nunca
con ningún hombre; en parte por la libertad que las barreras lingüísticas imponían,
y en parte también por la cantidad de horas que pasábamos en la cama, pero, sobre
todo, por primera vez en mi vida, era tan persona como mi hombre. Éramos como marcianos
el uno para el otro, inconmensurables y, por lo tanto, iguales. Los estándares normales
no servían conmigo, una criatura aparte, una marciana-americana que traía sus propios
estándares. No me preocupaba por cómo me veía Manolo; no sentía la necesidad de esconderle
las imperfecciones de mi cuerpo; una marciana-americana era más que guapa para él,
que estaba ciego de amor. Nadie dominaba a nadie: dábamos vueltas el uno alrededor
del otro, juntándonos para nuestro baile. No había juegos que jugar ni roles en los
que encajar; ni rivales ni adversarios, éramos dos criaturas explorándonos mutuamente.
Todo valía.
—Dime guarradas —me ordenó mientras me montaba.
—No sé ninguna —reí.
—En inglés. Hazlo en inglés. Yo lo haré en español y tú en inglés. Después veremos.
Era demasiado ridículo como para ser humillante. Yo era una persona nueva, importante.
Nos dijimos guarradas hasta que su erección se disolvió con nuestras risas y nos dormimos.
Cada día, después de la copa de la compañía, hacia las tres de la mañana aproximadamente,
Manolo y yo nos metíamos en la cama, llevándonos vino, mis Lucky Strikes, la marihuana
española a la que él llamaba «yerba» y mis diccionarios. Y empezábamos a hablar. Manolo
quería saberlo todo sobre mí y sobre América. Le hablé sobre todo de Nueva York, por
la que él sentía pasión, pero también hablamos sobre España, sobre Franco, sobre la
Iglesia, el demonio, la gente de la compañía, Broadway, las palabras, mi marido, la
prometida de Manolo, María, los precios, las prostitutas. Me enseñó canciones españolas
y yo le enseñé canciones inglesas. A veces, Pepe, Pilar y Tonio venían a nuestra habitación
y se sentaban en la hundida cama con nosotros para las clases de canto. Todas las
habitaciones eran de todo el mundo. La noche siguiente, marchábamos por las polvorientas
calles del pueblo con una multitud de niños cantando nuestras canciones detrás de
nosotros. Pepe nunca pudo aprender a pronunciar la jota de «Jingle Bells» al igual
que yo nunca supe pronunciar la «y» de «oye».
—Sasha, oye —decía acaparándome esperanzado mientras el resto se preparaban para las risas—. ¿Yyyyyyingle bells?
—No, Pepe, oye. JJJJJingle bells.
Una vez Manolo y yo nos retirábamos a la cama, no había idea o tema al que renunciáramos
por falta de vocabulario. En vez de eso, desgastábamos los diccionarios. Manolo se
ponía mis gafas de leer sobre la nariz y atacaba las páginas del diccionario hasta
que daba con los significados. Maldecía en alto si no encontraba la palabra que buscaba
y después intentaba buscar una sustituta. Nuestro inglés no paraba de mejorar, mientras
que mi español siguió siendo inexistente.
—Espera a que estemos en Madrid —decía él—. ¡Allí verás un diccionario!
Nos despertábamos a la hora de cenar y Manolo iba directo a la jofaina que había en
un rincón de la habitación, donde anteriormente una criada vestida con una levita
negra había dejado una jarra de agua fresca. Cogía la pesada jarra y vertía un largo
chorro sobre de su pelo negro soltando un grito burlón. Yo me levantaba para lavarme
más decorosamente, echando el agua en una palangana primero y de ahí a mi cara. Él
solía reírse de mis extrañas maneras marcianas, pero en ocasiones me copiaba como
yo lo copiaba a él. Ninguno de los dos sabía lo que era la vergüenza, aunque a la
criada, que me miraba mientras yo yacía despatarrada y desnuda sobre Manolo a media
tarde, solo le parecía, para diversión nuestra, que la malvada era yo.
