PUNTO DE PARTIDA
«No sé si mi historia es importante.» Esa fue la frase que más veces oí de las personas
con las que me senté a hablar para construir este libro. La decían justo antes de
empezar la conversación, dudando de que sus vivencias fueran a aportar algo a este
diálogo colectivo. Yo también dudé durante muchos años de que mi experiencia fuese
importante. Claro que nuestras historias lo son, pero nos han hecho creer que no y
nosotros lo hemos asumido así. ¿Cómo no va a ser importante decirles a tus padres
que eres lesbiana en medio de una carretera después de una boda a la que tu novia
no ha podido ir? ¿Cómo no va a ser importante cruzar un océano porque en tu país te
habían secuestrado y amenazado de muerte por ser una mujer trans? ¿Cómo no va a ser
importante que tus compañeros de instituto te hayan acosado durante años o que te
hayan llevado a terapia por tu orientación sexual? ¿Cómo no va a ser importante que
nadie te dijera que tu bebé era intersexual antes de que le operaran sus genitales?
Hemos crecido oyendo insultos como«maricón», «marimacho»y «travelo»mientras nuestro entorno hacía bromas sobre orientación sexual e identidad de género
y recibíamos noticias de palizas. Hemos asimilado que nuestra existencia era negativa
y que despertaba odio en los demás. Hemos alcanzado la edad adulta pensando que éramos
menos. Hemos interiorizado que nuestras realidades son menos relevantes, menos aptas,
secundarias, mínimas, inservibles; en definitiva, invisibles. ¿Cómo no vamos a quitarles
validez a nuestras propias historias si hemos aprendido durante toda la vida que somos
motivo de rechazo? Nos han hecho naturalizar la violencia que sufrimos, como si fuera
normal que nos tuviera que suceder algo malo por ser gais, lesbianas, bisexuales,
trans, intersexuales, etcétera.
El 24 de agosto de 2018 el movimiento #MeQueer estalló en España. Twitter se llenó
de denuncias y de casos de discriminación por ser una personaLGTBI+. Elhashtagfuetrending topica las pocas horas y en solo un día se registraron más de 40.000 tuits. El impacto
hizo que saltara a Latinoamérica y que, como si se tratase de un seísmo, se replicara
en países como México, Argentina, Venezuela, Paraguay y Colombia. Unos días antes,
el 13 de agosto, el escritor alemán Hartmut Schrewe lo había iniciado de forma espontánea.
Dos semanas después, el #MeQueer sumaba más de 110.000 mensajes en todo el mundo.
Al igual que Hartmut, cuando escribí el primer tuit jamás se me pasó por la cabeza
que se desataría un tsunami de vivencias tan inmenso. Aquel día decidimos romper en
las redes nuestro silencio, nuestro dolor y nuestra vergüenza. Aquel día, también,
muchas personas escucharon por primera vez lo que para nosotros, nosotras, nosotres
es nuestro día a día: sentir odio por no ser heterosexual ni cis.De ese rugido comunitario y de ese abrazo digital nace este libro.
España está a la cabeza de los países de la Unión Europea con mayor aceptación de
los derechos de las personasLGTBI+.Tenemos una ley estatal que garantiza el matrimonio homosexual y que nos permite adoptar,
una ley estatal de identidad de género y diferentes leyesLGTBI+y trans autonómicas que amplían la protección a otros ámbitos. Sin embargo, este avance
en el marco legal no ha ido acompañado de un avance en el marco social. Nos podemos
casar y las personas trans pueden cambiar sus datos en el Registro Civil, pero nos
siguen pegando palizas por la calle, sufrimos acoso en las aulas, nos someten a terapias
de conversión como si estuviéramos enfermos, tal y como hacía la dictadura franquista;
las personas trans siguen teniendo dificultades para acceder a un puesto de trabajo
y siguen necesitando un informe de disforia de género, seguimos teniendo miedo de
expresarnos libremente en ciertos espacios... Y esta discriminación se agrava y se
vuelve interseccional si hablamos de personasLGTBI+migrantes, racializadas, con menos recursos económicos y/o con algún tipo de diversidad
funcional.
La violencia que sufrimos las personasLGTBI+en España es sistemática, crónica e histórica. La violencia que recibimos viene de
partidos políticos, instituciones religiosas, jefes, compañeros de clase, compañeros
de trabajo, padres, madres, conocidos y desconocidos. La violencia sigue estando ahí.
Sigue repitiéndose. Sigue haciendo su camino. No se corta. No se frena. No se detiene.
Este libro pretende ser un lugar para encontrarnos, para valorarnos y para reconocer
que nuestras vidas sí importan y sí son valiosas. Es un lugar para todas las personas
a las que no nos han dejado hablar y nos han hecho sentir que teníamos que estar calladas
con la cabeza agachada. Hoy esa sumisión se termina. Pero este libro también quiere
ser un lugar de escucha para que conozcáis cómo se pudo haber sentido vuestro hermano
gay en la adolescencia, lo que siente vuestra amiga trans ahora mismo o lo que sintió
aquella chica que viste por el pasillo del instituto cuando le gritaste «bollera».
