La realidad económica del propietario de una casa encantada

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No pagan alquiler, ni su parte del gas, el agua y la luz, y encima hacen ruiditos por las noches. Compartir piso con un fantasma es un asco. Peor aún, como se te acople en casa, no hay forma legal de echarlo. Lo demuestra el caso de aquellos cuatro compañeros de piso de Brístol que, en 1834, fueron al abogado queriendo rescindir el contrato de alquiler de su piso porque habían visto una luz azul muy rara y a dos señoras de luto flotando por ahí, y la hija de uno de ellos se había topado con una rubia misteriosa de ojos grises. Eso son como mínimo siete personas en la misma vivienda (ocho contando con la niña y nueve si contamos la luz azul). El abogado rechazó el caso y los cuatro tíos acudieron a un magistrado local que les dijo que los fantasmas no existen. Uno de los afectados mencionó a John Wesley, fundador del metodismo, como prueba de su existencia. El magistrado los mandó a tomar viento fresco. Moraleja: nunca ejerzas de abogado propio si hay fantasmas de por medio. Y otra moraleja: como se te apalanque un fantasma en casa, lo llevas claro. ¿Y los milénials piensan que el mercado inmobiliario no les da un respiro? Pues eso no es nada comparado con lo chungo que lo tienen los vivos en uno abarrotado de entes sobrenaturales con ínfulas que no respetan el límite entre la vida y la muerte ni los contratos de arrendamiento.

Los fantasmas han sido un peñazo en general casi desde el comienzo de los tiempos, pero, por lo visto, a los de antes les valía con beber sangre y profetizar. En la Edad Media eran seres quejumbrosos que daban la turra a los vivos para que rescataran sus cuerpos ahogados y les dieran sepultura o los absolvieran por delitos cometidos en vida. En aquellos tiempos valoraban el trabajo duro y, de cuando en cuando, hacían de cuidadores de retrete, cargaban con pesados sacos de alubias y formaban ejércitos para ayudar a no sé qué duque a proteger su reino o a no sé qué otro duque que no era tan de rezar como el primero.

Esos valores se perdieron con la llegada del siglo xiii, que nos trae el primer caso de fantasmas gorrones. Según los bardos de la época, apareció en Islandia una escocesa con un juego de sábanas carísimas. Terminó trabajando de criada y, en su lecho de muerte, pidió que le quemaran las sábanas, pero su señora se las quedó. Casi de inmediato, los vecinos empezaron a sufrir terribles accidentes y okupó el salón principal una pandilla de espíritus malignos que se negaban a largarse. Se reunían junto al fuego todas las noches y, en general, resultaban desagradables. A los vecinos de la zona se les ocurrió la idea genial de llevarlos a juicio, acusados de alterar el orden público, pero los espíritus pasaron mucho de ellos. El juicio duró días y, al final, el cabecilla espectral dijo que «allí no había quien aguantase» (¡menuda jeta!) y se piró. No obstante, fue una victoria relativa, porque los espíritus no tendrían que haber estado allí, pero la señora también podía haberse comprado sábanas nuevas.

Los fantasmas de la época isabelina y de la Restauración estaban obsesionados con la venganza, pero en el siglo xviii empezaron a tontear con el mercado inmobiliario. Al principio, el problema no eran los fantasmas en sí, sino la gente que se hacía pasar por ellos. En 1732, The Gentleman’s Magazine reunía un buen número de engaños pensados para «hundir el alquiler de una vivienda que el inquilino expulsado tenía intención de recuperar», y en 1740, la actriz y escritora Eliza Haywood dijo que «se está informando de que ciertas casas están encantadas para perjudicar a los propietarios».

Pero, con el comienzo del siglo xix, los fantasmas se convirtieron en un problema de calidad de vida. En 1818, la señora Jervis, de Regent Street, se quejaba de que los ruidosos fantasmas atraían a multitudes aún más bulliciosas y le impedían encontrar un inquilino al que alquilarle su casa. La policía lo investigó debidamente, pero no consiguió echar a los fantasmas. En 1828, The Sun informaba de que, debido al avistamiento de un fantasma en Percy Street, no había quien fuera a ningún lado, y en 1830, la llamada «sensación fantasmal de Bermondsey» atraía a unas dos mil personas todas las noches.