Semana tras semana de uno o dos polvos nocturnos, largos días en la cama, saliendo
a tomar el aire únicamente por las noches, horas y horas de enseñarles canciones campestres
a Pepe, Pilar y el resto de la tropa, noches en las que encontraba el lugar en el
que los gitanos cantaban en los abruptos límites de los pueblos castellanos, noches
de hacer el amor sin fin, sin parar de corrernos, todo resultaba muy romántico en
retrospectiva o en una carta, pero en el momento era extremadamente insano. Estaba
suspendida en España como una marioneta: sin voluntad, sin bañarme, sin beber agua,
sin ropa interior limpia, sin luz del día. Empecé a abandonarme y después languidecí.
No tenía nada más que hacer que pegarme a ellos. ¿Ayudar a montar los escenarios?
No tenía energía. ¿Escribir una obra de teatro? No tenía disciplina. ¿Aprender español?
No había necesidad. Le enseñaba inglés a Manolo, pero cuando llegaba la hora de que
él me enseñara castellano, hacíamos el amor. La compañía actuaba un par de veces todas
las noches, una a las nueve y otra a medianoche, y se acostaban al amanecer. Sin saber
castellano, ir a las obras me resultaba demasiado aburrido. Pero tampoco podía leer
en la oscuridad. Los pueblos en los que actuábamos casi nunca aparecían en las guías.
Rara vez tenían iglesias interesantes que visitar, y si las tenían, nos íbamos antes
de que pudiera verlas. La España sobre la que había estudiado estaba tan lejos como
Frank. La oficina de correos nunca estaba abierta cuando nosotros estábamos despiertos.
¿Y qué más podía hacer en España aparte de escribir cartas y ver iglesias?
Era una inútil. Apenas había diferencia entre aprender español y ayudar a montar los
escenarios o reorganizar los muebles o hacerme un nuevo peinado, o comprarme un vestido,
dar una fiesta, tener un bebé. Se suponía que el amor debía ser suficiente, pero este
ni siquiera era capaz de sustituir el hacer turismo.
Si no hubiera existido la promesa de ir a Madrid, quizás habría reunido el valor para
marcharme. Comprobé el horario de trenes e hice las maletas varias veces, pero siempre
había un «la semana que viene en Madrid». Y Manolo.
Viajamos por toda Castilla durante más de un mes antes de que Verónica anunciara que
finalmente iríamos a Madrid. La sesión de espiritismo que Pepe realizó esa noche lo
confirmó.
—Ahora —proclamó Manolo, proyectando la voz hacia el cielo—. ¡Te enseñaré Madrid!
¡Conocerás España por fin!
Todo el tiempo de espera merecería la pena. Nos bañaríamos, pasearíamos por las anchas
avenidas «tan grandes como las de París», nos sentaríamos en los lujosos parques,
comeríamos el famoso marisco que los camiones llevaban a Madrid cada mañana desde
la costa para deleitar a la población de gustos exigentes. Haríamos turismo por las
iglesias, los palacios, los museos.
—Ahora verás —dijo Manolo levantándome en brazos.
El primer día en Madrid me di un baño y Manolo consiguió una moto en una casa de empeños.
Después de eso, se quedó sin dinero. Ni siquiera para la gasolina.
Mientras estábamos de gira, la compañía había cubierto los gastos de su cama, su pensión
y los billetes de autobús o tren de pueblo a pueblo (yo siempre había pagado lo mío,
claro), y él solo había necesitado dinero para comprar vino, cigarrillos y hierba.
Pero en Madrid, a no ser que se alojara con su familia, necesitaba dinero para vivir,
y desgraciadamente su sueldo era tan escaso que habría necesitado el trabajo de tres
actores para poder permitirse vivir conmigo una semana. Yo no tenía problema en pagar
lo mío, como lo harían los marcianos, pero él sí lo tenía. Aun así, se había gastado
todo su sueldo en una noche, comprándose una moto y enseñándome los garitos a los
que solía ir. No le quedaba más remedio que aceptar mi dinero.
Eso lo arruinó todo. Según sus estándares de honor, ya no éramos una pareja. Él se
tuvo que enfrentar a mi dilema.