Sin vosotros no habrá un cambio y esa violencia seguirá perpetuándose. Las personasLGTBI+no somos responsables de la discriminación que sufrimos ni tenemos la culpa de que
se ataquen nuestras libertades y se vulneren nuestros derechos. Existimos. Estamos
aquí. Ya no queremos estar en los márgenes. Jamás elegimos estar ahí.
No puedo negar ni esconder el lugar desde el que estoy escribiendo. Hablo desde mi
perspectiva y asumiendo mis privilegios como hombre blanco, europeo, cis, gay, con
estudios, que vive en Barcelona, de clase obrera aspiracional y que tiene estas páginas
a su disposición. No me estoy erigiendo como voz única ni representante de todos,
sino como un agente transmisor que comparte este lugar.
En estas páginas hay compilados casi dos años de investigación y de trabajo. Es un
diario de viaje, de esperas en el tren, de llamadas por Skype, de cafés en el barrio
de Sant Antoni, de acudir a asociaciones, de asistir a proyecciones de documentales
y a charlas, pero también de salir de fiesta, de pasear el dedo por Instagram y de
abrir Grindr. Todas las historias que aparecen a continuación son reales. Sin embargo,
algunos nombres son ficticios para proteger el anonimato de los testimonios. Soy consciente
de que faltan puntos de vista. La realidadLGTBI+es muy amplia y diversa y toda no se puede almacenar en algo más de doscientas páginas.
Aquí hay recogidas una treintena de historias. Quiero pensar que este es un punto
de partida para que después se escuchen muchas más.
Estos relatos de vida tampoco pretenden generalizar, sino contribuir a formar un retrato
colectivo actual que ilustre en qué punto estamos. En este libro no hay respuestas
ni soluciones; lo que se dibuja es un mapa de las violencias que sufrimos las personasLGTBI+. El libro está dividido en ocho espacios en los que las enfrentamos —nuestra casa,
los centros educativos, la calle, el trabajo, instituciones públicas como ayuntamientos
y el Gobierno, las cárceles, los centros sanitarios y el espacio que ocupan nuestra
salud mental y emocional— para poder ver quién las ejerce, qué mecanismos activamos
para enfrentarlas, qué huella nos dejan y cómo intentamos vencerlas.
No, no estamos tan bien. Ni estamos tan bien como pensáis, ni estamos tan bien como
nos han hecho pensar. Seguir ocultando, negando y menospreciando la violencia que
sufrimos supone ser cómplice de ella. No buscamos tolerancia, porque tolerar significa
permitir algo de modo excepcional. Tampoco buscamos permiso para estar porque nadie
tiene poder sobre nuestra existencia. Queremos demoler el armario en el que nos encierran.
Queremos ser tan libres como vosotros. No queremos puertas ni rejas. Queremos reventar
el cerrojo y verlo todo abierto. Así, de par en par. Que entre en el aire. Que nos
veáis. Que nos veáis como iguales. Si uno de los principios de la democracia es la
igualdad entre ciudadanos, el odio a la diversidad sexual y a la identidad de género
no tiene cabida en nuestra sociedad. Nos atañe ponerle fin. Vamos a extirparlo.
CASA
Soy de Monóvar, una localidad del interior de Alicante que tiene unos 12.000 habitantes.
Allí nací, me crié, estudié y viví hasta mis veinte años. La siento como mi pueblo
y como el sitio al que pertenezco, aunque durante muchos años deseé huir de allí.
Como en cualquier otro lugar pequeño, todos nos conocemos y todos hablamos de todos.
Cuando tienes catorce años y eres consciente de que te gustan los hombres, lo último
que quieres es que el pueblo hable, te señale con el dedo y tu familia se entere.
Si vas por la calle y un grupo de chicos te grita «maricón» a pleno pulmón, si se
ríen de ti en los pasillos del instituto y si oyes a tu tío o a tu abuelo decir «cada
vez hay más gais, esto antes no pasaba», concluyes que la homosexualidad no está bien
y que lo que sientes está mal. Consecuentemente, asumes que tienes un problema, que
ningunos padres merecen tener un hijo así —es decir, que no sea heterosexual— y empiezas
a almacenar una vergüenza interiorizada que te perseguirá toda la vida. Soy un maricón
de pueblo y ser maricón en un pueblo no es fácil.
El rechazo familiar es invisible a ojos del mundo porque no sale de la puerta de casa,
pero también es uno de los tipos de violencia más dolorosos porque tenemos que convivir
con ella a diario y eso nos deja huella. Nuestro hogar debe ser un espacio seguro
pero se puede convertir en un sitio hostil si nuestros padres, las personas que suponemos
que nos van a querer siempre, nos niegan su afecto, nos dejan de hablar, nos golpean
o nos echan de casa cuando se enteran de que no somos heterosexuales o de que el género
que se nos asignó al nacer no es el nuestro.
