1

romeo: ¿Tierno el amor? Es harto duro,

harto áspero y violento, y se clava como espina.

mercucio: Si el amor te maltrata, maltrátalo tú.

i.iv

—El mundo es un gran teatro...

Brian Anderson está destrozando este diálogo. Mientras lo escucho espero la gesticulación, la obsesión que Shakespeare plasmó en sus versos; pero nada. Brian intenta imitar el acento inglés y echa el pentámetro yámbico por la borda.

—Vale, un momento —interrumpo, levantándome y alisando mi vestido tejano.

—Megan, ¿podríamos al menos terminar la escena? —se queja Brian.

Le lanzo una mirada asesina y camino por el «escenario» que nos ha tocado hoy, o sea, la colina que hay detrás del teatro. La profesora Hewitt (Jody para sus estudiantes), nos envió a ensayar la escena de Shakespeare que quisiéramos, y cuando digo «nos envió» quiero decir que nos echó de clase por insoportables. Este me pareció un buen lugar para ensayar, pensé que los pinos evocarían el bosque de Como gustéis, pero ahora veo que ha sido una tontería.

—Creo que no estamos reflejando lo que pasa por la mente de los personajes —les digo a todos, haciendo caso omiso del comentario de Brian.

Los únicos que estamos fuera a la mitad de la última clase somos nosotros cuatro. De pie junto a Brian, Jeremy Handler parece desesperado y Courtney Green está más interesada en mandar mensajes por el móvil. Me dirijo a Jeremy:

—En el fondo, Orlando es buena persona, solo quiere robarle al duque para ayudar a su amigo. En cambio, Jacques...

Enseguida me distraigo al ver de reojo una camiseta verde tipo polo del Instituto Stillmont. Unos bíceps se asoman de las mangas para que yo los admire. Una onda de cabello castaño y una eterna sonrisa de complicidad. Qué ganas de ir a coquetear con Wyatt Rhodes.

Está jugando con el pase de salida que tiene en las manos y veo que camina sin prisa hacia uno de los mejores baños: espacioso, ideal para estar a solas porque queda superlejos de las taquillas, es el lugar perfecto para una sesión rápida de caricias y besuqueos. Podría ir allí, halagar sus músculos y llevarlo al baño en cuestión...

No, ahora no. Si hay algo capaz de evitar que me vaya a ligar, es dirigir una obra de Shakespeare.

—En cambio, Jacques... —repito, retomando mi papel de directora.

—Basta, Megan —exclama Brian—. Esta escena ni siquiera cuenta para la nota. A Jody no le importa una mierda, lo que quería era echarnos. Además, sabes que todos estamos distraídos.

Abro la boca para contestarle que cualquier escena es importante, pero entonces oigo una voz.

—¡Megan!

Madeleine Hecht, mi mejor amiga, viene subiendo la colina con su perfecta cola de caballo y las pecas rojas de la emoción.

—Vengo de la biblioteca —dice, jadeando. Trabaja como voluntaria en la sección de libros de texto durante la última hora de clases—. ¡He pasado por el teatro y he visto a Jody publicando la lista del reparto!

En cuanto lo dice, mis actores sueltan sus guiones y desaparecen; obviamente salen corriendo hacia el tablón del Centro de Arte. No puedo evitar sonreír mientras recojo los guiones. Soy directora, no actriz, así que no siento ni la misma emoción ni el mismo pánico que ellos. Sin embargo, este año, a finales del primer semestre, haré mi debut como actriz en el Instituto Stillmont en Romeo y Julieta, representando un personaje secundario, probablemente la señora Montesco o fray Juan.

Si por mí fuera, no lo haría, pero sueño con estudiar en el SOTI, el Instituto de Teatro del sur de Oregón. Es el Juilliard del oeste y tiene uno de los mejores planes de estudio de dirección escénica del país. Pero, quién sabe por qué, exigen que todos sus alumnos tengan créditos de teatro en su historial académico, requisito que pienso cubrir con el menor dolor posible.

—¿Vamos juntas? —me pregunta Madeleine.

—Claro.

Rápidamente me quita la mitad de los guiones; Madeleine tiene la manía de ayudar en todo. En ese momento, Wyatt Rhodes sale del baño. Lo sigo con la mirada, se muestra tan confiado al caminar que me muerdo el labio. Ya han pasado seis meses desde mi última relación y estoy lista para un novio nuevo. No, no, más que lista.

—Espérame aquí —le digo a mi amiga.

—¡Megan...!

Mis ansias de coquetear con un chico me hacen ignorarla y, como las polillas, ir tras la llama del polo verde. Agradezco los diez minutos de más que me llevó deshacer los enredos de mi cabello castaño esta mañana. A diferencia de Madeleine, yo tengo que hacer un esfuerzo para estar guapa. Tampoco es que sea fea, más bien estoy como en un punto intermedio, supongo. No tengo las piernas cortas ni largas. Mis facciones no son redondas, sino redondeadas. Y, bueno, el mío no es el cuerpo que se abstiene de comer hamburguesas ni va a correr más días aparte del 2 de enero.

Wyatt, que va jugando con el pase de salida, no se da cuenta de que camino tras él. Lo llamo con el tono de voz especial para atraer chicos que he practicado hasta la perfección.

—¡Oye, Wyatt! —Señalo sus bíceps marcados—. ¿Tu abdomen hace juego con esos brazos?

En definitiva, no es mi mejor frase, pero llevo mucho tiempo sin coquetear. Siendo justos, me he propuesto tener un lío con un muy muy buen abdomen marcado, la tableta de chocolate con chico incluido. Hasta ahora no lo he logrado en absoluto, ni siquiera después de siete novios.

Él sonríe de oreja a oreja. Resulta obvio que para casi toda la escuela es un pibón y esta no es para nada la primera vez que intercambiamos piropos. Tal vez no lo considere propiamente como candidato para un noviazgo, pero está tan bueno que eso debe ser indicio de un valioso interior. Puedo imaginarnos hablando largo y tendido sobre capuchinos...

—Sí, cuando no desayuno doble ración de burritos —cacarea Wyatt. «Vale, hablando brevemente sobre capuchinos», pienso. Él continúa—: Hoy es uno de esos días, pero no me creas solo porque te lo digo. —Sube y baja las cejas, insinuando como todo un galán que no le sorprende mi curiosidad y que me invita a comprobarlo.

