Domingo
Estimados residentes:
Como sabrán por nuestras anteriores misivas al respecto, debido a la situación actual,
en que nos enfrentamos a una posible pandemia global a causa de un virus altamente
contagioso, los administradores del edificio han tomado la decisión de imponer una
cuarentena de siete días en todo aquel edificio de apartamentos de London Lane en
el que algún residente haya contraído el virus.
Lamentablemente, alguien del Edificio C ha dado positivo.
ElEdificioCqueda, pues, confinado durante siete días. Por favor, mantengan la calma, procuren
permanecer a salvo y lávense las manos con regularidad. Les rogamos que eviten el
uso de los ascensores y el contacto con otros residentes a no ser que se trate de
una emergencia. Y, lo más importante, por favor, permanezcan en sus apartamentos.
¡Que tengan una buena semana!
Saludos cordiales,
1
Apartamento n.º 14
Imogen
Está empezando a clarear y la persiana veneciana es de un color gris pálido que apenas
impide que entren los rayos del sol. Toda la ventana parece relucir y tenues sombras
se extienden por la habitación, oscureciendo el ordenado conjunto de productos para
el pelo y frascos de perfume que hay sobre la cómoda y dibujando extrañas formas en
la sudadera con capucha que cuelga en el pomo de la puerta del armario. Siento una
rodilla clavándose en mi muslo. Y, al pasarme una mano por la cara, noto que el rímel
de anoche se me ha solidificado en el borde de los ojos. Comienzo a levantarme de
la cama, pero de repente descubro que se me ha quedado atrapado el pelo bajo uno de
sus brazos y sorbo fuerte el aire entre los dientes. Tras recogérmelo en una coleta
con la mano, empiezo a liberarlo lentamente, centímetro a centímetro.
El colchón chirría cuando me incorporo, pero... ¿Nigel? (¿se llamaba Nigel?) sigue
roncando, profundamente dormido y ajeno al hecho de que yo estoy en su cama.
Le echo un vistazo por encima del hombro.
Me sigue pareciendo más mono que en su foto de perfil, a pesar incluso del hilo de
baba que le cae por la barbilla.
—Ha sido divertido —susurro, pese a que duerme como un tronco. Le lanzo un beso y me pongo los vaqueros
mientras cruzo en silencio el cuarto.
Miro la camiseta que le tomé «prestada» para dormir. Es de los Ramones. Y parece realmentevintage, no una versión de cinco libras comprada en Primark. La verdad es que es muy cómoda.
«Y chula», pienso al ver mi reflejo en el espejo que cuelga en la pared opuesta. Me
va grande, pero no tanto como para parecer una niña pequeña que juega a vestirse con
ropa de adulto. Me meto la parte delantera por dentro de los pantalones y miro a ver
qué tal queda.
Eso es, genial.
Lo siento, Neil. (Sí, puede que sea Neil.) Ahora esta camiseta es mía.
Mi largo pelo castaño, en cambio, tiene un aspecto lamentable. Los rizos de ayer han
desaparecido y ahora está mustio, lleno de nudos y definitivamente enmarañado. Intento
pasar los dedos por él, pero es imposible y al final desisto. Bueno, al menos el rímel
corrido me da un aspectogrungeque pega con la camiseta de los Ramones.
Tras recoger mi propia camiseta y el sujetador del suelo del dormitorio, salgo de
puntillas al diáfano salón comedor. ¿Dónde dejé el bolso? ¿No fue en...? ¡Ajá! ¡Aquí
está! Y el abrigo también. Meto mis cosas en el bolso y luego me pongo a buscar los
zapatos.
Vamos, Imogen, piensa, tienen que estar por aquí. No puedes haberlos perdido. ¡Anoche
ni siquiera estabas borracha!
¿Dónde dejé los malditos zapatos?
¡Madre mía, no! Ya me acuerdo. Me hizo dejarlos en el rellano porque estaban embarrados.
Como si fuera mi culpa que anoche lloviera y el camino al edificio de apartamentos
estuviera cubierto de barro de los parterres. Y yo bromeé diciendo que eran Prada
y que si alguien me los robaba más valía que la noche mereciera la pena, a pesar de
que en realidad los había comprado de rebajas en New Look.
Echo un último vistazo para asegurarme de que lo tengo todo. Móvil, sí; llaves de
casa..., sí, en el bolso.
Vacilo un momento y después me acerco a toda prisa a la pequeña mesa de comedor para
dos que hay junto a la puerta del salón y cojo una porción de pizza de peperoni de
las sobras de anoche.
El desayuno de los campeones.
Al salir por la puerta del apartamento, paso por encima de un folleto publicitario.
Deben de ser como muy tarde las siete de la mañana, me pregunto quién narices reparte
correo comercial tan pronto. ¿Quién se entrega tanto a su trabajo?
Mis zapatos están justo donde los dejé.
Y sí, es verdad, reconozco que dan la impresión de que anoche me estuve paseando por
una granja. No puedo echarle la culpa por pedirme que me los quitara antes de entrar
al apartamento. Cuando llegue a casa voy a tener que limpiarlos.
Sostengo la porción de pizza entre los dientes mientras meto los pies en los zapatos
y, ¡argh!, están empapadísimos. Luego me pongo el abrigo.
¡Bueno, ya estoy lista!
Desciendo por la escalera que conduce a la planta baja mientras comienzo a devorar
la pizza y abro laappde Uber para pedir un coche que me lleve a casa. Estos zapatos son muy bonitos, pero
no están hechos para volver caminando a casa tras pasar la noche fuera.
—¡Disculpe, señorita!
A pesar de que no hay nadie alrededor, no me doy cuenta de que esa voz se dirige a
mí hasta que dice:
—¡Ey, usted! ¡La de los Ramones!
Me doy la vuelta y veo a un tipo con aspecto cansado y estresado que sostiene un puñado
de folletos. Don Correo Comercial, supongo. Lleva una mascarilla quirúrgica azul sobre
la boca y unas zapatillas de andar por casa marrones feísimas.
—Gracias, pero no estoy interesada —le digo, y me vuelvo hacia la puerta.
Pero cuando empujo para abrirla... nada.
Cojo con fuerza el gran picaporte de acero y tiro, empujo y sacudo, pero la puerta
permanece firmemente cerrada.
¿Qué cojones?
¡Oh, Dios mío! Así es como voy a morir. Después de un rollo de una noche y a manos
de un psicópata que reparte folletos. Por favor, por favor, que nadie ponga en mi
lápida que esa ha sido la causa de mi muerte.
—No puede salir, señorita —me dice el hombre, cansado—. ¿Es que no ha leído el aviso?
—¿Qué aviso? ¿De qué está hablando?
Me vuelvo hacia él con el móvil en la mano. ¿Debería llamar a la policía? ¿A mi madre?
¿Al conductor del Uber?