* * *
María les dijo a sus padres que llevaba cuatro años saliendo con su novia en medio
de la carretera mientras conducía. Era de noche y estaban volviendo de la boda de
su prima. Su novia no había podido asistir al enlace porque no sabían de la existencia
de su relación. María rompió a llorar y tuvieron que parar en una estación de servicio.
La conocí hace ya varios años. El primer recuerdo que tengo de ella es verla pasear
por las calles de mi pueblo con su novia cogida de la mano. Eran de las pocas parejas
de mujeres lesbianas visibles que había y que al menos yo conocía. Sin embargo, llegar
a ese punto no fue nada fácil y poder hacer ese simple gesto conllevó algunas heridas.
Aunque nos llevamos unos años de diferencia, los dos crecimos yendo a los mismos parques,
a las mismas tiendas, a los mismos locales de fiesta y a los mismos bares a cenar:
«Nunca me he sentido igual que las otras niñas de mi edad. En mí siempre han estado
muy vinculadas mi orientación sexual y la poca feminidad o la ausencia de lo que está
asociado con ser una mujer femenina. Desde pequeña he estado fuera del círculo de
la heteronormatividad». Lo primero que me explica cuando empezamos a hablar vía Skype
es que ella fue a un cole de monjas y después a uno de curas, ambos concertados. «La
homosexualidad, la bisexualidad y la transexualidad estaban vetadas. No recuerdo que
se hablase mal de ellas, es que no se hablaba, que es hasta peor, eran algo invisible.
Había una única realidad en las aulas y esa era que solo podías ser hetero.»
Ese vacío de la diversidad sexual seguía más allá del colegio y del instituto religioso.
En su casa nunca oyó comentarios negativos sobre la homosexualidad, sencillamente
porque ni siquiera se nombraba. Somos un tabú en los centros educativos y somos un
tabú en casa. ¿Cómo podemos conocernos a nosotros mismos si cuando somos pequeños
nuestra realidad no existe? «Ni siquiera se planteaba que hubiese otro tipo de sexualidad.
Toda la vida se daba por hecho que, como soy mujer, acabaría con un hombre. De homosexualidad
no se hablaba, pero sí se hablaba de que iba a tener novio y de que me iba a casar
con un chico», me cuenta desde el sofá de su casa.
Vivíamos a quince minutos de distancia caminando, pero las sensaciones que experimentábamos
en nuestro interior eran muy similares. Mi entorno me hizo pensar que era inconcebible
ser gay y su entorno le hizo pensar que era inconcebible ser lesbiana: «Yo creía que
estaba mal. Me he arrepentido muchas veces de pensar que lo que yo estaba sintiendo
no era lo correcto y que no podía ser así. Me obligaba a que me gustasen los chicos
porque yo no podía ser una mujer lesbiana en un pueblo pequeño. Intentaba quitarme
los pensamientos de estar con chicas y, en cierto modo, lo que hacía era forzarme
a que me gustase un chico. Conocía a un chico, me caía bien y les decía a mis amigas
que me gustaba, pero en el fondo yo sabía que no me gustaba».
La estrategia que cuenta María de besarse e intentar relaciones con chicos es una
técnica de supervivencia ante una sociedad que solo y constantemente nos presenta
la heterosexualidad como la vida deseable y la que tenía que ser. Cuando teníamos
cinco años, antes de que nos preguntáramos si nos gustaban los chicos o las chicas,
nuestro alrededor ya se estaba encargando de decirnos que si te llamas María te tienen
que atraer ellos y si te llamas Rubén te tienen que gustar ellas. Si no lo cumples,
eres rara, no sigues la norma y empiezas a familiarizarte con frases como «¿no serás
mariquita?» o «¿no serás tortillera?». Todavía recuerdo cómo de pequeño los adultos
me preguntaban constantemente si me había echado novia en clase mientras yo soñaba
con besar a Matt deDigimony cómo me señalaban «no pongas la mano así que eso es de chicas» mientras en mi habitación
imitaba los videoclips de Paulina Rubio, Chenoa y Hilary Duff. Mi entorno intentó
hacer de mí un hombre hetero más. Lo siento, no ha funcionado.
A los diecisiete años, María empezó una relación con una chica que mantuvo a espaldas
tanto de su grupo de amigas como de su familia durante un año. El hecho de no conocer
a ningún referente, ya no solo a nivel mediático sino también cercano, hizo que descartara
la idea de hacerla pública: «De mi quinta no había ninguna mujer lesbiana. Fue todo
a escondidas porque a esa edad en mi círculo continuaba sin haber nadie que no fuera
hetero». Entonces el pueblo empezó a hablar y, cuando se enteró de que las amigas
de su madre iban comentando que la hija le había «salido» lesbiana, cortó la relación:
«Le dije que no quería volver a verla nunca más, que no me hablara ni me escribiera,
porque yo seguía sin aceptarme. Eso [estar con una mujer] seguía estando mal en mi
cabeza».