No le sorprende, pero no porque sea Wyatt Rhodes y sepa que está bueno; es porque tengo reputación de atrevida y directa. No es un secreto ni me da vergüenza el hecho de haber tenido siete novios. Me he ganado a pulso la fama de ser la presumida del curso y lo he disfrutado cada minuto.

A punto de aceptar su invitación, siento una mano en el codo.

—Adiós, Wyatt —dice Madeleine con convicción—. Tenemos clase. —Me aleja de él y me dice en tono muy serio—: ¿En qué quedamos, Megan? Wyatt Rhodes está en la lista negra. —Reflexiona un momento y agrega—: Es el primero en la lista de los chicos con los que no debes coquetear.

—Claro que no —respondo—. Antes va el director Stone.

Madeleine suspira de fastidio.

—Bien visto —dice—, pero Wyatt es sin duda el segundo. En primero tú misma lo pusiste en la lista, después de que preguntara en clase de Literatura qué obra había escrito Jane Eyre. ¿Recuerdas? —Asiento a regañadientes. Madeleine sigue—: Y luego por esa vez que escribió en el anuario que su libro favorito era Fast & Furious 7. Ya encontrarás a alguien mucho mejor que Wyatt, solo debes tener paciencia —asegura, al tiempo que bajamos hacia el Centro de Arte—. ¿Crees que Tyler tiene competidores para el papel de Romeo?

Tyler Dunning es su novio. Se fue con otros chicos a ensayar Macbeth cuando Jody nos echó de clase.

—Claro que no —respondo con toda confianza.

El chico es un actor protagonista hecho y derecho: alto, de espalda ancha, cabello negro y ondulado; indudablemente sexy. Juega al béisbol durante la primavera y aun así se las arregla para conseguir el personaje principal en todas las producciones teatrales. Gracias a su carisma y al hecho de que Madeleine le cae bien a todo el mundo, ellos son la pareja del Instituto Stillmont.

—¿Para qué papel hiciste la audición? —me pregunta.

—La señora Montesco.

—¿Y quién es esa? —vuelve a preguntar, arrugando la nariz.

—Exacto —sonrío, traviesa—. Es el personaje menos importante de la obra.

Era lógico que al dar la vuelta por el pasillo nos encontráramos una multitud frente al tablón, pero lo que no me esperaba era que todo el mundo se callara al verme llegar. Noto los ojos de todos encima y oigo que empiezan a murmurar.

—No están comportándose de forma rara para nada —digo entre dientes, tratando de sonar sarcástica a pesar de que me han puesto nerviosa.

Conozco ese silencio: es el que se guarda frente a alguien que no consiguió el papel y acompaña al susodicho hasta que llega al cadalso de la lista del reparto. Por primera vez me siento como mis compañeros de clase cuando publican esas listas. Se me acelera el pulso, los nervios me entrecortan la respiración. Empiezo a vislumbrar correos electrónicos con un «Lo lamento, pero...» del SOTI y visitas desanimadas a otras universidades durante las vacaciones de invierno. Aunque no sea actriz, necesito el papel.

Me paro frente a la lista con el corazón en la boca y busco mi nombre hasta el final de la hoja, donde figuran los papeles menos importantes. Señora Montesco... Recorro el elenco con el dedo para ver a quién se lo han dado: Alyssa Sánchez. El estómago me da un vuelco. ¡Ella era la favorita para Julieta! Jody se lo tomó a pecho y recortó en las audiciones.

Subo el dedo y no encuentro mi nombre. Fray Juan, el ama de Julieta... No puedo creerlo. Aunque le expliqué mi situación a Jody, le importó una mierda.

Y entonces llego al inicio de la lista.

2

príncipe: Pues nunca hubo historia de más desconsuelo que la que vivieron Julieta y Romeo.

v.iii

Segundos después de ver mi nombre en la lista, salgo dando codazos entre la multitud y casi derribo la puerta de la oficina de Jody.

—Esto es un error, ¿verdad? ¡¿Julieta?!

Oigo que algo metálico cae al suelo. La oficina parece un cementerio de recuerdos de todas las obras que se han presentado en Stillmont. Hay programas, utilería, incluso trozos de escenografía en las estanterías. Algo que parece un picaporte de latón rueda frente a mí.

Jody se levanta de su escritorio y su ancho collar de cuentas color turquesa cascabelea.

—No te veo contenta —dice, divertida, mientras me examina con sus gafas de montura rojo brillante, que contrastan todavía más con sus canas—. Pensé que te alegrarías.

Empiezo a notar un peso en los hombros y un hueco en el estómago.

—O sea, ¿esto no es un malentendido? —pregunto con voz quebrada—. ¿No es una broma de Anthony o, no sé, el error de algún incompetente alumno de primero al que le pediste que imprimiera la lista?

—No, la incompetente fui yo —me dice, con una pizca de humor.

—Hice la audición para la señora Montesco, ¡no para el papel principal! —Estoy a punto de perder el control.

Alza una ceja y se le borra la sonrisa.

—Bueno, pues has conseguido el papel principal —dice en tono seco.

—¿Por qué? No lo quiero. ¿No puedo ser alguien más, quien sea? Sé que suena a súplica...

—Son los nervios, Megan. —Cruza los brazos, pero suaviza el tono—. Excepto por la audición de Anthony Jenson, la tuya fue la única que demostró verdadera comprensión del guion. Te he visto dirigir obras de Shakespeare y sé que entiendes la trama. Eres Julieta, te guste o no.

—Por favor, Jody. —Ahora sí que estoy rogando—. Sabes que hice la audición solo porque el SOTI me pide los créditos. No he actuado en mi vida.

—Es una experiencia para que aprendas. No se trata de que ganes un Tony.

—Bueno, pero ¿quieres que Romeo y Julieta se convierta en una comedia? No, ¿verdad? Entonces...

—Megan —dice con tono firme—, querías participar en la obra y te he dado el papel de Julieta. Tómalo o déjalo, pero los demás personajes ya están asignados.

Sé que no tengo opción; ella también lo sabe. Estamos a finales de septiembre. Esta es mi última oportunidad para conseguir los créditos de teatro que necesito si quiero inscribirme en el examen de admisión en diciembre.

—Espero que después no te arrepientas —protesto, desesperada, y empujo la puerta.

Apenas salgo de la oficina de Jody, choco con algo sólido y plano.