El hombre exhala un suspiro de exasperación y se acerca a mí, pero se detiene a cierta
distancia. Al igual que yo, tiene un aspecto desaliñado, pero más como si esta mañana
hubiera salido corriendo de su casa con lo puesto, no como si estuviera volviendo
a ella. De su cinturón cuelga un llavero con un montón de llaves. Luego me fijo en
los guantes blancos de látex que lleva puestos y el estómago se me encoge de golpe.
—Hay un caso confirmado. Un residente se ha contagiado y todo el edificio ha sido
confinado. Esa puerta tan solo se abrirá por necesidad médica o para el reparto de
comida.
Me lo quedo mirando, plenamente consciente de que tengo la boca abierta. Al cabo de
un momento, el tipo se encoge de hombros como diciendo «¡Qué le vamos a hacer!».
«Es una broma», pienso.
Tiene que ser una broma.
Suelto una risita incómoda y mis labios se extienden hasta formar una sonrisa.
—Claro, claro. Muy bueno, sí, señor. Mire, lo entiendo perfectamente, de verdad, pero...
¿no podría, ya sabe, usar una de esas llaves y dejarme salir de aquí? Le juro que
tendré muchísimo cuidado. Hasta cancelaré el Uber que he pedido y me iré caminando,
¿qué le parece?
El tipo frunce el ceño.
—Es usted consciente de lo serio que es esto, ¿verdad, señorita?
—Por supuesto —le aseguro, pero mi tono de voz no suena nada sincero, sino forzado e impostado. Condescendiente,
incluso. Mierda. Vuelvo a intentarlo—. Lo entiendo. De veras. Pero, verá, la cosa
es que yo solo había venido a visitar a alguien, así que en realidad ni siquiera debería
estar aquí. Y, bueno, ahora tengo que irme a casa.
En su rostro percibo un atisbo de compasión y por un momento creo haberlo convencido.
Rápidamente, sin embargo, frunce el ceño de nuevo y me dice con severidad:
—Sabe usted que no debería salir a la calle si no es estrictamente necesario, ¿verdad?
Mierda.
—Bueno, ya, pero... ¿no podría...?
Echo un vistazo por encima del hombro a la puerta y al sendero embarrado que hay al
otro lado, con sus apagados macizos de rosales mustios y de petunias de vívidos colores:
la libertad, tan cerca que casi puedo saborearla y, sin embargo...
Lo único que puedo saborear es mi aliento mañanero y la pizza de peperoni.
Y esta ya no resulta tan sabrosa como hace un par de minutos.
¿Cuáles son las probabilidades de que pueda arrebatarle las llaves que lleva en el
cinturón y abrir la puerta antes de que me pille? Mmm, básicamente inexistentes. ¿Y
si corro a toda velocidad hacia la puerta? ¿No podría romperla con uno de los tacones
de mis zapatos? ¡Ya lo sé! ¡Tal vez podría hipnotizarlo para que me dejara salir!
¡He visto vídeos de Derren Brown en YouTube!
—Cuarentena de siete días —dice mi carcelero—. He de limpiar a fondo todos los espacios comunes. Cualquiera podría
estar infectado y, a no ser que en ese bolso suyo lleve cincuenta y pico test para
todos los residentes, aquí nadie va a ir a ningún lado. Créame, esto tampoco tiene
nada de divertido para mí. ¿Acaso cree que quiero pasarme todo el día haciendo de
guardia de seguridad para que no me despidan y terminen desahuciándome?
«Está bien, de acuerdo, bien jugado», pienso. Felicidades, Don Correo Comercial, oficialmente
siento lástima por usted.
—Pero...
—Escúcheme, lo único que puedo sugerirle es que vuelva a casa de su amigo —agradezco que diga «amigo» como si, bueno, estuviéramos hablando de un auténtico amigo,
cuando está claro que no es el caso— y mire en internet si el servicio de reparto
de Tesco todavía tiene algún hueco libre. Y, ya puestos, yo que usted también compraría
algo en Topshop o alguna otra tienda. Necesitará comida y ropa para la semana. A menos
que tenga que ir al hospital, me temo que está atrapada aquí.
Lentamente y a regañadientes, arrastro los pies de vuelta a la escalera. Los zapatos
me hacen daño en los dedos, de modo que me los quito y los sostengo por las tiras
con el dedo índice. Don Correo Comercial se queda abajo, limpiando a fondo la puerta
en la que acabo de poner mis mugrientas manos casi como si pretendiera ahuyentarme
y asegurarse de que no intento salir otra vez.
¿Y ahora qué narices puedo hacer?
Argh.
Sé perfectamente qué es lo único que puedo hacer.
Aun así, pruebo el tirador de la puerta del apartamento n.º 14 con la vaga esperanza
de que la suerte me sonría al menos un poco.
Cerrada.
Claro.
Considero mis opciones y, finalmente, me siento en el sencillo felpudo marrón con
la espalda apoyada en la puerta y me llevo las manos a la cara.
Esto me pasa por ignorar todos los consejos.
No tanto los de «Quédate en casa» (aunque estos también) como los de «Ya no vas a
la uni, Immy, deja de comportarte como si lo hicieras» de mis padres, mis amigos,
mi jefe o —joder— incluso mis hermanos pequeños.
Como siempre digo, ¿para qué quieres madurar cuando puedes pasártelo bien?
Esto, sin embargo, no tiene nada de divertido.
Mi única opción es hacer lo mismo que habría hecho en la uni y llamar a mi mejor amiga.
A pesar de lo temprano de la hora, Lucy contesta en un tono calmo pero seco.
—¿Qué has hecho esta vez, Immy?
—¡Eeeeey, Luce!
—¿Cuánto necesitas, Immy?
—¿Qué te hace pensar que necesito dinero? ¿Qué te hace pensar que he hecho algo? —pregunto haciéndome la ofendida y llevándome una mano al corazón para darles a mis
palabras un mayor efecto dramático a pesar de que no puede verme. Y, a pesar de que
yo tampoco puedo verla a ella, no tengo la menor duda de que pone los ojos en blanco
cuando exhala un largo y profundo suspiro—. Bueno, está bien —prosigo—, tengo... un pequeño problemilla.
—¿Has olvidado cancelar un periodo de prueba gratuito?
Lucy está lo suficientemente acostumbrada a mis chorradas para saber lo melodramática
que puedo llegar a ponerme por una cosa así. Tanto como para llamarla a primera hora
de la mañana.
Aun así...
Abro la boca para decirle que me he quedado atrapada con Don Tarro de Miel, el tipo
con el que he estado enviándome mensajes esta última semana y con quien ella me dijo
específicamente que no quedara porque hay una pandemia, y ahora estoy atrapada en
este edificio y solo tengo un par de bragas y ni siquiera he traído un cepillo de
dientes conmigo y...
Y odio admitir que siempre tiene razón.
Incluso a pesar de que, técnicamente, todo esto es culpa suya, pues anoche estaba
demasiado ocupada planeando la estúpida boda de una amiga como para cogerme el teléfono
y convencerme de que no quedara con el tío ese. Como me había dicho que no lo hiciera
y yo realmente tenía ganas de hacerlo, decidí que no le diría nada hasta que hubiera
regresado a casa, aunque solo fuera para hacerle ver que hacía una montaña de un grano
de arena y se preocupaba demasiado.
