I
Apiano,
Las guerras civiles, 58, 259
Roma, 88 a. C.
Estruendo. No, no el habitual estruendo de los carros en la Suburra, de las peleas
y riñas callejeras, de los vendedores que presumen de la calidad de sus mercancías.
Estruendo que sabe a miedo, gritos que transmiten agitación, un ansia que impregna
a los habitantes apenas despiertos del sórdido barrio a los pies del Viminal y el
Esquilino.
El muchacho, saltando repentinamente de la cama, imagina de qué miedo se trata.
Es un miedo que Roma nunca ha vivido, más que en el pasado: el de un ejército en armas
en marcha hacia la ciudad.
Pero sí, piensa el muchacho, quizá se sintieron así sus conciudadanos tres siglos
antes, cuando los galos de Breno, vencedores en Alia, se disponían a caer sobre la
Urbe. Pero esos eran bárbaros. Un enemigo natural al cual los dioses podían conceder
acaso la victoria en una batalla, pero nunca en la guerra.
Pero ¿a quién concederían la victoria los dioses en una lucha entre romanos?
El muchacho oye que la gente vuelve a casa, a pesar de que ha amanecido hace poco.
Regresan todos precipitadamente, suben las escaleras con la respiración afanosa, golpean
las puertas gritando a sus familiares que no asomen ni siquiera la nariz fuera de
las ventanas.
Están llegando.
Sila está llegando.
Y con seis legiones a sus espaldas.
—Cayo, hoy no vas donde elmagister, como es natural...
La madre del muchacho ha entrado en su cuarto. También ella, nota Cayo, está agitada.
Sus hermosos rasgos están tensos, contraídos y endurecidos. La preocupación la devora.
El hijo advierte que en su hermoso rostro no hay rastro de maquillaje. Raras veces
la ha visto así. Pero nunca, por otra parte, Aurelia ha vivido una situación semejante:
Sila viene a desafiar a su cuñado.
Cayo Mario.
Cayo Mario, triunfador de Yugurta, de los cimbrios y los teutones. Cayo Mario, seis
veces cónsul. Cayo Mario, el hombre que había pretendido quitar a Sila, cónsul designado,
el mando de la guerra contra Mitrídates del Ponto.
—Claro, mamá —respondió el muchacho. No. No iría donde elmagister. Aquel no era un día para ir a la escuela. Pero estaba muy decidido a aprender algo,
de todos modos. Esperó a que la mujer saliera de la habitación, luego se ajustó la
túnica a la cintura, se puso la toga pretexta y se encaminó, resuelto, hacia la puerta
de casa.
—¿Adónde vas? —preguntó la madre, viéndolo abrir la puerta.
No obtuvo respuesta. El muchacho había salido sin dignarse a mirarla. Ella lo persiguió
por las escaleras. Pero ya estaban en la planta más baja, aquella con las viviendas
más amplias y mejor servidas. Cayo permaneció fuera del portal un instante. Aurelia
volvió dentro y se asomó. Lo vio alejarse a paso veloz hacia los muros.
—Cayo Julio César, cuando se lo diga a tu padre...
Pero no supo cómo concluir la frase: incluso el padre se rendía la mayoría de las
veces ante la titánica voluntad de su hijo, a pesar de que tenía únicamente doce años.
Solo podía esperar que no le ocurriera nada.
No era fácil localizar a alguien a quien pudiera pedir información. Los pocos que
aún se encontraban por la calle iban demasiado deprisa para que pudiera detenerlos.
Pero el joven Cayo no era tímido.
—¡Quieto! —gritó a un viejo curtidor, apenas salido de unainsulacon una vasija llena de orina, que estaba cargando en el carro. Aquel no contestó
ni lo miró; es más, espoleó al mulo para que emprendiera la marcha. César se puso
delante de la bestia, corriendo el riesgo de ser arrollado. El viejo se vio obligado
a tirar de las riendas.
—¿Qué quieres, chiquillo? ¡Déjame marchar o perderé mi carga! —aulló con voz excitada.
—¿Qué sucede? ¿Los cónsules están a las puertas de la ciudad?
El tono de César, por el contrario, era imperioso y firme.
—El cónsul Sila está aquí dentro. Está intentando forzar la puerta Esquilina. El cónsul
Quinto Pompeyo, en cambio, bloquea la puerta Collina. Si Cayo Mario no organiza bien
la defensa, entrarán pronto. ¡Y ahora apártate!
El muchacho se desplazó. Habían ido rápido, entonces. De Nola a Roma en un tiempo
apenas superior al empleado por los mensajeros —y por los disidentes de la armada de Sila— para avisar a la ciudad y a Cayo Mario.
Habían ido tan rápido que no le habían dado el tiempo suficiente a su tío para organizar
una defensa adecuada.
Bien, al menos las puertas debían de tener una guarnición, se dijo César. Y él tenía
la suerte de encontrarse precisamente junto al punto en que Sila estaba realizando
el asalto a los muros. Podría observar, al fin, el primer combate de su vida.
Casualmente, era también el primer combate entre romanos a lo largo de los muros de
la Urbe.
—¡Ha entrado! ¡Sila ha entrado con dos legiones!
Gritos y trompetas a su derecha. Se volvió. Vio a un soldado corriendo hacia él. Luego,
otro, y otro más detrás de ellos, sobre el fondo recortado por la muralla. Los legionarios
del cónsul marchaban en orden compacto: sobre los yelmos descollaban las enseñas de
las distintas unidades. Los precedía el sonido de los cuernos, las trompetas y las
bocinas.
Soldados en armas dentro de los muros de la Urbe. Y no para una ceremonia triunfal.
Nunca se había oído desde tiempos inmemoriales.
Oyó estruendo también a su izquierda. Se volvió de nuevo. Un grupo de soldados iba
hacia él. Soldados, pero también ciudadanos armados con palos, mazas y piedras: una
horda desordenada e indistinta de voluntarios.
Por lo visto, su tío había conseguido organizar una especie de defensa. Parecía que
iba a ver el primer combate por las calles de Roma. No una sedición, sino una verdadera
batalla, con trompetas y enseñas de guerra.
Y él estaba justo en medio.
Al muchacho le bastó un rápido vistazo: los hombres de Mario no tenían ninguna esperanza
contra los legionarios de Sila. Los soldados, los de verdad, aplastarían cualquier
obstáculo sin ni siquiera aflojar su avance. Incluido él. Miró a su alrededor, buscando
un recoveco donde refugiarse. No, de qué le serviría un recoveco, concluyó. Necesitaba
un sitio elevado desde el que observar la batalla. O la masacre en que parecía que
iba a transformarse.
Se dio cuenta de que no estaba solo en aquella incómoda y peligrosa situación. Desde
un rincón, a su izquierda, asomó otro chiquillo, más o menos de su edad. Cerca de
él, la chusma de los seguidores de Mario blandía hoces y palos, y algunos gladios,
las características espadas cortas romanas, y algunas lanzas. El muchacho se dirigió
al lado opuesto de la calle, hacia un carro abandonado al cual estaba aún enganchado
un buey: el carretero debía de haber escapado a toda prisa en cuanto vio a los primeros
soldados aparecer en el horizonte.
El chico aferró al animal por el cabestro, intentando que se moviera. Pero la bestia
mugía, y no se movió de allí. Trató de arrastrarlo hacia un callejón lateral. Eran
solo unos pocos pasos, pero la obstinación del buey, nervioso por el alboroto de los
soldados que se aproximaban, parecía imponerse. Sin embargo, observó César, el muchacho
no se daba por vencido, pese a que podría ser arrollado por la multitud o triturado
por la presión de las dos formaciones.
Luego, de pronto, el animal pegó un salto y con una cornada golpeó al chico, que acabó
en el suelo, aparentemente aturdido. César miró a la derecha, luego a la izquierda.
Los hombres de Sila estaban cerca, los de Mario muy cerca.
Cuestión de segundos. Lo iban a pisotear.