Aquella primera novia la sacó del armario frente a sus amigas y la revelación empujó
a María a hablar con ellas. «Les dije que era verdad como si estuviera confesando
el pecado más grave. Me sentía muy mal. Era como si tuviera que darles un montón de
explicaciones. Su respuesta fue: "Ya lo sabíamos, María. Era evidente". Mis amigas
reaccionaron muy bien y me sentí mucho más segura.» Pasado un tiempo, comenzó a salir
con otra chica y, gracias a la red de apoyo de sus amigas y también de su hermana,
los besos, las caricias y los signos de amor dejaron de producirse solo cuando nadie
miraba. Fue entonces cuando decidió compartir con su madre que tenía novia: «Estaba
desayunando con ella y le conté que estaba con una persona. Obviamente, asumió que
era un chico y le dije que no era fácil contárselo. Me respondió: "¿Qué pasa? ¿Es
mayor?". "No es un chico, mamá. Es una chica." Entonces me respondió: "Si hay algo
que siempre os he inculcado a tu hermana y a ti es respeto". No me dijo nada más».
Ese breve diálogo hizo que el armario se abriera momentáneamente, pero no que desapareciera
por completo.
Cuando la relación terminó y le comunicó la noticia a su madre, María regresó al armario.
Su padre aún desconocía que era lesbiana y en su casa se volvía a hablar de su futuro
marido, volvió a caer sobre ella la presunción de heterosexualidad y se impuso la
narrativa de «la fase», es decir, que la relación que acababa de terminar había sido
una cosa experimental y que ahora volvía a ser heterosexual. Como resultado de ese
discurso, los pensamientos de «defraudar» y de «sigo sin ser la persona que se espera
de mí» volvieron a su cabeza. Resulta irónico que para algunas voces sean el feminismo
y el movimientoLGTBI+los que imponen doctrina de género, cuando lo que hace la sociedad con nosotros desde
que salimos del útero de nuestras madres es educarnos en la heterosexualidad.
Un tiempo después, María inició una relación con Laura que duraría varios años. «En
mi casa había libertad absoluta para que ella se quedara a dormir o para que yo durmiera
en su casa. Entonces, no sentí la necesidad de contarles que estábamos juntas. En
la casa de Laura sabían sobre nuestra relación, pero para mi familia, Laura era una
amiga y Laura venía a las quedadas a las que venían mis amigas.» El hecho de que Laura
fuera una amiga más para sus padres implicaba que había espacios en los que ella no
tenía derecho a entrar: «Estaba harta de ver que en Navidad había regalos para el
novio de mi hermana y de que a ella le preguntasen por él. Su novio era de la familia
y mi novia estaba totalmente fuera. Ella no recibía el trato que tenía el que ahora
es mi cuñado porque no sabían que tenían que darle ese trato. Llevaba ya tiempo con
Laura, quería que formase parte de mi familia, pero mi familia no sabía que era mi
novia. Y, claro, exploté».
La boda de su prima provocó el estallido. María tuvo que acudir sola, a pesar de que
su novia y ella llevaban cuatro años de relación. «Mi novia no pudo ir conmigo porque
mi novia no existía. Quería que Laura pudiese estar en los momentos más importantes
de mi vida, así que se lo dije a mis padres. Fue en el coche volviendo de la boda.
Yo estaba al volante, a mi lado estaba mi padre y detrás estaba mi madre. Sin mirarlos,
seguí conduciendo y se lo conté: "Llevo años con mi novia y la conocéis de sobra porque
está en casa todo el rato". Me puse a llorar. Paramos en un área de servicio, abracé
a mi madre y empecé a pedirle perdón. Le dije: "Lo siento, mamá. Si pudiese elegir
mis sentimientos, amaría a un chico". Yo no quería que mis padres se avergonzaran
de mí ni quería defraudar a nadie. Ahora estoy bien, pero he pensado muchas veces
que si pudiera elegir, elegiría ser hetero porque es mucho más fácil. Sigues el camino
que se espera de ti y no tienes que dar explicaciones.»
¿Cuántas personas heterosexuales han pedido perdón a sus padres por ser heterosexuales?
¿A cuántas personas heterosexuales les han hecho sentir vergüenza por ser heterosexuales?
¿Cuántas personas heterosexuales piensan que decepcionarán a sus padres por ser heterosexuales?
¿Cuántas personas heterosexuales tienen que decir que son heterosexuales?
Salir del armario es algo por lo que una persona heterosexual y cis no tiene que pasar.
«He salido del armario muchas veces y todas llorando mucho», me cuenta María. Salir
del armario no es fácil. Nos causa miedo y, como dice María, del armario no se sale
una vez. Del armario se sale constantemente: ante tus padres, tus amigos, tus compañeros
de trabajo, el novio de tu hermana, tu tío y tu tía, las personas que conociste ayer
de fiesta, tu nuevo jefe... Salir del armario agota y desgasta. Pero ¿por qué tenemos
que salir? Salimos del armario porque nos encierran en él. No hemos entrado voluntariamente.
El sistema cisheterosexual en el que vivimos nos empuja a vivir entre cuatro paredes
de madera. Cualquier persona que no tenga esta orientación sexual o que sienta que
su sexo asignado al nacer no concuerda con su identidad de género es automáticamente
diferente, queda catalogada y definida en términos de otredad y se relega a un armario.