—¡Mierda! Has quedado con él, ¿a que sí? ¿Con Don Tarro de Miel?
No puedo contarle la verdad.
Al menos todavía no.
—¡No! No, no, claro que no —digo, aunque no creo que mis palabras suenen demasiado convincentes—. Yo solo... bueno,
verás, la cosa es que...
Lo cierto es que no me gusta mentirle a mi mejor amiga (ni, de hecho, a nadie; en
todo caso, suelo compartir más información de la necesaria), pero lo hago de todos
modos por el bien común.
Es decir, en realidad estoy haciéndole un favor, ¿no? Solo le miento para evitar que
pase toda la semana preocupándose y estresándose por mí. Sé perfectamente cómo es
Lucy y, si se enterara de la verdad, es lo único que haría.
Lucy me interrumpe con un suspiro. Parece que ha comprendido que, sea lo que sea,
se trata de algo más grave que los pequeños berenjenales en los que suelo meterme.
—Así que esta vez la has cagado pero bien, ¿no?
—Gracias, Luce.
En vez de insistir en que le cuente qué ha ocurrido, se limita a aceptar que he metido
la pata de algún modo.
—¿Cómo de grande es el problema?
—Bastante.
—¿Has vuelto a agotar el límite de la tarjeta de crédito?
—Más o menos.
Ambas sabemos que eso significa «por supuesto».
—¿Con cien pavos te las arreglarás, Immy?
—Te quiero.
—Lo añadiré a la lista de lo que me debes —dice, y sé que lo hace con una sonrisa—. ¿Estás segura de que estás bien?
—¡Oh, ya me conoces! —digo entre risas, y me siento extrañamente aliviada por el hecho de que estar atrapada
en un confinamiento con un rollo de una noche ni siquiera es lo más loco que me ha
pasado el último mes. (Desde luego no tanto como la noche que subí al escenario para
desafiar a ladrag queenque encabezaba el cartel a un «combate deplaybacks», ¿no?)—. Ya me las arreglaré. Solo... Gracias otra vez, Luce. Ya te lo contaré todo
cuando nos veamos.
—¿No lo haces siempre?
Lucy tiene la extraña capacidad de terminar las conversaciones sin necesidad de decir
adiós. La conozco lo suficiente para saber que este es uno de esos momentos. Me despido
de ella, vuelvo a darle las gracias por el dinero que me enviará tal y como siempre
hace y que yo le devolveré con amor, afecto y memes hasta que un día, en un futuro
lejano, haya resuelto mi vida lo suficiente para dejar de estar en números rojos y
que me quede algo para recortar un poco mi creciente deuda con el Banco de Lucy.
Sintiéndome un poco mejor, vuelvo a ponerme de pie, me arreglo la ropa con las manos
y llamo a la puerta.
Tarda unos minutos en abrirse.
El tipo está grogui y se muestra desconcertado. Solo lleva puestos los calzoncillos
bóxer. El pelo rubio cuidadosamente peinado que había admirado en sus fotos está ahora
apelmazado y completamente en punta. El hilo de baba sigue ahí, ya seco, en una comisura
de la boca.
Le ofrezco mi mejor y más radiante sonrisa mientras ladeo la cabeza y enrollo un mechón
de pelo alrededor de un dedo.
—¡Ey, Niall! Esto...
Él bosteza ruidosamente y, al tiempo que alza un dedo para que me calle un momento,
con la otra mano se tapa la boca abierta. Tras sacudir la cabeza y parpadear varias
veces, se me queda mirando confundido y no muy emocionado.
—Odio imponer mi presencia, pero resulta que tu edificio está... en cuarentena.
—¿Cómo dices?
Bajo la vista en busca del folleto publicitario por encima del que he pasado antes
y me inclino para cogerlo del suelo. Es un aviso impreso en el que se informa a los
residentes de que deben quedarse en el interior de sus apartamentos durante un periodo
de siete días. Se lo ofrezco y, mientras lo lee, frotándose los ojos, permanezco en
silencio y me balanceo de un lado a otro con las manos juntas delante de mí. Él se
lo acerca al rostro y entrecierra los ojos.
—¡Mierda!
—Hay un tipo abajo que no me permite salir —digo—. Lo siento de veras, pero... a no ser que quieras ir a hablar tú con él... —Tras dejar otra vez mis zapatos en el pasillo, vuelvo a entrar en el apartamento.
Él sigue estupefacto mientras yo suelto el bolso y me quito el abrigo.
—Voy un momento al lavabo. Ya sabes, para lavarme las manos. —Y las agito delante de él como queriendo demostrarle lo responsable que soy.
Cuando salgo del cuarto de baño él todavía está junto a la puerta con el folleto en
las manos.
—Bueno, Nico, verás...
—Nate.
—¿Cómo?
—Mi nombre —contesta, enarcando las cejas y con un aspecto más cabreado que cansado—. Es Nate.
Nathan, vaya. Pero Nate.
Me muerdo el labio y tuerzo el gesto. En cierto modo esperaba que, si iba diciendo
nombres que empiezan por N, al final daría con el correcto. También esperaba que,
si los decía lo suficientemente rápido, él no se daría cuenta de mi equivocación.
—Lo siento. Es que... te guardé en los contactos del móvil con el emoji del tarro
de miel. Porque..., ya sabes..., me contaste que si tuvieras que ser un personaje
de ficción, escogerías a Winnie the Pooh, y que tu madre cría abejas, y que tus chocolatinas
favoritas son las Crunchie, que llevan miel..., y en su momento me pareció algo mono
y gracioso, pero luego me di cuenta de que me había olvidado de tu nombre, y tú habías
borrado tu perfil de laapp, así que no podía mirar cuál era, y...
Al menos mis explicaciones hacen que la expresión de Nate se suavice.
Pero entonces, cuando me quito el abrigo, ve la camiseta que llevo puesta y suelta
una carcajada de incredulidad.
—Realmente eres de lo que no hay. Me convences para que te traiga a casa cuando se
supone que todo el mundo debe estar respetando la distancia social...
—Ayer no oí que te quejaras —digo por lo bajo pero en un tono lo bastante alto para que me oiga.
—... y luego vas y te largas sin despedirte siquiera y además con mi camiseta favorita
puesta. Alucino.
—A lo mejor solo era una excusa para volver a verte.
Él pone los ojos en blanco y se ríe.
—Imogen, créeme cuando te digo que nunca antes había conocido a alguien como tú.
Yo inclino la cabeza en señal de agradecimiento a pesar de que el modo en que lo ha
dicho ha sonado como un insulto.
—Gracias.
Eso, al menos, le hace reír. Nate-Nathan-Nate se pasa una mano por el pelo, aunque
apenas consigue arreglárselo, y después dice:
—Si quieres darte una ducha, hay toallas limpias en el armario del cuarto de baño.