Se echó sobre el muchacho. Le pasó los brazos por debajo de las axilas y lo ayudó
a levantarse. El otro lo secundó con pasividad, pero una vez de pie, mientras César
lo empujaba en dirección al callejón lateral, tendió débilmente el brazo hacia el
carro, señalándole así que quería detenerse.
—¿Estás loco? Ven conmigo.
—Pero... la mercancía de mi padre está ahí arriba... —respondió el muchacho, con la voz pastosa y débil.
—Tu padre estará más contento si vuelves tú a casa —replicó, decidido, César, arrastrándolo lejos con mayor decisión.
En un instante estuvieron en un lado del callejón. César aún tuvo tiempo de examinar
a uno de los facinerosos de la primera fila que pasaron justo después de él.
—Quédate aquí y preocúpate de alcanzar tu carro solo después de la contienda. Yo tengo
cosas que hacer —dijo César, separándose del muchacho.
—No. Esperaré a que hayan pasado todos. Si el enfrentamiento se desarrolla un poco
más adelante, lo intentaré de nuevo.
El chiquillo parecía completamente recuperado.
Clangor de armas. Gritos de dolor y de ferocidad asesina.
El combate había comenzado. Y era justo allí donde se enfrentaban las dos formaciones.
El muchacho hizo un gesto de fastidio. Luego miró a César.
—Supongo que tengo que darte las gracias. Quizá tengas razón. Me hubieran masacrado.
—No te preocupes. De todos modos, yo no me pierdo este enfrentamiento.
—Yo tampoco.
—Entonces, sígueme. Busquemos un lugar elevado, desde el que podamos verlo sin correr
riesgos inútiles —concluyó César, mirando a su alrededor. Luego se dirigió, muy decidido, hacia un bloque
de toba aún no edificado, que surgía junto a unainsulade solo dos plantas, a su vez adyacente a una de ocho. Subió, seguido por el otro
muchacho, y desde allí alcanzó el balcón de la vivienda.
—¿Cómo te llamas? —preguntó a su nuevo compañero.
—Tito. Tito Labieno.
—¿Eres del barrio?
—Desde hace poco. Mi familia y yo nos trasladamos aquí hace un año. Venimos del Piceno.
¿Y tú quién eres?
—Cayo César, de la familia de los Julio.
Lo dijo con displicencia, sabiendo que así haría aún más efecto.Siemprehacía efecto.
—¡Un patricio! ¡No pensaba que los hubiera aquí, en la Suburra! Estás de paso...
—No. Vivo aquí.
—Entonces lo pasarás mal...
César había llegado a la terraza que hacía de cobertura parcial del edificio. Alargó
una mano hacia Labieno para ayudarlo a subir, pero se detuvo.
—Lo paso muy bien. Es solo que hace rato que no tenemos magistraturas. Y son ellas
las que traen dinero. Pero estamos entre las familias más antiguas de Roma. Descendemos
de Eneas y, por tanto, de Venus. Tenlo en mente —precisó con orgullo.
El otro asintió, y solo entonces César le dio la mano y lo aupó. Se miraron en silencio,
estudiándose. César era sin duda más alto; sus rasgos, notablemente aristocráticos,
eran delicados y agradables. El cabello, muy cuidado, castaño y suave, enmarcaba un
rostro más redondo que ovalado. El otro tenía rasgos apenas más marcados, un rostro
bien ovalado y un cuello largo, pero no tanto como el de su interlocutor. Tenía la
nariz igual de pronunciada, pero más ancha. Por la cabeza descendían indisciplinados
rizos rubios; sus cejas eran espesas y algún fugaz indicio de vello surcaba sus mejillas.
Tenía los ojos oscuros y penetrantes como los del patricio, pero carecían de la autoridad
que caracterizaba la mirada de César.
—Pero... espera un momento —dijo de repente Labieno—. Si eres de lagensJulia, eres parte en esta disputa. ¡Eres pariente de Cayo Mario!
—Sí. No deberías dejarte ver conmigo, si quieres un consejo desapasionado. No me parece
que mi querido tío político tenga los medios para oponerse a las legiones de los cónsules
—respondió César, echando un vistazo fugaz hacia abajo, donde la fuerza de choque de
los legionarios parecía, sin embargo, en apuros en aquellos espacios restringidos.
Labieno se quedó pensativo un instante.
—No importa. Me has salvado. Y, además, quiero ver la pelea. Subamos un poco más.
César asintió y se dirigió hacia el borde opuesto de la terraza, que limitaba con
el edificio más alto. Desde allí resultó muy fácil acceder a la otrainsulay seguir subiendo. Las azoteas, entre tanto, se iban llenando de curiosos. También
las ventanas, que, lejos de estar cerradas, alojaban cada una a varios espectadores.
Pero César quería estar más alto que todos, tener una visión de conjunto de lo que
sucedía como un estratega que necesitara ver todo el tablero para mover sus peones.
Una escalera exterior llevaba hasta el tejado. Una vez encima, no tenían más que estar
atentos y mantenerse en equilibrio sobre la superficie inclinada y sobre las tejas.
Desde allí se veía todo.
También las otras zonas de la ciudad. Y César notó enseguida que había otras tropas
legionarias acercándose, pero desde una dirección distinta de la puerta Esquilina.
Pronto se abalanzarían desde atrás sobre sus adversarios.
Concentró la propia atención en el combate que se libraba bajo él. Una refriega furibunda,
en la cual los legionarios no conseguían liberar su fuerza de choque. Es más, incluso
parecían tener dificultades. Frente al incontenible contraataque enemigo retrocedían,
en vez de avanzar. Buscó a Mario, buscó a Sila.
Su tío no estaba. O al menos, no se lo veía. No se lo imaginaba, de todos modos, con
casi setenta años, en medio de la multitud, dando mandobles con el gladio contra hombres
con la mitad de sus años y el doble de su corpulencia. Si Mario hubiera conseguido
birlar el mando de la campaña de Oriente a Sila, el muchacho no dudaba que habría
observado los combates desde una posición privilegiada, sin ofrecer ningún estímulo
a sus hombres.
En este sentido, el hecho de que fuera Sila contra Mitrídates era sin duda una ventaja
para Roma: estaba en la plenitud de los años, y aún sediento de gloria militar. Lo
vio, al fin. Vio al enemigo de su familia, a lomos de un magnífico alazán, en medio
de la propia formación. Pero sí, debía de ser él. No se veían oficiales, aparte de
los centuriones con la cresta traversa, entre las filas legionarias. César había oído
decir que solo un tribuno había secundado al cónsul, siguiéndolo hacia la Urbe. Todos
los demás se habían desmarcado. Y aquel comandante a caballo, con el ampliopaludamentum, la cresta sobre el yelmo y la armadura anatómica dorada, de la que colgaban tiras
de cuero, solo podía ser él.
Sus hombres no se limitaban a retroceder. Un portaestandarte de la primera fila que
había quedado desarmado de pronto intentó huir, temiendo quizá perder la enseña. Sus
camaradas lo vieron y, espantados, hicieron lo mismo: en breve, la sección más avanzada
del ejército silano se disgregó.
—Parece que al cónsul le está yendo mal... —comentó Labieno.
César no respondió. En el fondo, le disgustaba. Sabía que debía desear la victoria
de su tío, pero... Sila había sufrido una evidente injusticia. Había sido legalmente
elegido cónsul, y también legalmente le había sido asignado el mando en la guerra
mitridática. Luego, tras abandonar Roma, Mario se había hecho conferir el mando de
la campaña de Oriente.
El cónsul demostraba agallas al venir a recuperar lo que le habían quitado en su ausencia.
Y no había tenido escrúpulos para violar elpomerium, el sagrado suelo de Roma, y reivindicar sus propias razones, ni tampoco se había
dejado intimidar por el pasado militar de Mario ni desalentar por la opinión contraria
de sus oficiales. Es más, incluso había conseguido convencer a los soldados de nada
menos que seis legiones para marchar con él, en su defensa, contra la patria. ¡Qué
hombre! ¡Y qué dilemas había debido de superar!
