Pros y contras del turismo fantasmal

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Nadie quiere encontrarse un fantasma en casa. Una voz espectral, el destello fugaz de una bruja traslúcida flotando por el pasillo, la visita de un ente invisible que se te sienta en el pecho mientras duermes, y te falta tiempo para llamar a un exorcista y vender a la baja. Pero, oye, ver un fantasma en casa ajena..., eso es harina de otro costal. Conduces lo que haga falta, pagas lo que sea por la entrada y haces cola el tiempo que toque siempre que tengas la certeza más o menos absoluta de que el espectro no te va a seguir a casa. Como los humanos somos así, hay montones de personas dispuestas a cobrarnos por un encuentro seguro y consensuado con lo desconocido, y a hacernos pasar después por la tienda de regalos. Bienvenidos al mundo apasionante y de dudosa moralidad del turismo fantasmal.

En el siglo xix, la gente la liaba parda por cualquier tontería, pero una de las cosas por las que más le gustaba montar un follón, aparte del precio de los alimentos, la pesca, el teatro, el robo de cadáveres y la política, era para ver fantasmas. En 1843 se reunió un millar de personas para ver a un fantasma aparecérsele a un marinero; en 1868 se juntaron dos mil para ver al fantasma de un cadáver sacado de un río; en 1852 tres mil personas se reunían todas las noches para oír a los espectros aporrear la paredes de una casa; en 1874 fueron ya seis mil las que se juntaron para ver a un fantasma que resultó ser un recorte en papel blanco sujeto a un árbol con una chincheta. Dio igual, porque otras tantas personas volvieron para verlo las siguientes noches durante una semana. Los dueños de viviendas públicas hacían el agosto en estas ocasiones, y ya en 1858 figuraba en las guías de viaje una serie de destinos encantados pensados para el turista curioso e interesado en un encuentro con el más allá.

Los fantasmas, claro, rara vez aparecen a demanda y por eso, para garantizar un suministro constante de espectros de calidad, algunas personas optaron por construir sus propias casas encantadas. En 1915, Orton & Spooner, un fabricante británico de atracciones de feria, creó en Liphook (Inglaterra) la que se dio a conocer como «la casa encantada de Orton & Spooner». Este tipo de atracciones no tardaron en convertirse en parte de la cultura ferial de los años treinta y cuarenta, pero alcanzaron su máximo apogeo capitalista en 1969, cuando abrió en Disneyland la Mansión Encantada. Walt Disney tenía pensado desde el principio instalar una casa encantada en su parque temático, y en los planos originales de 1955 ya había una, pero tardaron catorce años en hacerla a su gusto.

No obstante, si no te la podías hacer, siempre tenías la opción de adquirir una finca de aspecto siniestro e inventarte unas cuantas trolas sobre su historia, que fue precisamente lo que hicieron John y Mayme Brown cuando compraron la mansión de Sarah Winchester en San José. La historia que se contaba era que la ermitaña y trastornada Sarah Winchester se hizo un casa de dos mil doscientos metros cuadrados, «la casa misteriosa», con diecisiete chimeneas, dos mil puertas (algunas de las cuales se abrían a la nada), montones de escaleras de caracol (muchas de ellas a ninguna parte) y diseño laberíntico, porque tenía miedo de los espíritus de quienes habían muerto asesinados por el fusil de repetición Winchester, origen de la fortuna familiar heredada por ella.

En realidad, Winchester se mudó a California y se hizo una casa después de perder, en apenas dos años, a su madre, su suegro, su hermana y su marido. Sarah, arquitecta, decoradora de interiores y paisajista autodidacta, construyó su mansión habitación a habitación, experimentando por el camino y echando abajo las partes que no satisfacían sus estándares o no le habían quedado del todo bien. Ese tipo de obra perpetua tampoco era inusual en las herederas de la Edad Dorada, pero lo raro de Sarah fue que lo hizo sin el asesoramiento de un arquitecto. Era una propietaria implicadísima que quería aprender con la práctica. Su reputación de ermitaña venía de que tenía las manos muy deformadas por la artritis y se avergonzaba muchísimo de su dentadura estropeada, por lo que evitó socializar en años posteriores. Las escaleras que no llevaban a ninguna parte y las puertas que se abrían a la nada se debían a que el terremoto que hubo en San Francisco en 1906 le destrozó la casa y, en vez de derribarla y empezar de cero, prefirió reconstruir ciertas partes, dejando a la vista las cicatrices del seísmo, para fastidio de sus vecinos, a los que no les gustaba que les recordaran la tragedia.

Un años después de su muerte, en 1922, los Brown alquilaron la casa y empezaron a sacar partido a las historias fantasmales sobre Winchester difundidas por la prensa unos decenios antes. Según esos relatos, el remordimiento de Sarah por el papel que el fusil de su familia había desempeñado en la matanza de miles de indios americanos durante la conquista del oeste había sido el motor de su proyecto arquitectónico, pero Winchester nunca manifestó públicamente ningún pesar por el origen de su fortuna. La única causa que defendió en público fue la lucha contra la tuberculosis, que se llevó a su amado a los cuarenta y tres años, e hizo donaciones millonarias para combatir esa enfermedad. Pero, claro, cuando ya has palmado, a nadie le interesa tu opinión, y cualquier relato de los nuevos propietarios eclipsará siempre la verdad.