Yo voy a ver en internet si el servicio de reparto del súper todavía tiene algún hueco
libre. Luego... no sé. Ya veremos cómo solucionamos esto
No tengo muy claro qué es exactamente lo que hay que solucionar más allá de comprar
online algunas lasañas congeladas y unas cuantas bragas, pero asiento.
—Entendido. Perfecto. De acuerdo..., Nate.
Y yo que quería escabullirme sin más.
2
Apartamento n.º 6
Ethan
Es automático: cuando me doy la vuelta en la cama sin estar del todo despierto, alargo
el brazo para atraerla hacia mí. El espacio vacío que hay a mi lado me sobresalta
por un segundo, pero entonces me desvelo lo suficiente para recordar dónde está. Me
vuelvo hacia la mesilla de noche y con una mano me froto los ojos para espabilarme
un poco mientras con la otra busco a tientas el móvil. En cuanto lo encuentro, tiro
con fuerza para desenchufarlo del cargador.
Hay una notificación esperándome en la pantalla: es un mensaje que Charlotte me ha
enviado hace una hora.
A punto de salir. ¡Nos vemos
en unas horas! xxxxx
Siempre dice que no es una persona madrugadora, pero nada más lejos de la realidad.
Lo que pasa es que es de esas personas a las que les gusta holgazanear por las mañanas.
Es capaz de despertarse una hora antes de ir al trabajo para poder pasar algo de tiempo
acurrucada debajo de la manta leyendo o tomando notas en ese cuaderno azul cielo que
lleva siempre consigo.
Aunque hoy debe de tratarse de una ocasión especial para que se haya levantado tan
pronto de la cama. Bueno, eso o que, después de pasarse tres días en casa de sus padres
con su hermana gemela vaciando el ático y el cuarto en el que dormían de niñas para
que sus padres puedan reducir sus pertenencias y vender la casa, ya estaba volviéndose
loca y se muere de ganas de llegar a casa.
Sí, creo que definitivamente se trata de eso. Desde que hace un par de meses sus padres
le dijeron que iban a vender la casa, se ha negado a aceptarlo y ha ido posponiendo
este fin de semana todo lo que ha podido. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía
diez años y, después de eso, ambos se mudaron un par de veces. Si tuviera que despedirme
de una casa en la que he vivido toda la vida, como Charlotte, yo también estaría bastante
disgustado.
Apenas puedo imaginar lo que este fin de semana debe de haber sido para ella. Tiene
sentido que esté ya en la carretera antes de las ocho de la mañana.
Lo que no tiene sentido es lo mucho que la he echado de menos estos últimos dos días.
Es realmente patético. Ya me imagino a mis amigos diciéndome algo en plan: «Ethan,
no seas nenaza, cualquier tío daría el brazo derecho por librarse de su novia durante
un fin de semana y tener el apartamento solo para él».
Y, sí, quedé con un par de colegas el viernes por la noche, pero fue para hacer un
directo deFortniteen mi canal de Twitch. Y lo de «quedar» es quizá algo exagerado: nos reunimos desde
la comodidad de nuestras propias casas. Una noche loca, como en los tiempos de la
uni.
Pero la he echado de menos.
No es que no sepa qué hacer sin ella como si fuera una especie de niño de mamá que
nunca ha aprendido a fregar los platos, hacerse la cama, hacer la colada y demás tareas
del hogar. No es eso. En todo caso, aquí en casa soy yo quien se encarga de la mayor
parte de la limpieza, y siempre ando recogiendo lo que ella desordena.
Es solo que me apetece tenerla de vuelta en casa.
Me quedo un rato en la cama repasando las demás notificaciones que he recibido: YouTube,
Twitter, WhatsApp. Luego entro en el correo y veo que tengo unos cuantos emails de
confirmación de nuevos mecenas en mi Patreon, lo cual sigue provocándome una oleada
de alegría cada vez, y al fin levanto mi perezoso culo de la cama para darme una ducha
antes de que Charlotte regrese.
Esta tarde, si ella no quiere escribir, tal vez podríamos ponernos al día conThe Mandalorian. O ver una película. Me pregunto si se traerá un montón de cosas de su infancia para
las que necesitaremos buscar algún hueco: viejos libros de ejercicios y cuadernos
con deberes que tendremos que guardar en una caja debajo de la cama, o tal vez peluches
Beanie Babies.
A lo mejor me deja vender los Beanie Babies en eBay si valen algo.
Aunque tampoco podría quejarme demasiado si quisiera quedárselos. Yo tengo un montón
de muñecos y figuras coleccionables en el apartamento. Por no hablar del gigantesco
peluche de Charizard...
Ya temo el día que mis padres tengan la misma idea que los suyos; espero que, al menos,
para entonces esté viviendo en un lugar con espacio suficiente para guardar toda mi
colección de libros de Neil Gaiman, mi vieja PlayStation y los vinilos que compré
en mi fase de comprar vinilos y de los que preferiría no desprenderme.
Ahora que lo pienso, cuando Charlotte habla de mudarnos algún día a otro sitio con
más espacio, lo hace con la idea de contar con un dormitorio para invitados, o un
posible cuarto para el bebé. O tal vez una biblioteca. Lo cierto es que la idea de
tener una biblioteca en casa me parecería genial.
Termino de preparar el desayuno y me lo tomo en el sofá mientras veo viejos episodios
deParks and Recreationy sueño con el estudio que tendré algún día en vez de los pocos metros cuadrados del
salón que dedico ahora a ello. De repente, suena el teléfono. Es Charlotte, lo cual
es raro, y se me hace un nudo en el estómago imaginando que se le ha estropeado el
coche y se ha quedado tirada en la carretera o...
«Vamos, Ethan, respira hondo y cógelo.»
Tras deslizar el pulgar por la pantalla para aceptar la llamada, me las arreglo para
no comenzar con algo como: «¿Algún problema?».
—¡Ey! ¿Qué pasa? ¿Te has olvidado las llaves?
—Ethan —dice ella con voz trémula. La parte de mi cerebro que procesa las catástrofes se acelera
de pronto y comienza a pensar que tenía razón, que el coche se ha estropeado y algo
va increíblemente mal... Charlotte suena disgustada, pero no solo eso. Está inquieta,
enfadada—. Tienes que bajar, Ethan. El tipo este dice que no puedo entrar en el edificio.
—¿Qué? ¿Quién?
—El señor Harris —me contesta ella. Se refiere al conserje del edificio, que también vive aquí—. Dice
que... ¿Puedes bajar un momento y hablar con él? Y ponte una mascarilla.
Después de que Charlotte haya colgado, me quedo unos segundos con el móvil junto a
la oreja, presa de la confusión, hasta que finalmente vuelvo en mí y me pongo en marcha.
Dejo el plato con unbagela medio comer en el sofá y comienzo a rebuscar en los cajones del mueble del pasillo.
A ella le pareció ridículo que pidiera por internet un puñado de mascarillas quirúrgicas
azules hace un par de semanas, antes incluso de que el términopandemiasaliera en las noticias. Ahora no puedo evitar sentirme un poco listillo. Ansiedad
1, Charlotte 0.