Deseó que los dioses no lo pusieran nunca frente a elecciones de ese tipo.
Su mirada cayó de nuevo sobre Sila. Lo vio abrirse paso entre los soldados en desbandada
y cabalgar oblicuamente hacia el portaestandarte que había dado inicio a la derrota.
Cuando lo alcanzó, le arrancó la enseña de la mano y volvió a cabalgar hacia delante,
incitando a los otros a seguirlo.
—¡Ese sí que es un comandante! —exclamó Labieno, admirado.
César habría querido decir lo mismo, pero no podía.
Los soldados detuvieron su fuga y, poco a poco, reanudaron el avance. Labieno decidió
pinchar a su nuevo amigo:
—Claro, estas cosas también las hacía Cayo Mario, en los tiempos de los cimbrios y
los teutones.
Estaba hablando de un cuarto de siglo antes.
César se volvió apenas y lo miró de reojo. Se daba cuenta también él de que el tiempo
de Mario había pasado hacía rato. Lo cierto es que, después de estar toda la vida
en los campamentos militares, su tío nunca había sabido adaptarse a la vida civil,
y en la política había rendido pésimos servicios a la causa de lospopulares, de la que era un defensor muy poco idóneo. El padre de César sostenía que hubiera
sido mejor que se retirase definitivamente de la vida pública, y su hijo compartía
esa opinión. Pero ahora era de la familia, a pesar de que sus miserables orígenes
no encajaban con la noble vetustez de los Julio: había que apoyarlo hasta el final,
porque de él, al menos, seguro que no vendría ningún mal.
—¡Y también es un gran estratega! —continuó Labieno, señalando el centro de la ciudad. César comprendió enseguida qué
quería decir: otro contingente de legionarios, que evidentemente había entrado por
una puerta más al norte, avanzaba contra los de Mario. En breve, estos serían cogidos
en una pinza y estarían condenados. Además, entre tanto, las tropas de Sila, alentadas
por su jefe, habían reanudado su avance.
Alguien debía de haber advertido a los seguidores de Mario. De repente, las últimas
filas se fragmentaron y se dispersaron con increíble rapidez. Se decía que el tío
de César incluso había prometido la libertad a los esclavos que se enrolaran bajo
sus enseñas. Pues bien, si se había presentado alguno, era probable que estuviera
entre los primeros en escapar.
En apenas unos segundos, la voz de la llegada de las otras legiones alcanzó también
a las primeras filas de los marianos. Los hombres comenzaron a desperdigarse en todas
direcciones, introduciéndose entre los bloques de pisos, entrando en lasinsulae, tratando de alcanzar vías y calles distintas a las que estaban tomando los soldados
de Sila en su avance.
El público, que entre tanto había ido aumentando en las ventanas, los balcones y los
tejados de las casas, estaba consternado. Un momento antes, había podido comprobar
la aparente superioridad de los marianos. Sobre todo, en la Suburra, barrio popular
por excelencia, donde no había nadie partidario de Sila. Pero en otras partes la situación
no era muy distinta, después del sacrilegio que había cometido el cónsul y que, presumiblemente,
había escandalizado incluso a sus aristocráticos partidarios.
En apenas unos minutos, los legionarios de Sila se hicieron dueños del terreno. El
comandante impidió que se dispersaran persiguiendo a los fugitivos. Solo quiso que
esperasen a los soldados provenientes del norte para su reagrupación. Volvió a compactar
las filas y salió para disponerse frente a la primera línea. Daba la impresión de
que quería dar un discurso.
Una piedra golpeó su caballo. El animal relinchó, levantó las patas anteriores e hizo
oscilar al cónsul, que corrió el riesgo de caer desmontado. Inmediatamente después
cayó una teja, que rebotó en el suelo a pocos pasos de distancia. El segundo proyectil
había partido de la terraza que había bajo el tejado en el que estaban César y Labieno.
Luego, durante un momento, nada. Asombro por parte de los soldados, desconcierto por
parte de los espectadores. De repente, gritos, insultos y nuevos proyectiles. Una
lluvia de proyectiles. Desde los edificios empezó a volar de todo: piedras, vasijas,
tejas y palos se abatieron sobre las cabezas de los soldados, algunos de los cuales
empuñaron sus jabalinas y las apuntaron hacia arriba. Pero los ciudadanos se escondían
detrás de los antepechos y los alféizares, o se estiraban sobre los tejados y no ofrecían
un blanco fácil.
Algunos soldados se separaron de la formación y se dirigieron hacia la entrada de
lainsulamás cercana, quizá con la intención de hacer una redada. Sila se lo impidió, ordenó
a los centuriones que formaran testudos y a los jinetes que se dispusieran en círculo
en torno a él, con los escudos en alto para protegerlo. Por último, ordenó a los demás
que marcharan hacia el centro de la ciudad.
—¿Y tú? ¿No tiras nada?
Labieno insistía en provocar a su compañero.
—Me parece un gesto inútil y ridículo, lanzar piedras contra unos soldados. Cuando
combata, será con armas de verdad. Hazlo tú, si quieres.
—¿Para qué...? Soy del Picenum, y el otro cónsul, Quinto Pompeyo, también lo es. Y
él está con Sila.
Durante unos instantes permanecieron en silencio, mirando el muro de escudos que se
había formado sobre las cabezas de los soldados. Los objetos contundentes seguían
cayéndoles encima, pero sin ningún efecto.
—Eres un noble muy extraño, tú —concluyó Labieno—. Desciendes de Venus, pero vives en la Suburra. Eres pariente de
Cayo Mario, pero no pareces darle tu apoyo. Eres un fanfarrón, pero no mueves un dedo...
César no dijo nada. Se inclinó y arrancó una teja. Miró abajo. Los soldados marchaban
lentamente, manteniendo compacto el techo de escudos que, sin solución de continuidad,
los protegía sobre la cabeza y a lo largo de los lados. Se volvió hacia Labieno. Lo
miró. Apretó la teja en el puño. Levantó apenas el brazo.
Labieno comprendió que estaba a punto de golpearlo. Alzó a su vez los brazos para
parar el golpe; luego advirtió que César se ponía rígido de repente. Contracciones
y espasmos a lo largo del brazo que apretaba la teja, luego también a lo largo de
la pierna. Empezó a castañetear los dientes, después la baba salió de su boca. Los
ojos estaban desorbitados, ya no lo veían. César no parecía darse más cuenta de nada.
Sudaba copiosamente. Se mordía los labios, y regueros de sangre acompañaban a la baba.
Labieno sintió unas flatulencias, y luego vio una mancha de humedad formándose a la
altura del pubis.
Por último, César se desplomó en el suelo. Pero el tejado estaba en pendiente. Las
tejas debajo de él cedieron y su cuerpo empezó a deslizarse hacia abajo. Labieno se
agachó con agilidad a lo largo de la parte superior del techo y tendió los brazos.
Consiguió aferrar la mano de su compañero, que aún apretaba la teja, antes de que
se precipitara hacia abajo. Mientras procuraba mantener la estabilidad, trató de levantarlo.
César era más alto, pero él más robusto. En poco tiempo, logró atraerlo hacia sí,
devolviéndolo a la parte superior, donde pudo mantenerlo recostado sin que hubiera
peligro de que resbalara de nuevo.
No sabía qué más hacer. Nunca había visto nada semejante. Lo observó. Los ojos del
patricio seguían desorbitados. Se preguntó si no debía ir a por agua, pero tenía miedo
de dejarlo solo.
De pronto, lo vio estremecerse. Entendió de inmediato: se estaba ahogando en su propia
saliva, quizá también con el moco. Después de un instante de vacilación, lo agarró
y lo puso de lado. Funcionó: vio que se relajaba. También, que la mirada de César
estaba recuperando la vitalidad. Suspiró, aliviado. Se distendió poco a poco, dejó
caer finalmente la teja que aún tenía apretada en el puño y sacudió la cabeza. Pero
continuaba en un estado de sopor, y se resignó a esperar.