—¡Eh! —oigo. Era de esperar. Doy un paso hacia atrás y veo que Tyler me sonríe desde su imponente estatura de uno ochenta y tantos—. Hola, Julieta —dice con ese profundo timbre de voz que desearía que no me afectara tanto—. Esto podría ser incómodo, ¿no crees?

Y de pronto me doy cuenta: Tyler es Romeo y yo soy Julieta. Me recupero enseguida.

—Interpretar a dos amantes condenados, no podría ser más perfecto.

Se ríe y se vuelve hacia Madeleine, quien se ha acercado a nosotros. No es que sea la gran cosa, pero él y yo fuimos novios el año pasado. Aunque ahora él está con mi mejor amiga, no estoy celosa ni les guardo rencor. De alguna manera, me lo esperaba.

Honestamente, que odie actuar no es la única razón por la que no quiero ser Julieta. También es porque no soy una Julieta. No soy la chica del centro del escenario al final de una historia de amor. Soy la chica anterior, la que sale con los chicos antes de que encuentren al amor de su vida. Todas y cada una de mis relaciones han terminado exactamente así.

Tyler, por ejemplo, es el único de quien creí que podría enamorarme y me dejó hace seis meses para salir con mi mejor amiga. Pero estoy bien, en serio. Todos saben que están hechos el uno para el otro. Además, ya me he acostumbrado.

Todo comenzó cuando tenía once años. Acababa de confesarle a Lucy Regis mi amor eterno por Ryan Reynolds y mi intención de casarme con él. Al día siguiente me enteré de que se había casado con Blake Lively. Bueno, quizá ese no es el mejor ejemplo, pero fue un presagio de lo que estaba por venir.

Mi primer beso fue en primero de secundaria. Al día siguiente, el chico me pasó una nota durante la clase para informarme de que iba a invitar a Samantha Washington a la feria del condado. Aún están juntos. En primero de bachillerato tuve mi primer novio formal, quien terminó engañándome con la que, literalmente, era la chica de al lado, Lucy Regis, mi vecina. Acaban de celebrar su tercer aniversario.

Me ha pasado una y otra vez. No es una maldición ni una estupidez de esas, pero sí es algo más que coincidencia. Por eso me resultaría imposible meterme en la piel de Julieta, el icono del amor eterno de la literatura occidental. Si el mundo es un gran teatro, tal como Shakespeare escribió, yo soy un personaje secundario. O escondido entre bambalinas.

—No vas a robarme el novio, ¿verdad? —dice Madeleine en broma y abraza a Tyler.

—No, esa eres tú —contesto sin pensar.

Inmediatamente le cambia la cara y me temo que va a llorar por centésima vez. Cuando me confesó que le gustaba mi entonces novio, me llevó dos horas de abrazos consolarla y lograr que se le acabaran las lágrimas de culpabilidad. No me siento engañada; Madeleine fue considerada hasta la saciedad y habló conmigo incluso antes de hacerlo con él.

Sí, me dolió, no pienso fingir lo contrario, pero sabía que era un patrón. Sabía lo que sucedería conmigo y con Tyler, y entendí que, si salí perjudicada, fue porque intenté luchar contra lo inevitable. Lo mejor fue terminar la relación antes de que me enamorara en serio de él.

Me apresuro a poner mi mano sobre su brazo.

—Ha sido una broma estúpida —le digo—. Vosotros dos sois prefectos.

Sonríe y luego se acurruca junto a Tyler.

—¿Iréis a la fiesta del equipo? —pregunta él.

—¿Dónde es?

Estas fiestas son típicas de Stillmont. Como las clases de teatro son las últimas, los ensayos pueden extenderse hasta las cinco o las seis de la tarde. Por eso, cuando empieza una obra nueva, el elenco y el equipo de producción eligen dónde serán las fiestas y las cenas después de los ensayos. Yo solo espero que no sea en la casa de Tyler.

—En el Verona, por supuesto. —Sonríe como si fuera divertido.

Suelto un gemido de decepción. Stillmont está a una hora del Festival de Shakespeare de Oregón, en Ashland. No es coincidencia que seamos una de las escuelas con el plan de estudios de Teatro más sólido del estado e incluso del país. Cuando no me obligan a interpretar el papel femenino más famoso de la dramaturgia, me siento superafortunada de tener una maestra como Jody, sin mencionar el hecho de que el distrito nos otorga grandes fondos para nuestras producciones. Por desgracia, estar tan cerca de Ashland tiene sus desventajas, en especial una cantidad desmedida de comercios con temáticas de Shakespeare. Pizzas Verona es uno de los peores.

Tyler no me oye o solo lo finge, y baja la mirada hacia mi amiga.

—Puedo llevarte a tu casa después —le dice.

—Pero tengo que... —empieza ella.

—Sí, ya lo sé —la interrumpe, tirando de su cola de caballo, juguetón—, es la presentación de ballet de tu hermana. Te llevaré a tiempo.

Pongo los ojos en blanco. La manera más rápida, o más bien la más fácil, de aniquilar cualquier sentimiento cariñoso hacia él fue verlos juntos. Ahora, si soy sincera, cada vez que eso ocurre no puedo creer que fuera su novia... A pesar de que a veces pueda llegar a afectarme que cumpla a rajatabla con ciertos estándares de belleza masculina.

Se sonríen uno al otro y por un momento parecen amantes resignados en un anuncio de disfunción eréctil.

Los odiaría si no fuera porque en realidad estoy feliz por ellos.

Tyler y Madeleine se meten en el coche y yo camino hacia el restaurante. Pizzas Verona está a diez minutos de la escuela y probablemente iría todos los días si no lo aborreciera tanto. La única forma de que al elenco se le pasara el entusiasmo por el lugar sería que a alguien le diera algún tipo de intoxicación después de comer ahí.

Desde el aparcamiento veo la marquesina: comer o no comer pizza, esa es la cuestión. Niego con la cabeza. Eso sí que enorgullecería al Bardo. El interior es peor: los paneles de madera que separan las mesas están decorados con unas torres medievales que parecen dibujos hechos por niños pequeños y que además tienen escritas citas de Romeo y Julieta fuera de contexto. En la máquina de refrescos se lee: «¿Qué tiene un nombre?», en tres tamaños distintos, e ignoro el: «¡Ah!, Romeo, Romeo, ¿dónde estás, Romeo?» que está sobre la puerta de la sala de videojuegos. Sí, hay videojuegos, y no, ni siquiera es la cita correcta. Sin duda es: «¡Ah!, Romeo, Romeo, ¿por qué eres tú Romeo?».