Tras lavarme las manos y ponerme la mascarilla, cojo las llaves y me dispongo a salir
del apartamento. En el suelo veo un folleto que alguien ha pasado por debajo de la
puerta. Ya lo miraré luego. Bajo el único tramo de escalera que separa mi apartamento
de la planta baja sin calzarme siquiera y, con las prisas, casi tropiezo.
El señor Harris está de pie junto a la entrada principal del edificio, con los brazos
cruzados. Lleva unos guantes blancos de látex y una mascarilla como la mía. Al otro
lado de la puerta, con las maletas en el suelo y las manos en un puño a ambos lados
de la cadera, está Charlotte. Las gafas se me empañan a causa de la mascarilla, de
modo que me las coloco sobre la espesa mata de pelo de color castaño claro y la miro
entrecerrando los ojos. La cabeza de Charlotte pasa a ser una borrosa mancha naranja
de pelo revuelto.
—¿Qué está pasando? —pregunto.
—¡Explícaselo, Ethan! —exclama, aunque la puerta cerrada amortigua su voz. Luego alza una mano y golpea el
cristal, dejando marcas en ella—. ¡No me deja entrar! ¡No puede hacer esto!
El conserje exhala un largo suspiro de resignación. Es como si ya hubiera tenido esta
conversación miles de veces. Se vuelve hacia mí con el ceño fruncido y, seguramente,
rechinando los dientes debajo de la mascarilla.
—Ethan, majo, dile por favor a tu novia que no puede entrar en el edificio. Has visto
el aviso, ¿no?
—¿Qué aviso?
—¡Maldita sea! ¿Para qué pierdo el tiempo si...? —se queda callado y exhala otro profundo suspiro mientras se pasa el antebrazo por
la frente. Luego prosigue—: Todo el edificio está confinado. ¿Recuerdas que cuando
todo esto comenzó colgué un aviso en el que se advertía que si alguien del edificio
enfermaba, si se confirmaba un caso, tendríamos que confinar el edificio por la seguridad
de todos y que nadie podría entrar ni salir?
—¿Y...?
—Anoche se confirmó un caso. Una mujer, no diré nombres, lo pilló del abogado que
le lleva el divorcio. ¿Te lo puedes creer? Se hizo el test y salió positivo. Así que
ahora estamos confinados. Nadie puede salir. Ni entrar. Incluida tu novia.
Mierda, mierda.
Me pongo de nuevo las gafas para ver el rostro de Charlotte, que sigue con los labios
torcidos en una mueca de enojo. Los cristales se me vuelven a empañar mientras ella
me mira como si dijera «abre esta puerta ahora mismo, Ethan, o te juro por Dios que
yo misma la romperé».
Para ser alguien tan pequeño... ¿Cómo era esa cita de Shakespeare?
Charlotte tiene una bolsa de tela con ella impresa. Ahora mismo resulta muy pertinente.
—Vamos, señor Harris —digo con una risa nerviosa. Alzo la mano como si fuera a acercarme a él y colocársela
en el brazo, hasta que recuerdo la regla de los dos metros y me lo pienso mejor—.
Somos nosotros. No hay motivo para desconfiar. Charlotte vive aquí. ¿Adónde va a ir?
—¿Dónde ha estado?
—En casa de sus padres, pero...
—Bueno, pues va a tener que volver con ellos.
—Pero...
El conserje y yo no somos amigos como tal, pero nos llevamos bien. Su apartamento
está justo debajo del nuestro y, al parecer, está contento de tenernos aquí, pues
el anterior dueño «hacía tanto ruido que bien podría haberse dedicado a practicar
claqué en casa». Hace ya un tiempo me dijo además que veía mis vídeos de YouTube.
Me comentó que le gustaba tener a un «famoso» en el edificio, y Charlotte y yo siempre
nos detenemos a charlar con él cuando lo vemos.
No sé por qué pienso que voy a convencerlo de que deje entrar a Charlotte cuando no
parece nada dispuesto a ello, pero, por un segundo, realmente creo que puedo lograrlo.
Nunca hemos armado ningún jaleo. Somos buenos vecinos, buena gente, y él incluso se
sabe nuestros nombres.
¿Cómo va a decir que no?
Charlotte vive aquí, esta es su casa. Tiene que dejarla entrar.
—No puedo dejarla entrar —me dice con severidad—. Nadie puede entrar ni salir, sin excepciones. Bueno, salvo
casos de emergencia, y este no lo es.
—¿Y qué hay de la comida?
—Tendrás que hacer que te la traigan. Estoy instalando una estación desinfectante
para asegurarme de que todo esté limpio antes de que atraviese la puerta.
Por un segundo me imagino al señor Harris usando una manguera gigantesca para rociar
a Charlotte con gel hidroalcohólico antes de dejarla entrar.
—A menos que me enseñe un test negativo, no puedo permitir que entre —dice a regañadientes, como si estuviera poniendo en peligro su trabajo solo por sugerir
la idea—. La cuarentena durará una semana. Podréis sobrevivir separados unos cuantos
días, ¿no?
Se encoge de hombros y su ceño se suaviza lo suficiente para que pueda apreciar que
en realidad le sabe mal todo esto. Soy consciente de que él no tiene ni voz ni voto
y de que se trata de algo que depende de sus jefes, esas misteriosas y anónimas personas
que conforman el equipo de administradores de la finca, y a quienes nunca hemos visto
en carne y hueso, pero que ocasionalmente nos envían cartas amenazantes a través del
señor Harris para recordarnos que las mascotas no están permitidas en el edificio,
que no se pueden hacer obras sin pedir permiso y que, si nadie admite haber sido el
causante de la rotura de la ventana de la tercera planta, dividirán el —extremadamente abusivo— coste de las reparaciones entre todos los residentes.
A esos tipos yo siempre me los he imaginado como a los directivos de la radioNVCRdel pódcastWelcome to Night Vale: una misteriosa y oscura entidad repulsiva de muchas cabezas que se retuerce sobre
sí misma. Charlotte dice que a ella le recuerdan más a la esposa loca que el señor
Rochester tiene encerrada en el ático enJane Eyre. En cualquier caso, no creo que pedirles algo ahora vaya a servir de nada.
El señor Harris retrocede, pero no se marcha. Supongo que quiere asegurarse de que
no ayudo a Charlotte a entrar de algún modo.
Hago lo único que puedo hacer, que es volverme hacia Charlotte y encogerme de hombros
poniendo cara de impotencia, aunque ella no puede verlo a causa de la mascarilla.
Yo tampoco puedo ver su expresión por culpa de los cristales empañados de las gafas,
pero imagino perfectamente lo decepcionada que debe de sentirse.
Sus exagerados gestos, en todo caso, me lo dejan claro. Me doy la vuelta y, tras darle
las gracias al señor Harris, aunque no haya nada que agradecer, subo de nuevo a mi
apartamento. Una vez dentro, me lavo otra vez las manos, me quito la mascarilla y
me pongo las gafas para volver a ver el mundo en toda su gloriosa alta definición.