Ese chiquillo debía de estar maldecido por los dioses, se dijo. Por eso era tan extraño...
Era un aristócrata, pero no estaba con los aristócratas. Estaba con el pueblo, pero
no se comportaba como un plebeyo. Parecía no pertenecer a nada, y ahora, ese extraño
ataque... que parecía no tener nada de humano. Pero no, quizá no estaba maldito por
los dioses, quizápertenecíaa los dioses. Por otra parte, ¿no había dicho que descendía de Venus? ¿Y qué sabía
él, Labieno, de los asuntos de los dioses? ¿De lo que tendrían reservado a aquel muchacho?
No supo decir cuánto tiempo había transcurrido. Se percató de que César lo miraba.
Buscó un rastro de conciencia en sus ojos. Lo encontró, y esto lo alentó a hablarle.
—Te ha sucedido... algo —dijo, articulando las palabras.
César intentó levantarse sobre los codos. Lo consiguió, pero con esfuerzo. Sintió
el agrio sabor de la sangre en los labios y la humedad entre las piernas. Asintió.
Luego trató de hablar también él.
—¿Cómo... me las he arreglado?
Labieno se sintió incómodo.
—Ehm... Te cogí antes de que te precipitaras, y luego te puse de lado para evitar
que te ahogaras...
Silencio.
—¿Ya te había sucedido?
—Sí —respondió César, débilmente y la voz pastosa.
Labieno se animó.
—¿Qué es?
Debió esperar aún unos instantes. El tiempo de que César volviera en sí.
—La llaman... enfermedad sagrada...
—¿Algún demonio te posee?
—¿Demonio? Qué va a ser un demonio... Entonces, también Alejandro Magno habría estado
poseído por los demonios...
La voz de César volvía a ser imperiosa.
—¿Qué tiene que ver Alejandro Magno?
—Tiene, ¡y cómo! También él la sufría.
—¿Y entonces? ¿Quieres hacerme creer que estás destinado a ser como él?
—Puede ser.
Labieno reflexionó. El muchacho descendía de Venus. No parecía que pudiera ser clasificado
en ninguna categoría humana. Tenía el mismo mal de Alejandro el Macedonio. Y poco
antes le había salvado la vida.
Quizá de veras había conocido a alguien elegido por los dioses.
—Bien —dijo César, poniéndose de pie con una vitalidad impensable solo un momento antes—.
Si alguna vez hago algo grande, lo haremos juntos.
—¿Qué quieres decir?
—Está claro. Acabamos de conocernos, yo te he salvado la vida a ti, y tú me has salvado
la vida a mí. Esto es una señal divina. Los dioses quieren hacer de nosotros una sola
persona. Para que donde no llega uno llegue el otro. Es más, estoy seguro de que haremos
grandes cosas: los dioses te han puesto en mi camino para que me completes, para que
pueda alcanzar objetivos que a los otros le son vedados. Mañana preséntate con tu
padre y visita al mío. Encontraré el modo de que os convirtáis en nuestros clientes.
Le tendió la mano. Labieno lo miró, sin decir nada. Por un instante, pensó que quizá
estuviera loco. Que los demonios lo poseían de verdad. Pero luego lo miró a los ojos.
Loco o no, si había alguien capaz de transformar la locura en grandeza, ese era él.
Le estrechó la mano con fuerza.
II
Dion Casio,
Historia romana, XXXVII, 52, 3
Hispania noroccidental, 60 a. C.
El propretor estaba sentado en la silla curul. Dos lictores lo flanqueaban, uno a
cada lado, exhibiendo, como una especie de admonición para los vencidos, los haces
de varillas con las hachas encima. El magistrado vestía una magnífica coraza anatómica
dorada, cuyo esplendor no era en absoluto ofuscado por el hollín que aleteaba en el
aire. Su amplia capa escarlata caía a lo largo del respaldo de la silla.
La musculatura bien delineada de la armadura acentuaba la majestuosidad del comandante,
cuyo hermoso rostro solemne apenas empezaba a ser surcado por alguna arruga.
Estaba en la plenitud de la madurez y el vigor: era un hombre de cuarenta años que
representaba bien la autoridad de la que era expresión. Todo, en él, tendía hacia
arriba. El cuello, muy largo, parecía querer impulsar la cabeza por encima de los
presentes, que estaban en pie. El rostro, un óvalo incluso demasiado lleno, parecía
querer alcanzar el cielo para mirar a todos de arriba abajo. Sobre la frente, muy
amplia, caían unos pocos cabellos canosos, peinados hacia delante y aplastados a lo
largo del cráneo, como si no pudieran resistir a la fuerza ascendente.
En torno, desolación. Nada más que desolación, en medio de escarpadas montañas que
habían alojado a las más orgullosas e irreductibles poblaciones lusitanas. Cabañas
incendiadas, carroñas de animales envueltas por enjambres de insectos, campos diseminados
de cadáveres, y no solo de guerreros. Pequeños grupos de legionarios marchaban en
orden disperso al fondo, peinaban las cabañas aún en pie y comprobaban que los muertos
lo estuvieran realmente. Unidades compactas de soldados estaban alineadas en semicírculo
en torno al comandante, exhibiendo la potencia de Roma.
Un viejo con la ropa hecha jirones y el rostro ennegrecido por el humo, en curioso
contraste con la barba y el pelo, ambos largos y canosos, estaba frente al magistrado,
en actitud suplicante: la actitud de quien había sufrido una derrota inapelable. Detrás
de él, otros ancianos, igualmente andrajosos y ahumados.
—Noble Cayo Julio César, te pido con humildad, en nombre de mi pueblo, que nos ahorres
más sufrimientos y pongas fin a las operaciones de tus soldados —dijo el viejo con voz grave, alargando los brazos.
Había intentado decirlo mirando directamente a los ojos a su interlocutor. Pero no
era fácil sostener la mirada de aquel hombre.
La respuesta de César se hizo esperar. Solo llegó después de que el viejo se hubiera
cansado de tener los brazos levantados y los hubiera dejado caer a lo largo de las
caderas.
—No hasta que todas vuestras aldeas de montaña estén vacías. Habríais podido evitar
todo esto simplemente obedeciendo la orden de hacerlo solos.
Su voz era de aquellas capaces de dar peso a cada palabra. Lenta y clara, nunca aburrida.
Baja y profunda, nunca ronca.
—Pero... tú nos pediste que abandonáramos nuestras casas sin que te hubiéramos dado
motivo alguno de queja. Y, si me permites decirlo, sin que estuviéramos obligados
a obedecer, pues no formamos parte del territorio comprendido en las provincias de
Roma. Ni de la Hispania Ulterior, ni de la Citerior...
César se puso de repente de pie, haciendo vibrar la silla.
—¿Cómo te atreves? Hace al menos ochenta años que vosotros, los lusitanos, sois asunto
nuestro, ¡aunque estéis fuera de los límites de la provincia! —exclamó indignado—. ¡Hemos truncado todos vuestros intentos de rebelión, y yo no seré
menos que mis predecesores! Al contrario, seré aún más despiadado, ¡y no terminaré
mi encargo sin haber dejado una Lusitania pacificada a mi sucesor!
—Pero nosotros no nos hemos rebelado, ni hemos molestado el territorio romano... —intentó decir el viejo.
—¿Quieres negar la evidencia? Hace mucho tiempo que utilizáis vuestras bases en el
monte Arminium como escondite después de las correrías que hacéis en el valle. ¡No
podrá haber paz mientras podáis escapar del justo castigo que merecen vuestras acciones
de bandolerismo!
—Quizá antes, noble propretor..., pero no durante tu mandato...
—No estoy aquí, desde luego, para discutir contigo sobre los tiempos y modalidades
de vuestras incursiones. Me resulta suficiente saber que os he ordenado construir
asentamientos en la llanura, donde Roma os pueda controlar, y que vosotros no habéis
obedecido. Para mí, es suficiente para castigaros...