Al fondo hay una mesa muy grande en torno a la cual ya se apretujan todos los de teatro, y cuando me acerco Anthony Jenson se desliza para hacerme sitio. Tiene una copia de la obra y en cuanto me siento empieza a hojearla.

—Este monólogo es increíble —dice un minuto después.

—¿Sí? ¿Cuál? —Me inclino para ver.

Seguramente le asignaron un personaje importante. Desde que Jody movió influencias para que lo transfirieran a Stillmont el primer año, porque en su distrito se negaban a darle papeles de peso por ser afroamericano, ha conseguido participar en todas las obras.

—¿No has visto qué papel me han dado? —Me mira a los ojos y pone cara de indignación. Deja caer el guion en la mesa, frente a mí. Leo la página que me muestra; es el monólogo de Mercucio acerca de la reina Mab—. Todos creen que el mejor papel masculino es Romeo —continúa con toda certeza—, pero Mercucio es mucho más desafiante: tiene un monólogo larguísimo y una escena de muerte. —Se detiene, recapacitando—. ¡Ay, pero si estoy hablando con Julieta!

—Ni me lo recuerdes —refunfuño.

—Lo harás genial, Megan. —Me mira con empatía y me acaricia el hombro—. Como sea, viajarás gratis a Ashland.

Parpadeo varias veces.

—¿Ashland?

—Por el Festival de Shakespeare...

—Sí, conozco el Festival de Shakespeare de Oregón —interrumpo—, pero ¿qué tiene que ver con nuestra obra?

—¿Nadie te lo ha dicho? —pregunta, incrédulo—. Stillmont ha ganado en la categoría de Bachillerato. Presentaremos Romeo y Julieta en Ashland en diciembre.

Siento una opresión en el pecho. Claro, Jody tenía que escoger el festival de Shakespeare más prestigioso del país para obligarme a salir al escenario.

—«Experiencia para que aprendas», una mierda —murmuro.

Debo de estar pálida, porque Anthony pone cara de preocupación mezclada con suspicacia.

—Lo harás genial. Tienes que hacerlo. Esta producción debe destacar entre las demás porque habrá representantes de Juilliard evaluándome...

—Sí, Anthony, ¡ya lo he entendido! —le grito—. Estoy nerviosa, ¿vale? Ya veré cómo me las arreglo.

Se queda callado. Lo miro fijamente; imagino que se llevará las manos a la cabeza, sopesando en qué medida mi desastre puede afectar a sus probabilidades de ir a la universidad que desea. Sin embargo, desvía la mirada hacia el chico que limpia las mesas; es rubio y de cuerpo exageradamente musculoso. Parece de nuestra edad, aunque, si estudiara en Stillmont, yo definitivamente lo tendría en el punto de mira. Probablemente estudia en alguna escuela privada de por aquí.

—Ay, por Dios —murmura Anthony, mientras mira cómo el chico termina de limpiar y se dirige hacia la cocina.

Conozco esa mirada. Al igual que yo, él cae rápido y con frecuencia; la diferencia es que él cae hasta el fondo. Cada vez cree que el chico en cuestión es el único que lo hará feliz y termina deprimiéndose cuando la relación llega a su fin. Y, sin embargo, sé que no sirve de nada intentar detenerlo.

—Vamos —le digo, al tiempo que me levanto y dejo que salga del cubículo. Me hace caso.

Y entonces me doy cuenta de que estoy al lado de un grupo de chicas de último curso que también hicieron la audición para el papel de Julieta. Alyssa Sánchez me mira como si quisiera que entrara de lleno en mi papel para sacar una daga y clavármela. Las demás chicas con las que está ni siquiera cruzan miradas conmigo.

—¿Sabes? Mi audición era para otro papel —le digo, tratando de aligerar el ambiente. Estos dramas son otra razón por la que prefiero dirigir y no actuar.

—Pero te lo han dado de todos modos —responde Alyssa con frialdad.

—Evidentemente, será un desastre —intento bromear.

—Sí —se levanta—, así es.

Cuando se va, algunas chicas de su grupo la siguen. Resulta evidente que no pertenezco al grupo, o más bien me siento fuera de lugar: los conozco a todos, los veo actuar e incluso los dirijo en la clase de Teatro; sin embargo, nunca he actuado con ellos y ahora vamos a trabajar codo con codo. Miro a mi alrededor. Tyler y Madeleine están en las maquinitas; están adorables jugando a Whack-A-Mole. En ese momento, me doy cuenta de que los demás me observan a mí y luego a Tyler, a Romeo y a Julieta. Todos, excepto un chico que se sentó solo y escribe en un cuaderno.

Es el nuevo de la clase de Teatro. Es asiático y delgado, aunque no esquelético; lleva un jersey gris ajustado a la perfección y su cabello, por el que en este momento pasa los dedos con actitud contemplativa, ha sobrepasado el tiempo de su siguiente corte. Creo que nunca lo he escuchado hablar, pero desde luego prefiero su compañía a las miradas asesinas de las secuaces de Alyssa. Sin pensarlo dos veces me acerco a su mesa vacía.

—Owen Okita, ¿verdad? —Recuerdo su nombre de una clase, tal vez Matemáticas, en primero. Nunca me llamó la atención, aunque sí lo vi en los pasillos con Jordan Wood, el editor del periódico escolar que se fue a vivir a Chicago este verano. Owen alza la mirada y parpadea con suspicacia, luego yo agrego—: No estuviste en Teatro el año pasado.

—No, por desgracia —dice, y su voz me sorprende; para ser un chico al que nunca he oído hablar, suena bastante confiado—. Me siento como pez fuera del agua.

—¿Para qué papel hiciste la audición? —pregunto y veo que empieza a jugar con su boli.

—Solo quería actuar como extra. En vez de eso, soy fray Lorenzo. O sea, un personaje hecho y derecho.

—Ah, bueno —sonrío, aliviada y un poco estupefacta al encontrar a alguien en mi situación—, fray Lorenzo no es tan importante.

—Cualquier personaje es importante —contesta un poco a la defensiva.

Hago una pausa. Empiezo a sentir curiosidad: ¿por qué se inscribió a Teatro si solo quiere ser un extra?

—Bueno, pero entonces ¿por qué hiciste la audición?