Para entonces mi móvil ya está sonando en el sofá. Lo cojo y contesto mientras me
dirijo al balcón y me asomo. Charlotte está abajo.
Se pasa una mano por el pelo corto pelirrojo, ahuecándoselo, y me mira haciendo pucheros.
Parece desesperadamente triste.
—Pensaba que a ti te haría caso —me dice por teléfono.
—¿Porque soy un tío? —Flexiono el brazo para sacar un bíceps inexistente y me lo beso.
—Porque le gustan tus vídeos de YouTube, idiota. —Se ríe, pero la risa se apaga rápidamente—. Voy a tener que volver a casa de mis padres.
Espero que todavía no se hayan deshecho de mi cama...
—¿Necesitas algo? Podría lanzarte una bolsa por el balcón. ¿Quizá ropa o...?
Ella niega con la cabeza.
—Gracias, cariño. No hace falta. Llevo algo de ropa en las maletas, además del portátil
y otras cosas. Puedo tomar prestadas algunas prendas de Maisie. Tiene un gusto terrible,
pero al fin y al cabo es mi gemela, kilo arriba, kilo abajo. —Charlotte se agarra un michelín y sonríe.
—¿No os comprasteis el mismo vestido la pasada Navidad?
—¡Shhh! —me chista—. Bueno..., será mejor que regrese a casa de mis padres. Nos vemos la semana
que viene, pues.
—Siempre y cuando para entonces todo esto haya terminado, claro. —Y ningún otro residente del edificio contraiga el virus, y luego otro, y no estemos
sometidos a un confinamiento estricto durante meses, y Charlotte ya no vuelva nunca
a nuestro apartamento...
Noto que se me encoge el estómago y, de repente, al contemplar los vacíos espacios
comunes que hay delante del edificio tengo la sensación de que estoy viendo una escena
de una película apocalíptica. Y yo estoy solo. Básicamente, soy como Will Smith enSoy leyenda, solo que sin perro, claro, y ni la mitad de guay que él, y...
—Volveré cuando este ridículo confinamiento haya terminado, te lo prometo. Si hace
falta escalaré por la pared del edificio, ¿de acuerdo? No te rayes demasiado.
—No me rayo.
Ella frunce el ceño y me mira con los ojos entrecerrados. No se lo traga. A pesar
de ser ella quien no podrá entrar en casa durante los próximos días, es también ella
quien está consolándome a mí.
—Todo saldrá bien. A ver, si tenemos en cuenta la situación general, en realidad esto...
tampoco es tan grave, ¿no? Podemos llamarnos por FaceTime y enviarnos mensajes, y
tú tendrás algo de paz y tranquilidad para trabajar un poco y grabar vídeos sin que
yo aparezca caminando al fondo y te estropee el plano. No pasa nada. Solo será una
semana.
Estamos un rato más charlando hasta que el señor Harris abre la puerta principal lo
suficiente para decirle a Charlotte que, por favor, recoja sus maletas y se vaya.
Yo me despido con la mano desde el balcón y, de camino al coche, ella me lanza un
beso que yo recojo.
Solo una semana.
Pasará volando.
3
Apartamento n.º 17
Serena
—¡Serena! —grita Zach desde el cuarto de baño—. ¿Puedes pasarme un rollo de papel higiénico?
Cuatro años de relación atenta y cariñosa para esto.
Al menos todavía cierra la puerta. El romance no ha muerto del todo entre nosotros.
Por ahora.
Pongo en pausa la película que estoy viendo y dejo a un lado el móvil para ir a coger
unos cuantos rollos de papel higiénico del paquete extragrande que guardamos en lo
alto del armario. Luego me dirijo al lavabo y, tras abrir la puerta, se los paso a
Zach uno a uno.
—Pensaba que los ibas a reponer cuando limpiaste el baño.
—Se me olvidó —contesta.
—¿Cómo es posible? Seguro que viste que no quedaban.
—Debía de estar distraído —masculla él, y coge el último rollo que le ofrezco justo cuando comienzo a cerrar
la puerta otra vez.
Cuatro años de relación atenta y cariñosa no pueden consistir siempre en rayos de
sol y arcoíris y mariposas, o lo que sea. Es inevitable que tarde o temprano uno de
los dos se enfade por algo como que el otro se haya olvidado de reponer el papel higiénico
en el cuarto de baño o...
—¿Al final vamos a ir a hacer la compra? —pregunta Zach cuando regresa al salón, donde yo estoy viendo la película.
Vuelvo a ponerla en pausa. Puede que para la hora de acostarnos haya conseguido llegar
al final y descubra si Stephanie deja finalmente a su prometido, un abogado de la
gran ciudad, para quedarse con Jared, un buenorro de su pueblo natal que ha estado
ayudándola a renovar la antigua granja de sus padres.
—Podemos ir —contesto en un tono que deja claro que en realidad no me apetece.
Llevo puesto mi mono de unicornio. Es domingo por la tarde. Solo quiero quedarme en
casa vegetando.
—Pensaba que íbamos a ir antes de que comience mi turno.
—Puedo ir yo luego.
—Pero es domingo, las tiendas habrán cerrado.
—¡Por el amor de Dios! ¡Está bien, iremos ahora!
—O también puedes ir tú mañana cuando salgas de trabajar —insinúa Zach.
Las relaciones consisten en llegar a acuerdos. En qué lado de la cama duermes, si
necesitáis más un nuevo coche o unas buenas vacaciones, de qué familia vives cerca.
Y, al parecer, ahora también se incluye que Zach me permita hacer la compra cuando
salga de la oficina.
Qué suerte la mía.
No pretendía decirlo en voz alta, pero debo de haberlo hecho, porque exhala un suspiro
y dice:
—Está bien, de acuerdo, pues iremos ahora. O voy yo. Tú termina tu película.
—No pasa nada, voy contigo.
—Serena —dice con cierto retintín y mirándome por encima de las gafas para acentuar el efecto
dramático de sus palabras, algo que debería molestarme pero que, en cierto modo, en
realidad sigo encontrando atractivo—. Tengo veintinueve años. Creo que puedo comprarte
otra caja de tampones y el tipo de queso que nos gusta en el supermercado.
—No te olvides delhalloumi. —Vuelvo a coger el mando de la televisión y me acurruco todavía más en el sofá. Durante
la próxima hora no pienso despegar el culo de aquí—. Ni del pollo para hacer fajitas.
Pero que esté troceado.
—¿Y qué más da?
Ahora no tengo ganas de perder el tiempo explicándole que si compra una pechuga de
pollo entera, tendrá que trocearla él, y no me hace gracia que lo haga en la misma
tabla de cortar que usamos para la verdura (aunque obviamente uno de nosotros dos
la limpiaría de antemano), de modo que comprar pollo ya troceado es más fácil para
ambos, y con ello además tal vez evitemos las pullas que no dejamos de lanzarnos en
plan «comer carne es un crimen» o «eres una delicada comeplantas».