Una vez contenidos ahí dentro, estamos silenciados y pasamos desapercibidos, pero,
en el momento en el que nuestra disidencia se hace evidente, aparecen la mofa, el
menosprecio y la violencia para volver a silenciarnos. Del armario no tendríamos que
salir porque en el armario no nos tendrían que meter.
Parados en una gasolinera y viendo a su hija entre lágrimas, sus padres la calmaron:
«Me dijeron lo mismo que mis amigas. Que ya sabían que era lesbiana. "Pues me podíais
haber ayudado un poco", les dije. Me contestaron que estaban esperando a que yo me
sintiera preparada para decirlo». No es solo responsabilidad nuestra tener esta conversación.
Agradecemos la colaboración y el acompañamiento. Si nos lo ponéis fácil, si ya sospecháis
algo y nos mandáis una señal, si no invisibilizáis la diversidad, quizá nos podremos
evitar un poco de dolor. Nosotros no somos los responsables del borrado colectivo
de nuestros sentimientos y de nuestra identidad. María coincide en esto: «He tenido
suerte del apoyo que he encontrado en mi círculo cercano, pero estás tan contaminada
y condicionada desde pequeña que tú misma te montas este drama». Crecemos oyendo tantos
comentarios negativos e insultos, noticias de palizas y declaraciones de políticos
que niegan nuestros derechos que configuramos nuestra forma de actuar para evitar
a toda costa que lo peor nos suceda.
María demolió su armario en aquella gasolinera y desde entonces Laura se sumó a las
comidas familiares. Sin embargo, su abuela aún espera que pase por el altar con un
hombre. Su madre le prohibió decirle que es lesbiana «para no darle un disgusto» a
la yaya. «No me atrevo a contárselo, porque no lo va a entender nunca. Mi abuela lo
ve fatal. Vio una foto de Pelayo y su marido en mi Instagram y dijo: "Qué asco, qué
asco". Tiene noventa y dos años. Para ella yo no he tenido pareja y me dice: "María,
¿es que no te quiere nadie?". ¿Por qué mi abuela tiene que pensar que moriré rodeada
de gatos? Siento impotencia de no poder decirle a mi abuela que he tenido novias y
que he sido muy feliz con ellas. De hecho, mis novias han entrado en su casa, pero,
claro, como amigas.» Hay conquistas que llevan más tiempo.
* * *
Teresa es una superviviente. Tiene treinta y un años, es peluquera y es de Ecuador:
«A mí me secuestraron y me quisieron matar por ser una persona trans. Por eso tuve
que salir de mi país». Si permanecía allí, su vida corría peligro. A los pocos días
de sufrir aquel episodio, se subió a un avión para volar más de 8.700 kilómetros y
empezar de cero una nueva vida en España. Ahora lleva dos años viviendo en Madrid
y, cuando se lo permite su trabajo, colabora con asociaciones como Kifkif. Gracias
a esta entidad, que ofrece ayuda a la comunidad migranteLGTBI+desde la capital, solicitó protección internacional y ha conseguido refugio.
Nos sentamos a charlar. Estamos en el recibidor de las oficinas de Kifkif, que están
cerca de la Puerta del Sol, mientras, en la sala de al lado, todo el equipo humano
sigue con sus rutinas de trabajo diarias. Teresa me explica que su infancia y su adolescencia
no fueron sencillas. Nació en Manabí pero creció en Guayas, dos provincias situadas
al occidente del país suramericano. Tiene marcado en la memoria que en la escuela
sufría acoso, que desde siempre la regañaban por su amaneramiento —«este se porta
como un maricón»— y que incluso las madres de sus compañeros y compañeras decían que
no era un buen ejemplo para sus hijos y que personas así estaban «enfermas». «Ahora
quisiera ver a esas madres para ver lo que dicen», apunta.
Teresa sufrió una humillación constante por parte de su entorno, de sus hermanos mayores
y, en concreto, de su padre: «Mi papá fue muy cruel conmigo. Yo creo que siempre me
ha tenido odio porque yo era muy afeminada. Cuando tenía nueve años me intenté suicidar.
Sentía que no tenía cabida en este mundo y que todo era en mi contra. Tomé veneno
de ratas. Uno de mis diez hermanos me encontró en el baño. Estaba literalmente muerta
en la ducha y me llevaron a un centro de salud. Me dijeron que estaba bastante complicada
y que allí no me podían ayudar. Entonces mi papá dijo: "Yo no puedo hacer nada por
él. Si se quiso matar que se muera". Qué fuerte decirlo... A mi mamá le tocó dejar
a sus otros seis hijos y encargarse de mí. Pero me lograron salvar».
Teresa rasca con sus uñas la mesa. Cuando habla de su padre utiliza la palabraodiarhasta el punto de convertirla en epíteto. «Me detestaba y cuando tenía oportunidad
me humillaba. Me decía "apártate de aquí", "me haces gastar un montón de dinero" o
"no tienes consciencia de lo que haces". Mi papá es una persona muy desconocida para
mí. No me decía "te quiero". Nunca lo ha hecho. Cuando llegaba a casa no me daba un
abrazo.» Esta situación en el hogar de Teresa no era un caso aislado; un estudio de
2013 del Instituto Nacional de Estadística y Censos de Ecuador (INEC) reveló que entre el 61 y el 65 % de las personasLGTBIhabían sufrido algún tipo de rechazo y de violencia dentro de su familia. En la investigación
participaron 2.800 ciudadanosLGTBI.