El viejo extendió de nuevo los brazos.
—¿Y qué quieres que hagamos ahora?
—Nos llevaréis a todas vuestras aldeas de montaña y las quemaréis vosotros mismos,
bajo la supervisión de los legionarios. Luego, tú y cada uno de los ancianos más influyentes
de cada aldea os entregaréis a mí como rehenes hasta el fin de mi mandato, junto con
un hijo de cada comandante militar. Entregaréis, además, todas las armas, y vuestros
herreros se pondrán al servicio de mi ejército. Y quiero la mitad del oro y la plata
de que dispongáis.
El viejo tragó saliva. Se encorvó sobre sí mismo, como oprimido por una carga insostenible.
—¿Y si... si los comandantes no aceptaran estas condiciones?
—Si hacéis todo lo que os ordeno, se pondrán a vuestra disposición las tierras cercanas
al territorio de los vetones y viviréis en paz sin más demanda que el pago de los
habituales tributos. De otro modo, seréis exterminados.
El viejo se volvió hacia los ancianos, que gemían a sus espaldas. Pidió permiso para
consultárselo y se unió a ellos. Mientras, un soldado se acercó a César y le susurró
algo al oído.
—Bien. Manda llamar a Labieno —ordenó mientras se sentaba. Su mirada se mantuvo sobre los ancianos, que acompañaban
sus discusiones con amplios gestos de desesperación.
Por último, el viejo volvió donde César.
—Bien, noble propretor, los ancianos conseguiremos que nuestro pueblo acepte las condiciones
de rendición impuestas por ti, en la esperanza de que esto pueda contribuir a serenar
las relaciones entre Roma y las tribus lusitanas.
César apoyaba el rostro en las manos mientras el codo derecho descansaba en el brazo
de la silla. Después de algunos instantes de silencio, dijo:
—La situación, entre tanto, ha cambiado. Me acaban de decir que los vetones, instigados
por vuestro ejemplo de sedición, están intentando sustraerse a la autoridad romana:
abandonan las aldeas y emigran al norte del río Durius. Esto os costará la duplicación
del tributo.
—Pero... ¡quieres quitarnos todo lo que tenemos!
El viejo no parecía entender nada.
—Bajo la protección romana prosperaréis de nuevo. Os haré acompañar a vuestra fortaleza
por una cohorte. Discutiréis los términos de la rendición en presencia de mis soldados.
Si no trabajáis por la paz seréis exterminados de inmediato. Y como demostración de
buena voluntad, antes de mañana al atardecer entregaréis a los centuriones, a título
de anticipo, una cantidad de oro y una de plata equivalentes cada una al peso de un
soldado con armamento completo.
Los ancianos solo tuvieron tiempo de intercambiar algunas miradas consternadas, antes
de que la unidad de legionarios los invitara rudamente a partir.
César se levantó y fue a esperar a su legado en su propia tienda. No tuvo que aguardar
mucho.
—Así que los vetones se han asustado —empezó Labieno apenas hubo entrado.
—Sí. En efecto, confiaba en ello —respondió César sin levantar la mirada de una tablilla de cera que estaba repasando.
—¿Por qué? ¿Los lusitanos no nos bastan?
Labieno nunca pedía explicaciones acerca de la táctica de César. No lo necesitaba.
Pero en cuanto a estrategia y política, su brillante mente no lograba seguir el ritmo
de la de su comandante.
César levantó la mirada y la posó sobre él. Labieno no carecía de carisma. No era
tan alto como él, pero era sin duda más robusto. En el curso de los años, había aprendido
a mantener bajo control sus rizos rubios, ahora esparcidos gracias a un cuidadoso
y frecuente afeitado. Su color se había oscurecido progresivamente, para luego volver
a hacerse más claro con el advenimiento de la ceniza: ahora eran una curiosa mezcla
de paja, marrón y gris, que hacía de digno marco a un par de ojos siempre oscuros
y penetrantes.
Ese carisma, que de costumbre hacía mella en todos, solo parecía ofuscarse en presencia
de César. Y no únicamente porque este tenía una muy distinta autoridad: el mismo Labieno
asumía, de forma deliberada, una actitud más discreta al lado de su comandante.
—No, no es suficiente. Tengo noticias de Roma —respondió César, señalando la carta que había recibido—. Catón ha dado una nueva estocada
a Craso. Gracias a su intervención, el Senado no ha aprobado la reducción del precio
pagado por lospublicanospara cobrar los impuestos en las nuevas provincias asiáticas. Acabarán poniéndonos...
—El viejo Craso habrá montado en cólera...
—Y no es todo. También Pompeyo ha capitulado.
—¿Qué quieres decir?
—Parece que Pompeyo ha renunciado a defender el proyecto de ley de Lucio Flavio para
la adquisición de terrenos en favor de los veteranos ante el Concilio de la Plebe.
Catón y el cónsul Metelo Céler han conseguido que desista, a fuerza de obstruir...
—¿Y todo esto qué tiene que ver con los vetones?
Labieno iba siempre al grano.
—Necesito a los vetones para el triunfo. A los lusitanos los hemos derrotado con demasiada
facilidad. Como mucho, podrían concederme unaovatio. Pero unaovationo importa nada a nadie. Si, en cambio, nos concentramos sobre los vetones y los exterminamos,
los lusitanos creerán que hemos aflojado la presión sobre ellos y pensarán que pueden
sorprendernos. Se enfrentarán a nosotros abiertamente de una vez por todas y así,
sumando las pérdidas que podremos infligir a los dos pueblos, alcanzaremos los cinco
mil muertos que se necesitan para decretar un triunfo. Y pondremos orden en toda el
área lusitana, lo cual puede hacernos ganar méritos para la posteridad.
—Pero ¿con qué pretexto atacamos a los vetones? A fin de cuentas, están emigrando
fuera del área de control de la Urbe...
—¿Con qué pretexto? Al emigrar se están sustrayendo a sus deberes como aliados de
Roma. Que comportan, debo recordarte, un considerable tributo... La suya es una rebelión,
y como tal debe ser castigada.
—Está bien, está bien.
Labieno extendió los brazos.
—Exterminamos a los vetones y nos ganamos un triunfo. Pero ¿qué haces con un triunfo?
Tú necesitas un consulado, no un triunfo... Y si estás obligado a esperar fuera delpomeriuma que el Senado autorice el triunfo, no podrás participar en la carrera electoral...
A continuación, se predispuso a escuchar el plan. Porque estaba seguro de que había
un plan: nada era fortuito en los movimientos de César.
Y, de costumbre, era ese el momento en que su comandante y patrono más conseguía asombrarlo
y despertar en él una admiración incondicional. La clarividencia, la capacidad de
detectar cualquier posible relación entre los acontecimientos para aprovecharla en
beneficio propio sencillamente moviendo un peón inicial, era extraordinaria. Y Labieno
se sentía halagado ante la idea de ser uno de los rarísimos individuos a los que César
confiaba sus proyectos.
A veces, Labieno se preguntaba incluso si se podía considerar un amigo de César, aunque
fuera un cliente, y a despecho de su diferencia de clase. Pero luego concluía, de
manera invariable, que César no tenía amigos, porque no existía nadie semejante a
él, nadie que pudiera penetrar en su mente. Sabía que era el hombre en el que más
confiaba César, y con eso bastaba.
—Claro que quiero el consulado —precisó César—. El triunfo solo me sirve para contentar al pueblo e inducirlo a que
vote por el general que ha puesto a raya a los terribles pueblos ibéricos. Una vez
decretado, si el Senado concede que presente mi candidatura al consuladoin absentia, bien: podré celebrar el triunfo y concurrir a la elección incluso estando fuera
de los muros. Pero sin duda, el despreciable Catón hará de todo para crearme dificultades
y me obligará a elegir: entonces, renunciaré al triunfo, adquiriendo así más crédito
entre el pueblo, que me considerará agraviado en mi derecho y votará más a gusto por
mí. Es inútil decir, por otra parte, que el oro que juntemos de los lusitanos servirá
para reforzar la convicción de los electores, en el caso de que no estén en especial
impresionados por nuestras empresas militares...