Reservamos un hotel barato cerca de la estación de ferrocarril. Se daba por hecho
que yo lo financiaría todo. Después recorrimos la ciudad en moto a toda velocidad
y Manolo iba nombrando las vistas. Mientras pasábamos zumbando por el Prado, rodeábamos
el Palacio Real y brincábamos a través de la bella Plaza Mayor, donde, sabía por los
libros, estaba el lugar en el que Fernando e Isabel habían tenido su corte, Manolo
me iba gritando los nombres de todo. Era inútil; incluso Madrid estaba fuera de mi
alcance. Miraba, pero solo veía una ciudad tentadora desvaneciéndose a cincuenta millas
por hora. Aunque no me quejé, Manolo notó mi decepción, incluso se ofendió. Sin la
compañía de teatro no éramos más que un madrileño pobre y una turista rica aprovechándonos el uno del otro.
Empezamos a hacernos daño como los hombres y las mujeres normales y corrientes. Manolo
se enfurruñaba y se negaba a bañarse conmigo. Me inquieté y planeé hacer turismo sin
él. Con la higiene restaurada, deseaba más que nunca ir al Prado, al Palacio Real,
a la capilla de Goya, a una corrida de toros. Ahora que mi orina estaba bajo control,
quería salir temprano por la mañana, con una guía turística y un itinerario, y regresar
para bañarme a la hora de cenar. Aunque peleásemos, no podía irme. Temíamos que, de
romper el hechizo, aunque solo fuera por un día, descubriríamos sentimientos que no
queríamos admitir. Con la esperanza de recuperar lo que teníamos cuando estábamos
de gira, nos quedábamos en la cama con nuestro vino y nuestros diccionarios hasta
que nos entraba hambre; entonces nos íbamos a una cafetería o corríamos por las calles
de Madrid en la moto. En dos meses no había visto nada más que las tonalidades beige
polvorientas desde la ventana de un autobús. Nada de los pueblos y las ciudades más
que el interior de hoteles baratos. Ni un solo museo. Cuanto más tiempo me quedaba
allí, más urgentemente necesitaba irme. Pero nuestros esfuerzos nos arrastraban más
y más profundamente a nuestros dilemas, como si fueran arenas movedizas, y nos aferrábamos
el uno al otro.
Una noche, en un bar bien iluminado de la Puerta del Sol, donde la compañía se reunió
para planear la siguiente gira, llegó la gota que colmó el vaso. Después de que pidiéramos
el vino y yo pagase, Manolo me miró fijamente y dijo:
—¡Sasha! ¡Te están saliendo mostachos! ¡Oye, Pepe! —gritó—. ¡Ven a ver los mostachos de Sasha!
En aquel momento no mostré ninguna emoción, pero cuando llegamos al hotel esa noche,
hice el equipaje.
—No te vayas, por favor —dijo Manolo, sentado discretamente en la cama mientras me
miraba llenar las maletas.
—Tengo que irme.
—Por favor, quédate.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Ya sabes por qué. Mi marido me está esperando. Y quiero ir a Italia. —«Hipócrita»,
pensé.
—Quédate hasta el jueves. Veremos todas las atracciones. Mañana a las diez de la mañana
iremos al Prado. El jueves iremos a El Escorial. Hay cigüeñas sentadas en las chimeneas.
Te lo juro por mi madre. Te llevaré allí. Por la Virgen. El jueves. Ya verás. Por
favor, no te vayas.
Pero era en vano. Debía irme.
En el tren, Manolo se sentó frente a mí en el sombrío compartimento hasta el último
momento y nos agarramos las manos que ya se estaban convirtiendo en recuerdos.
—Escríbeme. Iré a Italia si dejas a tu marido —dijo—. O quizás en invierno vaya a
verte a Nueva York.
—Vale —sonreí. Lo habíamos planeado muchas veces—. Te mandaré mi dirección en Roma.
—Pero sabía que los escasos pasaportes que expedía Franco estaban fuera del alcance
de Manolo.
El tren se puso en marcha.
—Adiós —dije, aferrándole las manos a través de la ventana del compartimento.
—Adiós.
Nos miramos hasta que fuimos manchitas en la lejanía. Al menos, me consolé mientras
el tren se adentraba en las colinas, nunca más volveré a estar sujeta a semejante
escrutinio.