En vez de eso, pues, hago un gesto con la mano indicándole que lo dejemos estar sin
molestarme siquiera en mirarlo.
—Compra lo que quieras, Zach. Lo que traigas estará bien.
Él comienza a deambular de un lado a otro de nuestro piso de una habitación preparándose
para ir a la compra y, tras coger la lista que hay en la puerta de la nevera, repasa
los armarios por si se nos ha olvidado incluir algo. Yo, por mi parte, vuelvo a sumergirme
en mi cursilona película romántica.
Justo cuando la música se intensifica y Stephanie y el manitas buenorro de Jared se
dan un beso bajo la lluvia, la película se detiene de nuevo.
—¡Oye!
Me incorporo de golpe y le lanzo a Zach una mirada iracunda mientras extiendo la mano
para que me devuelva el mando.
De repente, sin embargo, me doy cuenta de que hay algo raro en él. Zach exhala un
profundo suspiro por la nariz con el ceño fruncido y aprieta con fuerza los labios.
En una mano sostiene el mando a distancia y con la otra mano sujeta con fuerza una
hoja de papel. Todo su cuerpo está rígido y tiene la espalda muy recta.
Dejo de fulminarlo con la mirada y me levanto del sofá. Me pongo un poco nerviosa
a pesar de que, racionalmente, sé que una hoja de papel no puede ser algo tan malo.
¿Qué puede ser? En serio. ¿Un vecino quejándose del ruido? ¿Correo comercial?
Pero entonces me pregunto por qué parece estar tan preocupado por ella.
—¿Zach?
—Tenemos un problema.
La cocina es un caos cuando Zach vuelve a subir. Dejo de cualquier manera mi colección
de latas de tomate y de salsa pesto para salir corriendo hacia nuestro pequeño recibidor
y agarrarlo por los hombros antes incluso de que haya podido soltar las llaves y la
puerta se haya cerrado a su espalda.
—¿Qué ha dicho, Zach? ¿Qué ha dicho?
Intenta esbozar una sonrisa tranquilizadora, pero no le sale. También coloca sus manos
en mis caderas, lo cual sí consigue apaciguarme un poco. Estar atrapada en un edificio
resulta una idea aterradora, pero al menos no tendré que pasar por ello sola.
Zach niega con la cabeza.
—Malas noticias. Tendré que llamar al trabajo y decirles que no puedo ir. Aunque de
todos modos tampoco me lo permitirían. Ya sabes que el hospital nos ha ordenado que
nos aislemos de inmediato si pensamos que podemos haber estado expuestos al virus,
pero aun así...
—Zach.
—Sí. Eso significa que no podremos ir a trabajar. El señor Harris me ha dicho que
ni siquiera podemos salir para ir a hacer la compra. Podemos hacer que nos la traigan,
pero él mismo se asegurará de que todo esté debidamente desinfectado y limpio antes
de que entre en el edificio.
—¿Y qué va a hacer? ¿Se pondrá a rociar gel hidroalcohólico en nuestros cereales y
nuestro pan antes de que nos los comamos?
—No lo sé, Rena.
—¿Y no se te ha ocurrido preguntárselo?
—Estaba un poco ocupado intentando asimilar lo que estaba diciéndome el conserje.
Me ha explicado que estaremos confinados hasta el próximo domingo. Mañana por la mañana
tendrás que llamar a la oficina para avisarlos. Será mejor que compremos algo de comida
por internet. ¿Dónde tienes el iPad?
Zach me sigue hasta la cocina y se detiene al ver toda la comida que he sacado de
los armarios mientras él ha ido a ver al conserje.
—¿Qué estás haciendo?
—Ver si tenemos suficiente comida para una semana.
Él se ríe y, acercándose a mí por detrás, me rodea con los brazos y me da un beso
en la mejilla. Automáticamente, alargo una mano para aferrarme a uno de sus brazos
y comienzo a acariciarlo con el pulgar.
—Entonces ¿debería ir preparando la cartilla de racionamiento para que me la sellen?
—Muy gracioso. A ver, puede que tengamos que tirar de pasta al pesto durante tres
días, pero creo que sobreviviremos. Lo que sin duda necesitamos son más rollos de
papel higiénico. Y apenas tenemos nada para desayunar. Mañana se nos acabará el pan,
y solo quedan cereales para un bol.
Zach frunce el ceño de un modo extraño y se separa de mí para echar un vistazo en
el armario que queda sobre mi cabeza.
—¿No habíamos comprado unos Cheerios de oferta hace unas semanas? —me pregunta.
—Sí, y como acabo de decirte, ya casi nos los hemos terminado.
—No, no, estoy seguro de que compramos más.
—Acabo de mirar en todos los armarios, Zach. Esto es lo que pasa cuando regresas a
cualquier hora de tus turnos y te zampas un bol de cereales antes de hacer ninguna
otra cosa. Se acaban y necesitamos más.
Él deja de mirar y admite su derrota en la discusión con un gruñidito.
—Será mejor que hagamos cuanto antes esa compra por internet, pues —dice dando una palmada.
Se va a buscar mi iPad mientras yo vuelvo a recoger la cocina. El aviso que el conserje
del edificio ha pasado por debajo de la puerta de casa en algún momento del día se
encuentra sobre la encimera y el corazón me da un vuelco al verlo otra vez.
Teniendo en cuenta que las noticias sobre la pandemia eran cada vez más alarmantes
y que el hospital en el que trabaja Zach ya estaba comenzando a prepararse para lo
peor, no es que pensara que saldríamos de esta completamente indemnes, pero... supongo
que no esperaba encontrarme bajo arresto domiciliario en nuestro piso durante una
semana entera. No tan pronto. ¡Ni siquiera había hecho acopio de rollos de papel higiénico!
Aun así, me recuerdo a mí misma que, si he de estar confinada, al menos no pasaré
por ello yo sola. Tengo a Zach a mi lado.
4
Apartamento n.º 15
Isla
—Quédate —le pido inclinándome para besarlo de nuevo.
Me aferro a la chaqueta de Danny como si pudiera retenerlo aquí por la fuerza. Como
si no fuera treinta centímetros más alto que yo y no tuviera esos hombros anchos,
y como si yo no tuviera que comprar la ropa en la sección de tallas pequeñas la mitad
de las veces. Yo, la chica que no usa los estantes más altos de los armarios de la
cocina porque no llega a ellos, contra el tipo que jugaba a rugby en la universidad.
Pero él sigue sin irse, suelta esa risa profunda que me llena de mariposas el estómago
y deja la bolsa en el suelo para rodearme otra vez con los brazos. Me besa en la nariz,
en las mejillas, en la frente y en los labios y yo suspiro en su boca.
¿Acaso está mal que no quiera que se vaya por nada del mundo?
¿Está mal la rapidez con la que estoy enamorándome de él?
Danny y yo hace apenas unas pocas semanas que comenzamos a salir. El miércoles pasado
hizo un mes, de hecho. Pero yo el miércoles tenía que acudir al cumpleaños de una
amiga, así que el viernes, después del trabajo, él vino a casa para pasar el fin de
semana conmigo. Teníamos planes para salir a celebrar nuestro mesiversario, pero...