Notable, como de costumbre. Labieno ya estaba lo bastante impresionado. Pero sabía
que César era capaz de planes mucho más sofisticados.
—De acuerdo. Pero ¿qué tienen que ver Craso y Pompeyo? Si las cosas van como dices,
para la elección al consulado puedes prescindir de su apoyo...
—Quizá para hacerme elegir. Pero no para garantizarme una autoridad suficiente que
me permita poner en marcha mis proyectos de ley. Ya verás como Catón y compañía hacen
lo imposible para ponerme al lado un cónsul que me sea hostil. ¿Acaso quieres que
vuelva a encontrarme al lado de ese idiota de Bíbulo, al que ya me ha tocado soportar
como edil? Y luego, quiero ganarme un proconsulado en provincias decentes. Y en cuanto
Catón sepa que me presento, intentará hacer asignar a los cónsules unas provincias
ridículas.
—¿Y cómo piensas ganarte el apoyo de esos dos charlatanes?
Así llamaba siempre Labieno al hombre más rico de Roma y al caudillo más celebrado
de su tiempo. Tenía escasa consideración por ambos. Puesto que los juzgaba a todos
siguiendo un criterio estrictamente militar, consideraba a Craso un buen general,
a lo sumo, que podía vencer a un ejército de esclavos, como el de Espartaco; y a Pompeyo,
un caudillo muy sobrevalorado, que siempre había recogido los frutos que otros habían
llevado a su maduración: por Metelo en Hispania, por el mismo Craso en Italia y por
Lúculo en Asia.
—Sencillo —especificó César—. Para empezar, a los ochenta y tres mil talentos que debo a Craso
por haber saldado mis deudas, añadiré considerables intereses, siempre gracias a los
lusitanos. Luego, le prometeré que actuaré para eliminar cualquier gasto a sus amigos
recaudadores de impuestos. A Pompeyo le aseguraré la aprobación de la ley a favor
de sus veteranos, por la cual ha lamido de forma inútil el trasero del Senado durante
tanto tiempo. Es una verdadera suerte que esté Catón: si no hubiera sido por él, Pompeyo
tendría mucho que agradecerle al Senado, y yo ahora no podría ponerlo de mi parte...
Labieno sonrió. Siempre había pensado que, de no ser por Catón, César habría ascendido
con más rapidez a la grandeza a la que estaba destinado. A fin de cuentas, también
el tío abuelo de este último casi había conseguido impedir que el jovencísimo Escipión
alcanzara el consulado antes de tiempo. Pero se daba cuenta de que César miraba mucho
más lejos que Escipión. La hostilidad que mostraba Catón hacia él y hacia cualquiera
que intentase emerger del anonimato de la República podía representar, a la larga,
más una ventaja que un obstáculo.
—Ahora está todo claro. Pero ¿qué hacemos con los vetones? —dijo, al fin, el legado.
—Como te he dicho, necesitamos una batalla en toda regla. Hasta ahora, con los lusitanos
solo hemos tenido acciones de guerrilla. Coge enseguida toda la caballería disponible
y corta a los vetones el camino para el Durius. Persíguelos con un asalto directo
y no los escuches si intentan parlamentar. Debe parecer una fuga que hemos conseguido
bloquear justo a tiempo. Yo te sigo con ocho cohortes, así los cogemos en medio. Verás,
será un paseo...
Las riberas del río estaban cerca. Algunos grupos de vetones ya estaban en la orilla
septentrional. A más tardar al día siguiente, todo el pueblo habría estado fuera del
alcance de Roma. Y a César no le habría gustado.
Escondido en los márgenes del bosque, Labieno optó por un ataque inmediato, como,
por otra parte, su comandante le había ordenado. Solo disponía para el ataque de la
caballería de una legión, y ni siquiera al completo: únicamente ocho de las diezturmaede las que se componía la unidad. Pero la había completado con un contingente de auxiliares
celtíberos, tomados de las filas de las poblaciones sometidas: un par de centenares
de hábiles jinetes cuyo característico escudo pequeño y redondo, llamadocaetra, era el único elemento común en un grupo por lo demás nada uniforme.
Prefería comandar la caballería. Sus primeros encargos militares con César habían
sido como prefecto de ala. Con el paso del tiempo sus responsabilidades habían aumentado,
y también había tenido que ocuparse del mando de unidades de infantería. Pero con
la caballería seguía encontrándose más a gusto. Sentía una verdadera pasión por los
caballos. Los elegía en persona para sus subordinados y pasaba mucho de su tiempo
libre en los establos, con los mercaderes que negociaban la compraventa, o con los
suministradores del ejército. Y precisamente en Iberia había descubierto uno de veras
magnífico: gris claro de crin dorada, nacido con hendiduras en los cascos de las patas
anteriores. Era único, como César. Y había pensado que solo César podía cabalgarlo.
Así, se lo había regalado, y desde entonces el caballo no toleraba otro jinete que
no fuera el mismo César.
Estudió la situación. Aun con menos de quinientos jinetes, podía hacer mucho por bloquear
la retirada de los bárbaros. Buscó a los guerreros en aquella masa compuesta en gran
número por no combatientes y ganado. Grupos de jinetes protegían a las mujeres y los
niños, que se amontonaban en la ribera a la espera de su turno para subir a las balsas.
La infantería estaba alineada en abanico en la retaguardia, como protección contra
eventuales agresiones por detrás: con esta última se las vería César.
No parecía que esperaran sorpresas. Quizá pensaban que ya estaban fuera de peligro,
o estimaban que ya no constituían una molestia para nadie, fueran romanos o lusitanos.
En efecto, muchos guerreros acompañaban a sus respectivas familias en la multitud,
reduciendo a la mitad el potencial defensivo del ejército. Labieno se alegró: los
civiles entorpecerían la acción de los militares y harían más devastador su ataque.
Se decidió por un ataque en dos frentes. Ordenó al comandante de los auxiliares celtíberos
que condujera a los suyos contra la caballería alineada a lo largo del flanco enemigo.
Atraería hacia ellos a todos los soldados vetones, dando así ocasión a los romanos
de penetrar sin obstáculos en el grueso de su ejército.
La cuña de los auxiliares partió de inmediato después del sonido del cuerno. Ochocientos
cascos se movieron a la vez. Se estremeció el terreno, vibraron las ramas de los árboles,
aullaron los feroces guerreros a caballo, todos ansiosos por ganar un botín insólito,
y no de armaduras y de armas, sino de mujeres y vituallas.
Los jinetes enemigos se dieron cuenta tarde de que eran atacados. Intentaron montar
una formación de batalla, pero el impacto los pilló en orden disperso. Una vez iniciada
la refriega, a Labieno le costó distinguir los aliados de los enemigos: había armaduras
a escamas, petos de bronce y simples túnicas, yelmos con y sin penacho, lanzas y jabalinas
en ambas formaciones. Sin embargo, lo que contaba era que el enemigo estimase a los
celtíberos como el único contingente de ataque, y concentrase en ellos todas sus fuerzas
de defensa.
Fue lo que ocurrió. En poco tiempo, el legado vio a toda la formación de caballería
vectona convergiendo hacia el punto de ataque. Entre tanto, la gente, espantada, corría
hacia el río. En poco tiempo, a lo largo de la ribera del Durius se amontonó una multitud
impresionante de individuos de todas las edades, y las balsas apenas llegadas de la
otra orilla fueron tomadas por asalto.
Era el momento.
Labieno hizo sonar de nuevo el cuerno. Se puso a la cabeza de la cuña romana y dirigió
el segundo ataque. En un instante estuvo encima de la gente que se disputaba un sitio
en las balsas. Señaló las embarcaciones a algunos de los suyos. Los soldados condujeron
al agua los caballos y se abalanzaron sobre ellas, dando mandobles sobre sus ocupantes.