—Romeo y Julieta es, eh... —parece un poco avergonzado; da golpecitos con el boli en la mesa—, mi obra favorita. Cuando vi que la producirían en la clase de Teatro tuve que presentarme, pero me da pánico escénico que fray Lorenzo tenga tantos diálogos.

Sonrío. Quien admita tener pánico escénico y apreciar Romeo y Julieta se gana mi respeto.

—¿Crees que has tenido mala suerte? Pues adivina qué papel me han dado a mí.

Estiro un brazo y le quito el boli de las manos para poner fin al nervioso tamborileo. Al ver cómo le quito su boli, a Owen se le enrojecen las orejas y enseguida esconde las manos debajo de la mesa.

—¿El ama de Julieta? —pregunta.

—¡¿Qué?! ¿Eso debería ofenderme?

—Perdón, yo... —Sus orejas están coloradas.

—Piensa a lo grande —le ordeno mientras disfruto lo fácil que es ponerlo nervioso.

Él se queda pensando.

—Megan Harper —dice al fin, como si mi nombre acabara de salir de algún rincón de su memoria.

Me pregunto si me recuerda de la clase del año pasado o si me conoce por la misma razón por la que todo el mundo me identifica: soy amiga de Madeleine y Tyler, los futuros reyes del baile de graduación. Prácticamente puedo verlo relacionar mi nombre con la lista del elenco.

—Eres Julieta —dice, examinándome—. Y eso no te emociona.

—Nop. —Le devuelvo el boli como gesto de buena voluntad.

—Probablemente eres la única chica en la historia del teatro estudiantil a la que no le entusiasma ser Julieta.

—Dudo que haya una chica que quiera ser Julieta cuando su ex hace de Romeo —respondo.

Owen abre enormemente los ojos.

—¿Quién es Romeo?

—¿No lo sabes?

Ahora la que se sorprende soy yo. Nunca pensé que hubiera alguien en Stillmont que ignorara algún detalle de mi relación con Tyler y por qué cortamos. Puesto que Owen desconoce mis antecedentes, supongo que sí me recuerda de la clase de Matemáticas.

—¿Debería saberlo?

Parece perdido. Cuando señalo a Tyler con la cabeza, las cejas de Owen vuelven a levantarse.

—No me puedo creer que no te hayan contado la historia.

—Me disculpo por no estar al día con los chismes de los de Teatro —dice, y sonríe levemente.

Me río y una sonrisa le ilumina el rostro. Pero antes de que pueda contestarle, Anthony se acerca.

—Ya tengo trabajo —dice de golpe—. Hola, Owen.

—Ya tienes trabajo... —arrugo el entrecejo, pero entonces vuelvo a ver al chico rubio recogiendo los platos de las mesas y lo entiendo todo—. Anthony, dime que no has cambiado tu trayectoria profesional porque te gusta el que limpia.

Pone los ojos en blanco, pero sonríe.

—¿Qué carrera podría hacer en Starbucks? Y no es por un chico; es por amor. Y el chico tiene nombre: Eric.

Cuando estoy a punto de refunfuñar porque ya no tendré frapuchinos gratis, suena mi alarma.

—¡Dios! Tengo que irme.

—¡Es muy temprano! ¡Ni siquiera has comido! —protesta Anthony, a quien después de unos segundos le cambia la cara—. Ah, claro, son las cinco y es viernes —dice, una vez que lo comprende.

—Ya hablaremos de ese chico... —digo, y me levanto.

—Eric —me interrumpe.

—... mañana —termino y me vuelvo hacia Owen—. Nos vemos luego, fray Lorenzo.

Al llegar a casa cierro la puerta con mucho cuidado. Todo está en silencio, lo que últimamente es casi un milagro. Subo la escalera con la esperanza de que mi madre no esté enfadada; llego un poco tarde a nuestra videollamada semanal.

Mi madre vive en Texas; se mudó allí después del divorcio. Bueno, cuando mi padre se divorció de ella, para ser precisa. Realmente no entiendo qué pasó. Sé que se casaron y me tuvieron con tan solo veintitrés años. La gente menciona cosas como: «Diferencias irreconciliables» o «Demasiado jóvenes» o «Se desenamoraron», aunque no entiendo bien qué significa esto último. No podría entenderlo. Nunca me han dado la oportunidad.

Sin embargo, sí recuerdo el día en que mis padres me sentaron en el salón; mi padre estaba muy serio y mi madre intentaba guardar la compostura mientras me decía que lo de ellos había terminado. Repetían la expresión «Decisión mutua», una y otra vez. Empecé a pensar que esas palabras eran falsas cuando mi madre se fue a llorar al baño mientras mi padre terminaba de hablar conmigo.

No la acompañé a Texas porque habría sido muy duro dejar Stillmont y su plan de estudios de Teatro. Me entendió. Creo que le hizo bien poner distancia entre ella y los recuerdos de su exmarido, yo incluida. No obstante, hemos pasado juntas todas las vacaciones de verano en su apartamento de San Marcos desde la separación, hace tres años. Aunque no me hace falta padecer los calores de cuarenta grados, es bonito ayudarla a vender sus manualidades en los mercados y en las ferias.

Abro la puerta de mi cuarto. Por supuesto, está hecho un desastre: tres vestidos largos que no cupieron en el armario yacen a los pies de la cama y una chaqueta vaquera está hecha un guiñapo en el suelo, encima de mis botas, después de que no llegara al perchero al que la tiré.

Mi portátil está enterrado bajo una maraña de bisutería, pues esta mañana me puse a buscar unos pendientes que, probablemente, perdí en el sofá de Tyler. Hago todo a un lado, excepto mi reloj despertador de pulsera. Fue un «regalo» de mi padre, quien estaba muy contento por haber tenido la idea: hace un año y medio empecé a usar tapones industriales para los oídos porque la casa se volvió superruidosa; así que para poder levantarme a las seis e ir a la escuela, la horrible pulsera me despierta con sus vibraciones.

Abro FaceTime en el ordenador; me arreglo rápidamente el pelo y mi madre aparece en pantalla.

—¡Hola! Perdón por llegar tarde —le digo enseguida.

—Si esperara que fueras puntual, no tendríamos mucho contacto. —Se coloca un mechón de pelo detrás de la oreja. Tenemos el mismo tipo de cabello, aunque el de ella es más voluminoso—. ¿Qué estabas haciendo?

—Solo practicaba sexo sin protección con un tipo que conocí en internet —respondo en tono desenfadado.