La relación con su padre se rompió por completo cuando tenía trece años. A Teresa
la encontraron en el baño de chicas de la escuela y desde el centro interpretaron
que estaba espiando a sus compañeras. «Se armó un marrón terrible. Llamaron a mi papá.
Me golpeó. Casi me mata ese mismo día en clase porque él sabía que yo no estaba mirando
a las chicas. Él sabía que ese era el lugar donde yo me sentía cómoda. Me arrastró
literalmente delante de todo el mundo hasta afuera y al llegar a casa me dio una paliza
más. Me echó a la calle diciendo que yo era un bochorno para la familia, que no podía
vivir en el mismo techo que él y que se sentía avergonzado de tener un hijo tan enfermo.
Tengo cicatrices en el cuerpo que él me provocó.» Teresa para de narrar. Se detiene
en seco. Un silencio largo y asfixiante se propaga por toda la sala hasta que finalmente
suspira: «Qué fuerte».
Su madre se enfrentó a su padre, pero no sirvió de nada. Él le hizo escoger: o se
marchaba con su hija o su hija se iba sola. Acorralada, tuvo que quedarse en casa
y no abandonar el hogar familiar porque tenía que seguir cuidando del resto de sus
hijos. Teresa tuvo que irse. Con menos de catorce años, se vio desterrada del hogar
familiar, con el cuerpo lleno de golpes de su padre, sola, en medio de la calle, sin
dinero, sin nada. «Cuando me fui, salí corriendo y me quedé toda la noche durmiendo
en un parque. Al día siguiente, mientras mi papá estaba trabajando, volví a casa.
Estaba hinchada y llena de sangre, pero le dije a mi madre que allí no me podía quedar.»
Su madre le aconsejó que fuera a vivir con sus padrinos, que residían en otra provincia,
y le dio dinero para comprar el billete. «Cuando llegué a la terminal, el dinero no
me alcanzó para ese boleto, pero me compré otro que me llevó hasta Guayaquil.» Al
llegar a la estación de autobuses de la segunda ciudad más grande de Ecuador, se quedó
sentada en una silla de allí y pasó la noche. No sabía qué hacer ni adónde ir. El
mundo iba y venía, la gente pasaba por su lado, la miraban y seguían su rumbo. A la
mañana siguiente, una mujer que trabajaba en un local de la terminal le ofreció algo
de comida. Aquella señora se preocupó por ella y le preguntó dónde estaban sus padres
y por qué estaba herida. Estuvieron hablando un rato hasta que la mujer le propuso
quedarse a vivir en su casa. La acogió. Le dio un techo, un trabajo como ayudante
en su pequeño establecimiento y un nuevo comienzo.
Teresa inició su transición. Se depiló las cejas, se dejó crecer el cabello, poco
a poco fue incluyendo ropa más apretada en su fondo de armario y empezó a tomar hormonas
gracias a una amiga que le habló del Topasel, un compuesto de estrógenos y progestágenos
(hormonas sexuales femeninas) que se usa como anticonceptivo. Teresa se sintió segura
de dar este paso en parte porque ya no estaba sumergida en un espacio hostil que le
impedía ser libre y que respondía con violencia a cualquier señal de disidencia: «La
señora nunca se opuso ni se sintió deshonrada y eso a mí me dio mucha confianza. Me
llegué a sentir más hija de ella que de mi familia, pero aun así tenía el remordimiento
de no tener una familia. Sabía que ella no era mi mamá, que no era de mi sangre. Yo
no iba a mi casa en las Navidades, estábamos las dos solas, a veces trabajábamos de
noche, los cumpleaños eran horribles...». La señora se vio obligada a vender su negocio
y Teresa se volvió a ver en el punto de partida: «Me volví a quedar en la calle. De
la noche a la mañana, otra vez, se me fue todo de las manos. No tenía adónde ir. Iba
a cumplir diecisiete años e intenté suicidarme de nuevo, pero no lo logré. Solo me
intoxiqué. Tuve que ir al médico para que me hicieran lavados gástricos».
Tres años después de que su padre la expulsara de casa, Teresa regresó con la intención
de quedarse. Su madre rompió a llorar de la emoción, conoció por primera vez a dos
hermanos que habían nacido mientras ella no estaba y algunos de sus hermanos mayores
corrieron a abrazarla mientras que otros ni siquiera la saludaron. La imagen exterior
de Teresa había cambiado y, cuando el patriarca la vio, «se puso como un loco»: «Me
dijo que él pensaba que yo ya me había muerto, que yo ya no existía y que no volviera
para dejar humillaciones a la familia. "¡Qué vergüenza!, ¡qué vergüenza!" "Mejor que
te marches porque si no te maté la primera vez, esta sí lo voy a hacer." Mi papá se
tiró encima de mí para golpearme, entonces se metieron mis hermanos. Mi mamá se quiso
ir de casa, pero mis hermanos no la dejaron. Con ella siempre tuve buena relación,
aunque a veces prefiere ser más madre de sus otros hijos y yo como que no existo».