Bueno.
Tampoco eran planes en firme. No teníamos entradas para nada, ni ninguna reserva,
así que...
Además, ¿qué necesidad hay de ir a cenar a un restaurante bueno cuando Danny cocina
tan bien? ¿Y por qué querría yo sugerir siquiera que saliéramos de la cama para ir
a algún lado cuando tenía a mi adorable, sexy y maravilloso novio conmigo?
Y, bueno, no me había gastado todo ese dinero en lencería para nada. Era nuestro mesiversario.
Tenía que hacer un esfuerzo, por pequeño que fuera. (Aunque, retrospectivamente, supongo
que mi esfuerzo fue más bien excesivo, teniendo en cuenta que no llegamos a salir
del apartamento. Y con «excesivo» quiero decir «la cantidad adecuada».)
Sé que Danny tiene que marcharse a su casa y que no puede quedarse más rato porque
tiene que ir a hacer la compra antes de que le cierren el súper, pero...
—Solo unos minutos más... —digo intentando engatusarlo haciendo pucheros, algo que debe de parecer ridículo pero
que no puedo evitar—. No sé cuándo podré volver a verte si todo esto empeora...
Y por «todo esto» me refiero a este virus que al parecer es supercontagioso y que
en los últimos días se ha convertido no solo en el principal, sino en el único tema
en las noticias. Ya no es la nieve el tema que lo copa todo. Ahora, cuando enciendes
la tele, hasta el hombre del tiempo está diciendo algo como «¡Es un buen día para
quedarse en casa!».
Yo espero de veras que la situación no empeore y que todo siga siendo más o menos
normal, pero lo cierto es que esta última semana ha sido imposible ignorar el hecho
de que el tono de las noticias ha pasado de moderado a prácticamente siniestro. Resulta
difícil confiar en que se mantenga la normalidad cuando el tono ha cambiado con tal
rapidez.
Ahora mismo, una persona sensata estaría preocupándose por sus reservas de comida
enlatada y de desinfectante de manos. También por si tiene suficientes bolsitas de
té para un periodo de cuarentena.
No es que yo no sea sensata, pero estoy en los albores de una nueva relación, así
que, honestamente, mi mayor preocupación al ver los titulares de las noticias es:
si nos obligan a quedarnos en casa, ¿quién sabe cuándo podré volver a ver a Danny?
¿Y si pasa toda una semana —¡o más!— sin que nos veamos? No creo que pueda soportarlo.
Sé que estoy enamorándome de él. ¿Cómo podría no hacerlo? Es rematadamente perfecto.
Es todo lo que siempre he querido en un novio. Y, a pesar de que no llevamos mucho
tiempo juntos, a juzgar por la forma en que a veces me mira, estoy segura de que él
siente lo mismo.
Pero, claro, ¿y si no es así? ¿Y si eso simplemente se debe a los efectos de que todavía
estamos en la fase inicial de la relación, con mucho sexo y momentos románticos espontáneos?
¿Y si, en caso de que «todo esto» realmente empeore y no podamos vernos durante un
tiempo, él se olvida de mí? ¿Y si no podemos emular las conversaciones relajadas y
las citas íntimas con llamadas de Zoom y mensajes de texto? Desde que empezamos a
salir hemos pasado al menos unas pocas noches a la semana juntos. ¿Y si de repente
todo eso termina?
Todo podría cambiar en un abrir y cerrar de ojos.
Podríamos pasar de esta fase tierna y efusiva en la que no somos capaces de dejar
de pensar el uno en el otro a convertirnos en unos completos desconocidos que simplemente...
se han distanciado.
La idea de lo que podría ocurrir, de lo que es perfectamente posible que ocurra, hace
que se me encoja el pecho. Y no en plan «Danny, te quiero tanto que me falta el aliento».
¿Es de veras tan terrible que quiera estar con él unos pocos minutos más?
Danny suelta un gemido y se aparta para evitar que le dé un «último» beso más.
—De verdad que tengo que irme, Isla.
—¡Está bien, está bien! —digo más para mentalizarme que otra cosa, temiendo parecer demasiado cargante si le
pido otro «último» beso más.
La relación todavía es lo suficientemente nueva como para que me preocupe el hecho
de que mostrarme demasiado intensa o dependiente pueda alejarlo de mí.
«Muéstrate distante —intento decirme a mí misma—. A los tíos les gusta eso, ¿no? No difícil, solo distante.
Y, por el amor de Dios, Isla, ni se te ocurra volver a besarlo.»
Aun así, le doy un besito en la mejilla, incapaz de contenerme, y me aparto con una
sonrisa.
Danny coge su bolsa, se la cuelga del hombro y vacila un momento con la mano en el
tirador de la puerta.
—¿Te llamo cuando llegue a casa?
«¡Sí, por favor!»
«Vamos, Isla, mantén la calma.»
Me coloco el pelo detrás de la oreja y, apartando la mirada, me encojo de hombros.
—Vale. Es decir, si quieres. Estaría bien.
—¡Genial! —Y, tras aclararse la garganta con rapidez, repite en un tono más profundo—: Genial.
Entonces... Bueno, te llamo luego.
Esta vez es él quien se inclina hacia delante y, rodeándome la cintura con un brazo,
me da un último beso que me deja absoluta y completamente turuleta.
—Adiós —dice luego en voz baja y... se va.
Me quedo un momento abrazada a mí misma en la quietud de mi apartamento vacío, como
si de este modo pudiera retener un poco más esta sensación que me embarga. Todavía
puedo oler el aroma de su colonia y sentir sus labios sobre los míos, y no puedo evitar
esbozar una sonrisa.
Y entonces vuelvo a la realidad del domingo por la tarde: he de hacer la colada y
hay un montón de platos por fregar del deliciosobrunchque Danny ha preparado antes con lo que ha encontrado en mi (al parecer) pobremente
abastecida nevera.
Al menos, ahora que por fin se ha marchado, las cosas pueden volver a la normalidad
y puedo sacar del armario el extraño (pero adorable) cojín con forma de aguacate que
mi mejor amiga Maisie me regaló por mi cumpleaños, y también la caja de música deLa Sirenitaque he escondido en la cómoda. Por mucho que no deje de decirme a mí misma que quito
estas cosas para recoger un poco el apartamento cuando viene Danny, en realidad sé
que solo lo hago porque me da miedo que se ría de ellas y piense que son estúpidas,
infantiles y vergonzosas. Mi idea es... ir sacándolas poco a poco cuando ya llevemos
algún tiempo juntos.
No es que crea que vaya a romper conmigo a causa de un cojín con forma de aguacate.
Pero, bueno, podría ocurrir.
Tras hacerme una coleta y ponerme unas mallas para no sentirme ridícula deambulando
por casa en camiseta y bragas, me pongo con las tareas pendientes.
Cuando ya estoy enfrascada con los platos oigo que llaman a la puerta con los nudillos.