Mi madre se escandaliza, pero su expresión cambia cuando entiende que estoy bromeando.

—No me pegues esos sustos, Megan; no es gracioso.

Sonrío de manera traviesa.

—La verdad, prefiero tener sexo sin protección con algún bicho raro de internet que ir a la fiesta del elenco de Teatro.

Me examina, confundida.

—¿El grupo que diriges?

—No —gruño y le explico por qué quiero actuar en Romeo y Julieta—. ¡Y ahora resulta que soy Julieta!

Las cejas de mi madre se levantan hasta el techo.

—¿Hiciste la audición para el papel protagonista?

—¡Claro que no! Jody es de lo peor. Créeme, sería cualquier otro personaje si me lo permitiera.

Se ríe a carcajadas.

—Bueno, me alegra que no sea porque mi hija encontró una nueva vocación como actriz y no quiso decírmelo.

—No, no hay nada nuevo que ocultar —digo bajando la voz.

Ella pone cara de preocupación. En ese momento, alguien abre la puerta sin antes llamar.

—Megan, ¿qué te di...? —mi padre comienza a regañarme, pero se detiene al ver a mi madre—. Ah, está bien, perdón —susurra y se pone rígido—. Hola, Catherine —dice sin acercarse—. ¿Cómo estáis tú y Randall?

—Muy bien —responde mamá con el tono agudo que siempre adopta cuando habla con él—. ¿Y tú? —Y un segundo después—: ¿Y Rose?

—Cansado. —Papá esboza algo parecido a una sonrisa, pero parece forzada—. Está a punto de coger la baja maternal.

—Qué emoción —dice mamá, asintiendo.

Sin mostrar ningún entusiasmo en la conversación, papá empuña el mango de la puerta.

—Bueno, os dejo charlar. Megan, solo mantén el volumen bajo.

Suspiro, fastidiada, y murmuro algo sobre no poder hablar ni siquiera en mi propio cuarto.

—¿Sabes? —dice mi madre—. Puedes mudarte aquí conmigo y con Randall cuando quieras; eres bienvenida.

Me obligo a reír burlonamente.

—¿Y perderme la oportunidad de ser la Julieta de Tyler Dunning?

Mamá hace una mueca y dice:

—Uy, lamento escuchar eso. Pero, en serio, si se vuelve muy caótico el ambiente allí, nos encantaría tenerte aquí.

—Gracias —digo, suavizando la voz para que su generosidad no pase inadvertida, pero se merece una verdadera respuesta—: Es solo que estoy en la mejor etapa del programa de teatro de Stillmont. Ya tengo mi reputación como directora aquí y me han encargado dirigir la escena para el debut de mi generación; además, vamos a presentar Romeo y Julieta en Ashland. No puedo irme.

—Bueno, si cambias de opinión, ya sabes —dice a regañadientes—. ¿Qué es eso de que vais a Ashland?

—No es gran cosa. Jody, en su infinita sabiduría, nos inscribió en la categoría de Bachillerato del Festival de Shakespeare y nos han aceptado —respondo mirando al suelo.

—Pues sí suena como algo grandioso —comenta, emocionada—. Oye, ¿cuándo es? ¡Me encantaría ir!

—No, mamá; no es gran cosa, en serio —me apresuro a protestar.

—Es inútil que te resistas, Megan. Si tú no me lo dices, se lo preguntaré a tu padre.

Pongo los ojos en blanco. En ese momento, desde abajo se oye un chillido capaz de romper varios cristales.

—Creo que debes irte —dice mi madre por encima de los berridos.

—¿Qué? ¿No aguantas? Solo durará los próximos veinte minutos —digo sonriendo a medias; ella se ríe—. Nos vemos luego, mami.

Cuelgo y bajo. La fuente de los aullidos está sentada en su silla alta en la cocina. Erin, mi media hermana de diecinueve meses, es adorable, pero sus pulmones serían la envidia del elenco musical de mi escuela. Me quedo en el marco de la puerta, añorando ya mis últimos momentos de paz.

Mi madrastra se acerca a la bebé. Rose es alta, rubia e indudablemente hermosa. Parece que acabe de cumplir treinta, pero de hecho así es. Lleva dos años y medio casada con mi padre. Yo no pegué saltos de alegría cuando la conocí; fue apenas meses después del divorcio y, como todo niño, aún tenía la esperanza de que él cambiara de opinión y se diera cuenta de que mi madre era su media naranja.

Rose arrasó con esas expectativas. Cuando me enteré de que mi padre estaba saliendo con una mujer diez años menor, dudé de su sinceridad. Supuse que, como estaba a punto de cumplir los cuarenta, estaba en la crisis de la mediana edad y que se había buscado una rubia que lo hiciera sentir más joven. Típico.

Pero entonces los vi juntos y finalmente comprendí lo que no pude entender en los dos años en que fui testigo de cómo se desmoronaba el matrimonio de mis padres. No era una crisis de la mediana edad. Papá no estaba harto de la institución del matrimonio; simplemente había dejado de amar a mi madre. Vi cómo le sonreía a Rose el día que la conocí. Jamás lo había visto sonreír así. En ese momento supe que nunca se arrepentiría de haberse divorciado. Estaba enamorado de Rose. Y eso no tenía que ver con su edad ni con nada que no fuera estar con ella. Típico, sí, pero no de la manera en que pensé en un principio. Había encontrado a su alma gemela.

—Oye —dice papá señalando a Rose con una espátula—, te dije que no te levantaras para nada.

Se queda mirándola con la misma sonrisa adorable que se dedican los adolescentes enamorados. Rose está embarazada de siete meses.

Ella tuerce los ojos, pero se acaricia la barriga, se vuelve a sentar y lo mira con ternura.

Debería odiar a Rose o al menos lo que ella representa. Eso quisiera, pero la verdad es que no la odio ni la he odiado nunca. No es culpa suya que la relación de mis padres no haya sido eterna, como yo quería. Y tampoco la culpo porque mi padre se haya enamorado de ella como nunca se enamoró de mi madre. Y a pesar de mi incapacidad para odiarla, mi relación con ella se parece más a la de dos compañeros que detestan compartir casa que a la de dos personas con el mismo apellido.

Mi padre suelta la espátula y cierra un ojo cuando Erin empieza a llorar con ganas. Corre enseguida a por su elefante de peluche favorito.