Muchos vetones fueron alcanzados por sus golpes, otros lograron echarse al agua, pero
solo para ser pisoteados por los caballos o morir ahogados. Las balsas se vaciaron
y los soldados pudieron hacerlas pedazos.
Entre tanto, Labieno atravesaba toda la formación adversaria, abriéndose camino a
fuerza de mandobles. Sus golpes encontraron más a menudo la cabeza y los hombros de
viejos, mujeres y niños que los de guerreros. Los pocos vetones armados trataban de
aferrar las colas o las bridas de los caballos de los romanos para poder bloquearlos
y agredir al jinete, pero eran sistemáticamente obstaculizados por la presencia de
algún civil.
El legado llegó con rapidez al final de la formación. Ahora él y sus hombres se interponían
entre los vetones y el río. Vio a los demás jinetes vetones, alineados de frente,
en el ala opuesta a aquella por la que habían penetrado ellos. Detuvo de repente su
carrera, ordenando también a los otros que se pararan. Necesitaba dejar entre él y
los jinetes enemigos una buena cantidad de gente para que hiciera de escudo.
Pero era preciso que los civiles se alejaran del río. Si César no llegaba pronto,
no se podría organizar la pinza. Y sin pinza, los vetones se dispersarían o, peor
aún, se reorganizarían y él, con toda probabilidad, acabaría en el agua.
Pero César no llegaba.
El guerrero lusitano tenía una sonrisa burlona. No era la primera vez que César veía
esa inquietante mueca en el rostro de un cadáver de ibérico. Y sabía a la perfección
de qué se trataba. Después de siglos de feroz resistencia, lo último que querían los
íberos aún libres era caer vivos en las manos de los romanos: no había gobernador
que no hubiera autorizado las más atroces torturas a los prisioneros con el fin de
mortificar el orgullo de esos tenaces combatientes. Iban entonces a la batalla con
un frasco de veneno: un extracto de la raíz de una planta local, llamadaRanunculus sardonia. Mataba al instante, y contraía los rasgos del rostro en una sonrisa justamente sardónica.
Aquel guerrero había ido demasiado lejos, pero consiguieron rodearlo. No había dudado
en ingerir el veneno antes de que pudieran bloquearlo y lo obligaran a revelar cuántos
eran los lusitanos que esperaban al modesto ejército romano, formado por solo ocho
cohortes.
Los otros bárbaros se mantenían aún a distancia, confiando en el efecto perturbador
de sus jabalinas, flechas y, sobre todo, de los proyectiles que lanzaban sus hondas.
En efecto, la columna conducida por César había caído en una emboscada. El propretor
maldijo: esperaba una reacción de los lusitanos a sus duras condiciones de paz, pero
no tan rápido, sin ni siquiera haber resuelto el asunto de los vetones. Además, Labieno
ya debía de haber iniciado la acción sobre el Durius: si no le llevaba ayuda de inmediato,
la jornada concluiría con dos derrotas, en vez de la victoria que daba por descontada.
El tiro de sus adversarios, por otra parte, no hacía tanto daño. Gracias a su previa
experiencia como cuestor en Hispania, nueve años antes, César se había equipado para
hacer frente a los temibles honderos ibéricos. Por eso, desde el principio de la propretura,
en el curso de los desplazamientos con las tropas, siempre llevaba consigo unas amplias
pantallas de piel para protegerse de los disparos durante los enfrentamientos. La
rapidez de los legionarios en montar formaciones de testudo hacía el resto.
Las contramedidas se habían revelado eficaces también esta vez, pero el denso tiro
de los lusitanos impedía que el ejército prosiguiera su marcha. En efecto, el movimiento
hubiera acabado por exponer a los legionarios a los implacables disparos de los honderos.
A pesar de que los romanos habían constituido una especie de fortaleza con escudos
y pantallas, algún disparo conseguía dar en el blanco de vez en cuando. No por casualidad,
a pesar de que estaba protegido por pantallas a ambos lados, incluso César fue rozado
por un proyectil. Cayó a pocos pasos de él haciendo corcovear a su espléndido caballo,
que dirigió al cielo los cascos anteriores con sus ya célebres hendiduras. Una vez
que se sintió estable, César ordenó a subeneficiariusque recogiera el proyectil y se lo hizo entregar.
Era una bolita irregular, aparentemente de cerámica. César notó que había algo escrito
encima. En latín. «Chúpate esta.» Sabía que los honderos tenían la peculiaridad de
grabar lemas en sus proyectiles. Y conocía bien su habilidad. En las islas Baleares
los niños eran entrenados desde pequeños en el tiro con honda contra hogazas apoyadas
sobre una valla. El blanco constituía su comida: hasta que no le daban, no se les
permitía comer.
Antes o después, viendo que no conseguían hacer daño a los romanos, se habrían marchado.
Pero César no podía permitirse esperar. Había que hacerlos salir. Llamó al centurión
primípilo de la primera cohorte.
—Cayo Crastino, haz caer al suelo, a intervalos de tiempo regulares, a uno de cada
cinco hombres, aquí y allá. Deben fingirse muertos o aturdidos. Que el enemigo tenga
la impresión de habernos disgregado. Solo así se decidirá a atacar —le ordenó.
El oficial, un experimentado soldado con muchas más campañas a las espaldas que su
comandante, hizo circular la orden entre los demás centuriones. Poco después, empezaron
a abrirse huecos en las apretadas formaciones romanas. Algunos lusitanos asomaron
entonces desde atrás de una roca o un árbol. Luego se oyeron gritos de guerra. Transcurrió
más tiempo antes de que los bárbaros salieran al descubierto y, por último, se dispusieran
para el ataque.
No eran muchos. Más o menos, como sus soldados: lo que significaba que los romanos
estaban en ventaja de al menos dos a uno, en un cuerpo a cuerpo. César pareció alegrarse
y llamó otra vez a Cayo Crastino.
—Dejémoslos que se acerquen. Espera a mi señal para dar la orden de levantarse a todos
los que están en el suelo y a los demás para que se preparen para el enfrentamiento.
Debemos parecer aterrorizados e incapaces de una defensa creíble.
El espectáculo montado por César resultó convincente. Tanto que los jefes de los lusitanos
no tuvieron tiempo ni de dar la señal de ataque. Algunos guerreros particularmente
exaltados partieron al asalto en pequeños grupos, y los otros no pudieron más que
ir detrás. El resultado fue un ataque en orden disperso, que se anunciaba como carente
de cualquier fuerza de choque. Los bárbaros aullaban como enajenados empuñando susmacheire, las temibles espadas curvas por las cuales eran famosos. Pero no daban miedo: el
resultado del enfrentamiento estaba escrito.
Habría sido incluso demasiado fácil, pensó César. El riesgo era, si acaso, que los
legionarios se entretuvieran demasiado ensañándose con esos idiotas.
Cuando los bárbaros estuvieron al alcance de lospila, el comandante dio la orden.
—¡Ahora! —gritó, levantando el brazo sin apartar la mirada del enemigo, impetuoso.
En un instante, todos los hombres en el suelo se levantaron y ocuparon su puesto al
lado de sus compañeros. Ante una nueva señal de los centuriones, lanzaron suspila.
El ardor de los lusitanos se apagó de golpe, y no solo porque muchos cayeron, atravesados:
la sorpresa los había abrumado más que la repentina lluvia de jabalinas. El propretor
decidió que el encuentro acabaría antes si los romanos asumían la iniciativa: ordenó
el contraataque, que los legionarios condujeron desenvainando sus gladios y avanzando,
compactos, contra un enemigo ya asustado.
Fue una redada, más que un cuerpo a cuerpo. Los lusitanos ni siquiera escapaban. A
menudo permanecían en el lugar, aún petrificados por la sorpresa, mientras los romanos
los traspasaban o los degollaban. Cuando César vio que los únicos íberos vivos eran
aquellos que estaban a una cierta distancia de los legionarios, pensó que era suficiente.