El silencio vuelve a la sala. «"Si no me quieren aquí, nunca más regreso", me dije
a mí misma. Me marché de nuevo de esa casa y no volví hasta que tuve veintiocho años.»
Había pasado una década y, por aquel entonces, Teresa ya era «muy femenina», vivía
en Quito, y tras pasar por diferentes casas y empleos precarios, ya trabajaba como
peluquera. Para sorpresa de todos, esta vez no volvió sola: «Yo parecía una gelatina
de lo nerviosa que estaba. Fue bastante cómico porque fui con mi novio. Él es ruso
y yo estaba toda arreglada y diferente. Cuando llegué, mi papá estaba afuera de la
casa. No me reconoció. Me dijo: "¿En qué podemos ayudar?", y yo le respondí: "Papá,
soy tu hija, ¿no te acuerdas de mí?". Se puso rojo». Con los recuerdos de los insultos
y las palizas aún en su memoria, Teresa esperaba que su padre volviera a encolerizarse.
Sin embargo, esta vez no se puso agresivo. Simplemente le indicó dónde estaba su madre.
Su papel en este último acto se había terminado: «Aquel día mi papá se marchó temprano
de casa para no decirme adiós. Nunca se despidió de mí. Mi relación con él siempre
ha sido un vacío difícil de llenar».
Su madre y sus hermanos salieron corriendo a recibirla, pero, aun así, no fue un reencuentro
fácil: «Ella me dijo que estaba preocupada porque no sabía si me había pasado algo
o si yo seguía viva. Se puso a llorar. Fue un día muy cruel. Había perdido casi once
años de vida con ellos. Nunca les hice saber cómo estaba, ni dónde ni si necesitaba
algo. Llegar a tu hogar, donde te rechazaron años atrás, y poder abrazar a tu mamá
es una emoción que no se puede explicar con palabras. A muchos de mis hermanos el
rencor ya se les había pasado, pero a mí la persona que más me importaba era mi mamá.
Quería decirle que estaba bien, contarle mis anécdotas y explicarle todo lo bueno
y todo lo malo que me había sucedido».
Con los vínculos familiares sanados, Teresa continuó con su vida al frente de la peluquería
que había abierto en Quito. De repente, la normalidad se quebró cuando una mañana
encontró pintadas de odio en la pared del establecimiento. Eran amenazas de muerte
y de tortura: «Maricón, hijo de puta», «Te vamos a ahorcar», «Te vamos a rapar la
cabeza». Teresa acudió a la delegación de policía a poner una denuncia, pero no sirvió
de nada. Le dijeron que tenía que traer pruebas como, por ejemplo, fotos de los agresores
haciendo las pintadas. ¿Qué iba a hacer Teresa? ¿Esperar toda la noche a que decidieran
aparecer y hacer más grafitis? «Me dijeron que comprara pintura y lo tapara. Esa fue
la respuesta de los policías a una amenaza. En Ecuador no tenemos derecho a nada y
ya te pueden estar matando delante de alguien que la policía no hará nada por ti.
Solamente te dicen: "¿Y para qué te vistes de mujer? Eso es lo que provocas al vestirte
así". No hay leyes que la amparen a una.»
Para sentirse más segura decidió contratar a una persona más, pero los gritos y las
burlas en las puertas de su local continuaban. Entonces, un día de julio sucedió.
Salió tarde de trabajar porque estaba terminando unos tintes y, mientras cerraba la
puerta, sintió cómo la estrangulaban por detrás: «Me subieron a un carro. Me llevaron
a un lugar fuera de la ciudad. Me pusieron pistolas en la boca, me tiraron contra
el piso, me rompieron la nariz y una costilla. Me dejaron casi muerta en un terreno
abandonado. Logré salir corriendo y ellos lanzaron un disparo al aire. Después se
fueron. Corrí tanto ese día. Era la tercera vez que me escapaba de la muerte. Aparte
de que me habían golpeado como si estuvieran locos, me querían violar con una botella
y cortarme el cabello».
Teresa volvió a acudir a la policía: «Discutí con ellos. Me dijeron que no me podían
ayudar porque no tenía ninguna evidencia de quiénes fueron los agresores y que podía
haber sido una pelea con mi marido. No ayudan a la gente y aún menos a una persona
trans. Prefieren verla a una muerta», me cuenta.
A los pocos días le rompieron los cristales de su local y entendió que tenía que marcharse
porque corría peligro —«era mi vida o aquel maldito negocio»—. Le vendió la peluquería
a una amiga y con el dinero dejó Ecuador. «Haber dejado todo eso, llegar aquí y no
tener nada, hace que te sientas como una pluma en el aire. El miedo a que me pudieran
pegar o matar lo estaba palpando como te estoy viendo ahorita aquí. Creo que cuando
te llega algo, te llega de golpe para dejarte esa experiencia bien cruda. Me había
esforzado tanto para tener mi negocio y luego vi que todo se te va como agua entre
los dedos. A veces pensaba: "¿Qué he hecho mal en la vida para que me pase esto?"»