Sigo en el marco de la puerta, tratando de no perder la paciencia. Amo a Erin, Rose no me desagrada del todo, pero a veces es difícil. Este es mi último año de bachillerato. Debería estar estudiando y yendo a fiestas los sábados. En vez de eso, tengo que usar tapones para los oídos si quiero concentrarme y hacer de niñera. Debería estar planeando mi futuro y encontrándome a mí misma; en cambio, estoy lidiando con una madrastra nueva y con comida de bebé pegoteada en mis libros.

Y no solo eso. Lo más difícil es ver que mi padre está construyendo una vida nueva en la que cada vez encajo menos. Especialmente, con Erin y la bebé en camino. Es como si me dejaran vivir aquí el año que me falta para ir a la universidad, después de lo cual podrán tener la familia que quieren.

3

fray lorenzo: El gozo violento tiene un fin violento

y muere en su éxtasis como fuego y pólvora,

que, al unirse, estallan.

ii.v

Reconozco el cabello de Owen Okita a más de un metro de distancia: negro, peinado hacia un lado, como si justo ahora se hubiera pasado la mano por la cabeza varias veces; y es casi seguro que lo hizo, porque recuerdo que en el restaurante no podía quedarse quieto. O sea, si no está escribiendo en su cuaderno, sus manos buscan en qué ocuparse.

Está llegando a la esquina, donde hay un enorme charco que quedó del chaparrón de ayer. Yo pasé el domingo preparándome para nuestro primer ensayo, viendo una y otra vez la actuación de Olivia Hussey en la versión de Romeo y Julieta de Zeffirelli, pero solo conseguí ponerme aún más nerviosa. Ahora es lunes y más tarde será el primer ensayo.

Me detengo junto a la señal de stop, a la altura de donde está Owen, y bajo la ventanilla.

—Hola, ¿quieres que te lleve? Sería genial hablar con alguien para dejar de pensar en el ensayo de hoy.

Owen alza la mirada, buscando de dónde viene mi voz, y noto sorpresa en sus ojos cuando me ve.

—No, estoy bien. Gracias de todos modos.

—Me he duchado, ¿sabes? No apesto —digo, y hago una mueca.

—No, yo no... —Se detiene, reflexionando; sacude la cabeza y arruga el ceño con curiosidad—. ¿Es común que la gente no quiera subirse a tu coche porque apestas?

Sin poder evitarlo, mis ojos empiezan a parpadear y Owen parece estar satisfecho con mi reacción.

—Es que me gusta caminar —explica al fin—. Me da tiempo para pensar.

Alzo los hombros, recuperando mi pose anterior.

—Tú te lo pierdes. Para tu información, hoy he usado jabón de coco y huelo estupendamente.

Acelero y lo dejo atrás. Por el espejo retrovisor veo que se queda parpadeando un momento; luego da un paso justo directo a un charco y enseguida baja la mirada, consternado, como si acabara de recordar que ahí había uno.

Al llegar al aparcamiento de la escuela, diez minutos después, Madeleine está esperándome.

Por alguna razón, aunque todo el mundo la ame y ella se pueda dar el lujo de escoger a sus amigos (desde la capitana del equipo de animadoras hasta el alumno aventajado de la generación), me eligió a mí como su mejor amiga. En sentido estricto, ni siquiera diría que es popular. Yo también le caigo bien a mucha gente, pero la mayoría me conoce gracias a ella. En parte por eso no me molesta mi reputación de ligona en la escuela, porque así soy algo más que solo la amiga de Madeleine.

Cuando la alcanzo en el aparcamiento de bicicletas, la saludo y ella me recibe con un efusivo resumen de su fin de semana. Pasó el sábado coordinando una venta de pasteles para reunir fondos que se donarán a la caridad; el domingo se quedó en casa por la lluvia, jugando a construir castillos de naipes y bebiendo chocolate caliente con su hermana y Tyler. Mientras estuvimos juntos, él nunca pasó tiempo con mi familia; claro que Erin no es exactamente la diversión en persona, a menos que uno disfrute de limpiar mocos y de quitar todo lo que podría quedar al alcance de sus (hay que admitirlo) adorables bracitos. Sin embargo, la relación entre ellos es diferente. Supongo que cuando un noviazgo es más formal incluso lo aburrido parece maravilloso.

Nos dirigimos hacia los pasillos e inmediatamente me distraigo con Wyatt Rhodes, quien admira su cabello en el espejo de su taquilla. Es de lo más vanidoso, pero quién puede culparlo; yo también lo admiro. Qué injusto que él tenga que usar un espejo para disfrutar lo que todos tenemos a simple vista.

—¡Megan!

La voz de Madeleine me saca de mis pensamientos. Por su expresión seria, sé que me ha descubierto.

—¿Y si en el fondo es un gran chico? Todos merecemos una oportunidad —imploro en voz baja.

Ella me agarra del codo con sus uñas perfectamente pintadas de color naranja pastel.

—Número dos de la lista —me regaña y me lleva lejos de Wyatt.

Aun así, no me quedo con las ganas de echarle un último vistazo por encima del hombro. Cuando doblamos la esquina, y Wyatt y sus bíceps se quedan atrás, Madeleine me detiene a mitad del pasillo y pone ambas manos en mis hombros para que la mire directamente a la cara.

—Esta semana iremos al partido de fútbol americano —me dice tajante.

—¿Qué? ¿Por? —No me interesan para nada los deportes organizados, especialmente los de bachillerato; a menos que el uniforme sea un Speedo...

—Porque solo así puedo asegurarme de que estarás muy lejos de Wyatt Rhodes el viernes por la noche.

Hago una mueca.

—¡Eres peor que mi madre! ¿Qué tiene de malo una aventura si se trata de..., ya sabes..., Wyatt?

Unas chicas de primero, a las que estoy segura de que Madeleine apenas les ha dirigido la palabra, la saludan con efusión. Ella les sonríe y luego vuelve la mirada hacia mí.

—No tiene nada de malo una aventura con Wyatt —responde, tratando de liberarme de culpas—, pero tú no quieres un ligue, Megan. Nunca lo has querido. Tú buscas un novio y estás desesperada porque llevas mucho tiempo soltera; pero sabes que Wyatt Rhodes no te hará feliz. Admítelo.

Me quedo callada porque claro que tiene razón. Es Madeleine.

—Está bien, no me acercaré —prometo a regañadientes—. Pero me niego a ir al partido de fútbol americano —declaro.