Ordenó el repliegue, hizo disponer a los soldados en columna, cada cohorte en un cuadrado,
y reanudó la marcha.
A paso rápido.
Los vetones a sus espaldas estaban todos muertos. La mayoría ahogados en el río. Labieno
tenía solo agua detrás. Sus hombres constituían una barrera a lo largo del Durius,
pero, en resumen, eran impotentes. Había dado la orden de mantener la posición, sin
dejarse tentar por la posibilidad de exterminar a los civiles y a los pocos guerreros
que aún se amontonaban delante de ellos. A fin de cuentas, aquella gente era el único
obstáculo que impedía a los jinetes enemigos y a los infantes en la retaguardia atacarlos
con decisión. Hasta entonces, solo se habían producido algunas escaramuzas, con algunos
jinetes vetones que intentaban abrirse paso entre la multitud para desafiar a un romano.
Labieno esperaba noticias del flanco opuesto, donde había dejado combatiendo a sus
auxiliares. Pero, sobre todo, esperaba noticias de César. Antes o después, aquella
muchedumbre se dispersaría, y entonces los guerreros se concentrarían todos en él
y en sus hombres. Y eran muchos, demasiados.
Vio a los jinetes enemigos que avanzaban hacia él por el flanco en el cual había penetrado.
No, no eran enemigos. Estaban abriéndose paso entre la multitud masacrando a cualquiera
que se pusiera a tiro. Eran los auxiliares celtíberos, y debían de haberse liberado
de sus contrincantes. Trataban de alcanzarlo, pero de la manera menos indicada. La
multitud se abría a su paso, los muertos se apilaban unos sobre otros y, mientras,
se creaba aquel espacio que él habría querido evitar. Hubiera querido gritarles que
se detuvieran, que recorrieran la ribera ya despejada y cerraran filas, pero no había
manera en aquel tumulto. Sin darse cuenta, estaban preparando el terreno para el ataque
adversario.
Desde la silla podía ver en la lejanía, mucho más allá de las cabezas de la gente
que aún se congregaba en las inmediaciones. Lanzó una mirada desesperada hacia el
final de la columna vectona, esperando entrever sus movimientos. Escrutó largamente,
un momento allí, otro hacia el flanco, en dirección a los celtíberos: quería movimiento
donde no habría podido verlo, y no lo veía donde hubiera deseado ver aparecer a César.
Ahora se había creado un amplio espacio en torno a su escuadrón. La gente se había
alejado. Poco después, vería cómo le caían encima los jinetes de ambos lados y hasta
a la infantería de la retaguardia. Y sería imposible sostener el asalto enemigo con
el río justo a sus espaldas.
Entonces los vio. Los guerreros vetones de la retaguardia se estaban moviendo.
Hacia él. Hacia los romanos.
César no se preocupó de esconder a sus hombres. Es más, quería que los vetones los
avistaran cuando aún estaba lejos. Solo así los induciría a aflojar de inmediato la
presión, que, sin duda, estaban ejerciendo sobre Labieno. Y, además, contaba con el
pánico que su aparición provocaría entre los no combatientes, haciendo aún más difícil
el cometido de sus guerreros.
A medida que se acercaba al enemigo, el propretor hizo ensanchar la formación, hasta
que la columna de cuadrados en marcha se transformó en un compacto frente de batalla.
Ahora veía con claridad a sus adversarios: una gran masa de gente mezclada con rebaños
y con grupos de guerreros que parecían desorientados. Daba la impresión de que no
sabían qué hacer y de que se hallaban aún lejos de alcanzar la cohesión necesaria
para afrontar la batalla. Esto quería decir que Labieno todavía disponía de fuerzas
suficientes para mantenerlas comprometidas en el frente opuesto.
La pinza había funcionado, a pesar de todo.
Estaba a punto de ordenar a los suyos que marcharan expeditos contra aquel revoltijo
de gente cuando notó que los guerreros vetones se estaban replegando. Pero solo ellos.
Los rebaños permanecían donde estaban. No, en realidad no: empujadas por los pastores,
las ovejas avanzaban.
Reflexionó un instante. ¿Querían utilizar las ovejas como pantalla para organizarse?
¿O para dar el golpe de gracia a Labieno? ¿O incluso para completar el cruce del río?
O, simplemente, ¿esperaban encontrar la salvación dejando que los romanos saquearan
sus rebaños?
Poco importaba el motivo. Lo que debía hacer era frustrar su intento de hacerles perder
tiempo. Se desplazó de su posición, sobre la derecha de la formación, y cabalgó hacia
el centro.
—¿Veis esas ovejas? —dijo a los dos tribunos más cercanos, señalando el frente enemigo—. Quiero que las
rodeéis. La mitad de la formación irá a la derecha, la otra mitad a la izquierda,
para atacar al enemigo por los flancos. Empujadlos hacia el río. Acabarán en brazos
de Labieno.
Los dos oficiales asintieron y pasaron la voz a las demás cohortes. Ante su señal,
el ejército volvió a marchar, a paso rápido, pero en oblicuo: cuatro cohortes a la
derecha, otras tantas a la izquierda. Los únicos obstáculos que encontraron los legionarios
fueron unas ovejas en desbandada, a las que arrollaron sin perder compacidad.
Bastó esto para espantar a los guerreros vetones. Procuraban mantener alejados a los
civiles, pero las mujeres y los niños mantenían la ilusión de que junto a ellos estarían
más protegidos: así, gritaban y lloraban, cogiéndose a los escudos. Algunos guerreros
se veían obligados a rechazar a sus propios familiares, como si se tratara de enemigos
en una refriega. Pero las mujeres, los viejos y los niños no se alejaban.
No podían.
Había una carga de caballería detrás de ellos.
Caballería romana.
Labieno. César entendió enseguida. Su lugarteniente lo había visto llegar y, en cuanto
la atención de los vetones se dirigió sobre sus legionarios, había iniciado el ataque.
Algunas cosas, no había necesidad de decírselas.
Ni siquiera los centuriones tuvieron la necesidad de que se les dijera nada más. Una
vez cerca de sus adversarios, los romanos atacaron sin vacilar. De repente, los vetones
se encontraron con los legionarios sobre los flancos, mientras por detrás la caballería
les mandaba encima a los civiles. Delante, estaban sus ovejas cerrándoles cualquier
residual vía de escape. Solo un momento antes, imaginó César, había sido Labieno quien
estaba bloqueado por todas partes.
El propretor cabalgó manteniéndose alejado de la refriega. Ahora por el aire solo
giraban gladios. Aquella masacre ya no le concernía: los hombres no precisaban más
estímulos para matar. Intervendría en todo caso para frenarlos: no quería que los
territorios de los vetones se despoblaran por completo y dejaran así el terreno libre
a los lusitanos.
Buscó a Labieno. Escrutó a lo largo de la refriega en el punto más avanzado de la
cuña de la caballería romana. Estaba seguro de que lo encontraría a la cabeza de sus
tropas.
Lo localizó. En efecto, era él. Dando mandobles a diestro y siniestro para abrir el
camino a los demás. Era un fantástico luchador. Un comandante extraordinario al cual
nunca había necesidad de explicarle nada.
Se congratuló consigo mismo: la habilidad de un gran hombre, preferido de la Fortuna
y de los dioses, consistía también en saber elegir a colaboradores de valor. Hizo
señas a su asistente para que fuera a llamarlo.
No tardó mucho. Los romanos eran dueños absolutos del terreno. Lo vio llegar chorreando
sangre. Ajena.
—Bien. Nosotros ya no tenemos nada que hacer aquí. Dejemos que los tribunos y los
centuriones terminen la redada y regresemos. Roma nos espera.
—También tú me has hecho esperar...
No había ningún reproche en la voz de Labieno. Solo una sonrisita y la expresión de
quien aprovecha la ocasión para divertirse.
—En compensación, he adelantado el trabajo que hubiéramos tenido que hacer después...
—dijo César, sonriendo a su vez. Luego hizo girar al caballo y partió al galope.