Frances Kermeen compró la plantación Myrtles, en St. Francisville (Los Ángeles), con la esperanza de transformarla en un alojamiento romántico. Sin embargo, según cuentan, vio peligrar sus sueños con la aparición de un puñado de fantasmas. Un periódico local publicó el relato de sus sueños rotos y los espacios televisivos The Today Show y Ripley’s Believe It Or Not le tomaron el relevo. En vez de destrozar sus anhelos, la publicidad que le hicieron fue una bendición para ella, por las hordas de turistas que llegaron a Myrtles desde todas partes del país con la esperanza de ver al espectro.

Según el sitio web de la plantación Myrtles, «el sur siempre nos proporcionará relatos románticos y de misterio» y en esa plantación, que es «una de las casas más encantadas de Estados Unidos» hay romance y misterio de sobra. Está el fantasma de Chloe, una esclava negra a la que le cortaron las orejas por escuchar detrás de las puertas y a la que lincharon (otros esclavos, no los negreros, claro) por envenenar a la familia. Luego está el de una india americana que andaba también por allí, probablemente porque, al parecer, la plantación se había levantado sobre un enterramiento de la tribu tunica. Hay un sitio encantado donde se asesinó a tres soldados de la Unión que intentaban desvalijar la casa; el fantasma del hijo del hombre que lo construyó, apuñalado en una reyerta por una deuda de juego; el de una cuidadora asesinada en un robo de 1927, y así hasta mil. Según los registros públicos y los descendientes de la familia que construyó Myrtles, ninguna de estas cosas es cierta, salvo quizá lo del enterramiento tunica, pero, como casi todo Estados Unidos es, de facto, cementerio de miles de indios americanos asesinados allí, el argumento tampoco nos sirve mucho.

Si no encuentras una plantación, siempre te puedes comprar un antiguo burdel y llenarlo de fantasmas ficticios, o te llevas a la gente de turné por los alrededores. Visit El Paso, los encargados de comercializar la ciudad de El Paso, tienen un sitio web curradísimo en el que se publicita un recorrido por un burdel encantado «NO apto para niños, cardíacos ni personas hipersensibles». Cuando ya hayas visto los burdeles encantados de El Paso, te puedes ir a Fort Worth a ver el Hotel de la Señorita Molly, que también era un burdel, donde «el visitante vive todo tipo de experiencias, desde avistamientos espectrales hasta la percepción de olores inexplicables»; prueba luego el tour «Balas y burdeles» de Tombstone (Arizona) o visita el histórico Hotel Fairmont, en Deadwood (Dakota del Sur) y sus «tours paranormales y de burdeles».

Las fulanas y las esclavas de sitios como el Hotel de la Señorita Molly y la plantación Myrtles no son relevantes. Las recluyeron y explotaron en vida para enriquecer a sus amos y siguen explotándolas con idéntico fin ahora que están muertas. Con lo mucho que se habla de que todos tenemos algo que contar, de que todos deberíamos contar lo nuestro y de lo liberador que es el relato, no se dice nada, en cambio, de la trampa de la narrativa, de la forma en que se usa la prosa para tejer una prisión virtual en la que los explotados en vida se convierten en explotados al morir, y jamás se les permiten paz y dignidad. Si crees en los fantasmas (y, si estás haciendo el tour de un burdel encantado, o crees en los fantasmas o estás tirando el dinero), quizá tendrías que dedicar un minuto a cuestionarte la moralidad de definir a los muertos por el peor día de su vida y la ética de visitarlos en el lugar de su opresión.

Pero hay un tipo de turismo fantasmal que es modelo de liberación: el turismo espectral para fantasmas. Peter Damien, un monje del siglo x, contaba la historia de una romana que se sorprendió un buen día al ver una figura conocida saliendo de una basílica dedicada a la Virgen María. Preguntó, como es lógico, «¿No eres tú mi madrina, Marozia, que murió hace poco?». «Sí, soy yo», contestó el fantasma de Marozia. «¿Cómo te va?», le dijo la mujer, a lo que Marozia respondió que ardía en el infierno porque había ido a confesarse la víspera de su muerte, pero había olvidado por completo que en su día había sido lesbiana y juerguista, y no había mencionado en confesión a todas las jóvenes con las que se había liado y, claro, no la habían absuelto de ese pecado, y había terminado en el averno. Solo que la Virgen María había decidido que ya les valía la tontería y había librado del infierno a Marozia y a sus lesbianas (unas veinte o treinta mil), y andaban todas de ruta espectral por los lugares sagrados dedicados a la Virgen, porque se habían descubierto, póstumamente, grandes admiradoras de su labor. Después Marozia desapareció, en principio para seguir haciendo turismo fantasmal, del bueno, quiero decir.

Grady Hendrix, autor de Cómo vender una casa encantada.

Traducido por  Pilar de la Peña Minguell

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