Ella tuerce la boca en una mueca irónica.

—Luego hablamos —dice, e inclina la cabeza hacia delante, como diciendo: «Esta conversación aún no ha terminado». Luego se va a su clase.

Camino hacia mi aula y alcanzo a ver a Owen al final del pasillo. Su jersey está arrugado; quizá tuvo que correr para llegar a tiempo. Está metiendo un montón de papeles en su taquilla y uno se cae al suelo: es el periódico escolar. Seguro que tiene dos o tres ejemplares. Sospecho que se los va a mandar a Jordan para que los guarde.

Debe ser difícil que tu mejor amigo se mude a otro estado en el último año de insti. A pesar de que la mía me aturde con sus consejos perfectos, me sentiría completamente perdida si ella se fuera lejos y me dejara aquí. Presiento que Owen se unió a la clase de Teatro por otras razones además de amar Romeo y Julieta. Tal vez busque hacer amigos nuevos. Me digo que debo invitar a Owen a sentarse con los chicos de Teatro en la comida.

Él se da prisa en coger sus cosas y corre a su clase, aunque de pronto se detiene frente a la puerta. De repente, saca su cuaderno y anota una rápida... ¿observación?, ¿idea?, ¿recordatorio?, ¿sucesión de Fibonacci? Por un segundo, me gustaría saberlo.

Entro en el aula sopesando las palabras de Madeleine. Tiene razón y no solo sobre Wyatt. Es verdad que llevo soltera un tiempo y sí quiero tener novio. Si sobrevivo hoy, me concentraré en encontrar a alguien que me importe y a quien yo pueda importarle.

Horas antes de nuestro primer ensayo, quiero vomitar. O desaparecer. O ambas cosas.

En vez de eso, trato de aparentar que estoy bien cuando me siento en uno de los círculos que forman los chicos de Teatro para comer en la colina detrás del teatro. Todos están aquí, excepto Anthony, quien todos los días invariablemente aprovecha este tiempo para adelantar sus deberes. Una vez intenté acompañarlo, hasta que la bibliotecaria me echó por quejarme en voz demasiado alta de lo aburrida que es la geometría.

Por lo general, me divierte sentarme con ellos; me gusta repasar los diálogos y planear fiestas del elenco. Pero hoy no. No me ha gustado nada la cara que han puesto al verme.

—Debes de estar superemocionada —me dice Jenna Cho con una sonrisa de oreja a oreja, desde su sitio en el círculo. Su entusiasmo es contagioso, pero no por eso menos incómodo.

—Esto..., sí, definitivamente estoy emocionada —digo entre dientes. Ains, si actúo así de rígida en el ensayo, la obra se va a la mierda.

De pronto siento los ojos de Alyssa sobre mí.

—¿Sabes? Yo fui Julieta en la obra de verano del teatro comunitario. Me encantaría ayudarte; puedo dejarte mis apuntes. —Me dedica una sonrisa tan artificial como la sacarina.

—Gracias, pero ya estoy preparándome, Alyssa. —Le devuelvo la sonrisa, con la misma sinceridad.

Jenna me acerca el plato de galletas que ha estado circulando.

—O sea, no debe ser nada difícil actuar junto a Tyler —agrega Alyssa, con una sonrisa todavía amplia.

—No sería la primera vez que saltan chispas entre un Romeo y su Julieta —se entromete Cate Dawson, alzando una ceja—. Vosotros incluso tuvisteis algo.

Por supuesto, justo en ese momento Madeleine camina por ahí del brazo de Tyler. Enseguida, se le borra la sonrisa y sé que es porque ha escuchado a Cate. Peor aún: no soy tan despistada como para no darme cuenta de que ya ha empezado a preocuparse por esto.

No me queda otra que aligerar la tensión.

—Soy la última persona que haría saltar chispas con Tyler. Créeme, ya pasé por ahí y no me interesa.

Las chicas se ríen y mi mejor amiga me sonríe, agradecida.

—Sí, tener química con Megan —empieza a decir Tyler, cruzando miradas con todos en el círculo, como si estuviera en el escenario— será una de las pruebas más duras para demostrar mis habilidades como actor. —Nos deslumbra a todos con su sonrisa más sexy, que me recuerda a Hamlet cuando dice: «Uno puede sonreír y sonreír, y aun así ser un villano».

Que ya no me interese lo más mínimo no quiere decir que sus insultos no me duelan.

En la última hora de clases, aún siento el aguijonazo de las palabras de Tyler. Sin embargo, cuando llego al teatro, Owen está sentado fuera, de nuevo escribiendo en su cuaderno. Los demás entran, pero yo decido pasar unos cuantos minutos más sin Tyler.

Me detengo justo frente a los pies de Owen.

—¿Listo para venderle drogas a las chicas menores de edad?

Él levanta la cabeza y sus ojos negros se abren como platos.

—¿Qué?

—No te hagas el tonto —le doy una patadita en el pie con mi bota—, fray Lorenzo...

Él se queda pensando y luego me pregunta con cara muy seria:

—¿Lista para entablar una relación inapropiada con un adolescente supersentimental que terminará muy mal para todos los involucrados? —Sus facciones se endurecen, como retándome a seguir con el humor ácido.

—Me suena a un típico lunes —respondo.

Ahora sonríe, tal como lo hizo en el Verona, con la cara iluminada. Se levanta y me abre la puerta.

A diferencia de cualquier otro lunes, en el que el teatro es puro caos, con chicos jugando a improvisar mientras el coro canta diferentes melodías al mismo tiempo junto al piano, hoy todo es orden. En su mayoría, los miembros del elenco de Romeo y Julieta están sentados en sillas dispuestas en círculo en el centro de la habitación. Unas chicas de último año rodean a Alyssa y la escuchan leer la escena de la muerte de Julieta. Al fondo, Anthony deambula haciendo sus ejercicios de vocalización. De pronto, recuerdo lo que me dijo el viernes sobre cuánto significa esta obra para él y siento una nueva oleada de náuseas.

Justo después de que Owen y yo nos sentemos, llega Jody.

—Vamos a empezar leyendo la escena en la que Romeo y Julieta se conocen —anuncia, y le da un montón de guiones a Anthony.

En el círculo, frente a mí, Tyler hace una mueca burlona cuando encuentra sus diálogos en esa escena. Tan pronto como Anthony reparte los guiones, Tyler se levanta y empieza.

Por siempre jamás

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