Según recoge el libroVidas trans(2019), «las mujeres trans son un grupo social sometido a tal grado de violencia que
su esperanza de vida apenas llega a los cincuenta años». Si además son migrantes y
racializadas, como es el caso de Teresa, esa violencia se endurece más. Entre el 1
de octubre de 2018 y el 30 de septiembre de 2019 fueron asesinadas 331 personas trans
y género-diversas en todo el mundo, según el índice Trans Murder Monitoring (TMM).Este dato corresponde solo a los casos documentados, es decir, de los que se tienen
constancia. La cifra, probablemente, sea mayor. La interseccionalidad aquí es importante
ya que la mayoría de las personas trans asesinadas en Estados Unidos fueron mujeres
negras, mientras que en países de Europa fueron mujeres migrantes. Además, el 61 %
de las víctimas se dedicaba al trabajo sexual. Según elTMM, desde enero de 2008 hasta septiembre de 2019 han sido asesinadas 3.314 personas
trans y género-diversas en todo el mundo. Con todo esto, hay razones más que suficientes
para categorizar de alarma los asesinatos a personas trans y, en concreto, a mujeres
trans.
Teresa aterrizó en Madrid el 26 de octubre de 2018 a las tres de la mañana. Era domingo
y tuvo que esperar hasta las ocho para pedir asilo. Unos policías la llevaron a una
sala del aeropuerto donde le hicieron preguntas —«eran psicólogos o algo así y, supuestamente,
ellos detectan si estás mintiendo o no cuando les hablas al rostro»—. Una vez terminaron
la entrevista, la llevaron a una sala más grande donde había habitaciones alrededor.
Tuvo que dormir con personas de todas partes. «Fue horrible —cuenta Teresa—. Nunca
en mi vida había estado en una prisión y ahí, en ese aeropuerto, la vine a conocer.
Estuve nueve días allí. Te pasaban la comida tres veces al día. Te tenías que poner
en fila para ducharte.» De ahí la llevaron a Cruz Roja, después, a un albergue en
Vallecas y, a través deCEAR(Comisión Española de Ayuda al Refugiado), consiguió vivir en un piso compartido con
otras personas trans. Ha tenido que esperar casi siete meses para lograr un permiso
de trabajo y ha empezado a estudiar para obtener un título homologado porque el que
se sacó en Ecuador de estilista no le sirve en España. Teresa se acuerda perfectamente
de todo —años, meses, días de la semana, horas y minutos exactos— y lo cuenta seguido.
Sin saltarse ni un simple detalle de su vida. Es su propia cronista: «Es que es una
historia de la que nunca me voy a olvidar. He llorado lágrimas para esta vida y para
la otra. Siempre me ha tocado muy difícil. Kifkif me ha ayudado a no tener miedo y
a expresarme tal cual soy. Ahora levanto la frente y puedo decir: "Aquí estoy yo y
quiero que me veas"».
* * *
Cuando Salima comunicó en casa que también siente atracción por las mujeres, su padre
le dio un ultimátum: «Si decides coger este camino, te quedas sin tu familia». Le
dio una semana, como si nuestro deseo se pudiera poner en cuarentena y tuviéramos
un botón para poder desactivarlo.
Salima tiene veintiocho años y trabaja en el sector audiovisual. Nos conocimos en
una charla sobre referentes feministas yLGTBI+en la que terminamos hablando sobre el poder que tiene la cultura para crear un nuevo
imaginario y transformar las narrativas caducas que todavía siguen imperando sobre
nuestras realidades. «Nunca he sentido la necesidad de salir del armario de forma
oficial», me explica en una cafetería del centro de Barcelona; sin embargo, sí se
ha sentido obligada a dar explicaciones sobre su nacionalidad y origen.
La mayoría de las veces que Salima le dice a un desconocido que es de Sabadell, una
ciudad al norte de la capital catalana, observa cómo a su interlocutor le sale a borbotones
el racismo intrínseco en forma de preguntas que buscan verificar su identidad. Salima
emula el interrogatorio, más típico del control de pasaportes de un aeropuerto que
de una reunión de trabajo: «"¿De dónde eres?" "De Sabadell." "Ya, pero ¿de dónde?"
"De Sabadell." "¿Qué quieres decir con que de dónde soy? ¿Quieres que te saque el
árbol genealógico?"». Inocente de mí, le pregunto si esto le sucede a menudo: «Constantemente.
Mis padres son de Marruecos y yo nací aquí. Soy de las que llaman "inmigrante de segunda
generación". También podríamos hablar sobre cuántas generaciones tienen que pasar
para dejar de ser inmigrante. Para mí esto es algo que ya tengo asumido, pero a veces
pienso si mis hijos tendrán que seguir dando explicaciones solo por sus rasgos».