A veces esas multitudes no se andaban con chorradas. En 1845, «todo un ejército de chavales» sitió una torre de Norwich en la que se había visto a un fantasma. Se liaron a pedradas con el ente sobrenatural y lo amenazaron con darle una paliza. En junio de 1867, cuando se informó de la presencia de un fantasma en Woburn Square, un grupo de jóvenes empezó a patear las puertas del edificio, exigiendo al fantasma que se dejara ver para poder zurrarle a gusto. En 1882, cuando se hizo pública la existencia de fantasmas en el 40 de Halsey Street, todas las semanas se reunía la gente a la puerta de la casa para tirar caca y piedras con la esperanza de acertarle al espectro. Los pobres dueños luego tenían que limpiar de mierda, piedras y niños sus jardines.

Claro que algunos propietarios se hicieron su carpe diem con esto. William Lowe, dueño del Tiger Pub de Derbyshire tenía una mesa encantada cuyas hojas laterales aleteaban y le permitían revolotear por ahí. Eso atrajo a grandes multitudes ansiosas por ver al fantasma, y posiblemente arrojarle excrementos. Lowe no desaprovechó la ocasión. Se inventó unas bebidas especiales e hizo el agosto consiguiendo que los gañanes bebieran como cosacos mientras aguardaban la aparición del supuesto fantasma. En 1835, el dueño del Lord Hill Pub sacó partido al avistamiento de un espectro en el barrio imprimiendo unos panfletos en los que no solo publicitaba al ente sobrenatural, sino también los precios bajísimos de su establecimiento. Cuando llegaron las hordas de curiosos, los desplumó.

Ya en 1858, las casas encantadas se anunciaban como destinos turísticos en las guías británicas locales, y Charles Dickens buscaba ex profeso posadas y viviendas en las que disfrutar de «un descanso con interrupciones». En una entrevista que publicó el Daily Mirror en 1907, un agente inmobiliario del West End decía: «Tenemos siempre a mano una lista de casas en las que supuestamente ha habido apariciones». No obstante, el agente informaba de que esas casas las buscaban sobre todo estadounidenses catetos y pejigueros. «Algunos son muy tiquismiquis con lo de los fantasmas ―decía el agente―: les gustan los originales, sobre todo los implicados en acontecimientos históricos. Seguro que si los convences de que una casa está habitada por la sombra de la reina Isabel te pagan lo que pidas».

Como el éxito futuro de The Crown prometía dar mucha pasta, empezaron a aparecer fantasmas en la publicidad de las agencias inmobiliarias, tipo esta de 1936: «Se vende casa encantada. Vivienda del siglo xvi en un pueblo tranquilo de Sussex, perfecta como casa de invitados”. En 1919 se vio en varios diarios británicos un anuncio de la venta del castillo de Beckington en el que se aseguraba que «el sitio tiene mucho más aliciente porque se dice que está encantado».

Y así queda demostrado que compartir piso con un fantasma es, en el fondo, cosa de clases: si eres el inquilino, te persigue un ente sobrenatural majara perdido que te rompe las cosas y te asusta a los niños; en cambio, si eres el propietario, de pronto te encuentras con un activo de gran valor. El hogar donde vivieron los Perron en Rhode Island, base de las pelis de Expediente Warren: The Conjuring, se vendió en 2022 por un veintisiete por ciento más de su precio de salida, y el Stanley Hotel, que inspiró a Stephen King El resplandor, se forra con los tours fantasmales.

Pero incluso entre propietarios hay división de clases: si lo tuyo es una casa encantada corrientita que no ha tenido la suerte de protagonizar una serie superfamosa de películas, tus fantasmas harán que tardes el doble en vender la casa y su valor de mercado descenderá entre un quince y un treinta y cinco por ciento, según no sé qué estudio. Además, en un número cada vez mayor de países, la transparencia contractual te exige que adviertas al vendedor de cualquier posible encantamiento, con lo que mover esa casa estigmatizada te resultará mucho más difícil. O sea, que los fantasmas, como ya sospechábamos, no son más que otro diente en el engranaje de la opresión económica que perpetúa de forma sistemática la desigualdad y destruye la movilidad social del ciudadano medio en cualquier parte.

GRADY HENDRIX

AUTOR DE CÓMO VENDER UNA CASA ENCANTADA

Texto traducido por Pilar de la Peña Minguell

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