Una historia al final de otra

Toda historia tiene siempre su final. La que voy a contar comienza mucho después de que la expedición terminase. No, yo no formé parte de ella. De hecho, a día de hoy jamás he pisado una nave. Todavía. Me da miedo el agua. Pero lo que tengo que contar, la historia que agarrota mi alma y ha luchado toda la noche por querer salir a la luz, ensuciará el rostro de su héroe y esa gloriosa expedición.

Juan Sebastián Elcano inscribió su nombre en la historia el día que entró en el puerto de Sevilla con los despojos de una armada que ya muchos habían olvidado. Regresaba con diecisiete personas, al mando de una de las cinco naves que habían partido tres años atrás bajo las órdenes del capitán Fernando Magallanes. Elcano se convirtió en héroe porque había realizado una gesta que nunca nadie había hecho antes: dar la primera vuelta al mundo.

Yo lo convertiré en villano con la verdad.

No es algo que vaya a disfrutar haciendo. No es justo, y sé que mi relato no va a gustar a nadie. Es el precio que hay que pagar por ser cronista en el seno del imperio más poderoso de la Tierra: una maldita obsesión por querer contar lo que ocurrió sin medir sus consecuencias. O así debería ser.

Pero contar la verdad no tiene recompensa. ¿Un insignificante bastardo, aspirante a cronista, poniendo en jaque a todo un imperio? ¿Quitando la gloria a unos y devolviéndosela a otros? Si me viese la puta madre que nunca conocí, se sentiría orgullosa. O no. A lo mejor estaría aterrada. Porque no solo correría peligro la vida de su hijo, sino la de todos cuantos conozcan esta historia.

Pero sé que, al final, a él también le gustará.

Diego de Soto
Sevilla,22de diciembre de1524

Valladolid##Septiembre de 1524

Dos años después de la primera vuelta al mundo

1

Anglería era muy listo. Todos los italianos lo son. Había desembarcado en España hacía más de treinta años de la mano de una poderosa familia castellana. Los aires de un nuevo humanismo basado en la cultura grecolatina, con su saber, inquietudes y educado gusto, se extendían por las cortes europeas y tener a un italiano como preceptor era signo inequívoco de distinción entre los nobles. La conquista de Granada y la expulsión definitiva de los moros habían convertido a Castilla en un reino interesante. Pero la habían dejado sin tierra donde continuar expandiéndose. Los castellanos tenían sangre y fuego en las venas y, ahora que se habían hecho al fin con todo el terreno de la Península, se habían lanzado a descubrir nuevos territorios para seguir haciendo grande a su reino. Y alguien tendría que estar ahí para narrarlo. Anglería se dispuso a transcribir en fina y elegante prosa las gestas que los españoles empezaban a realizar a lomos del gran descubrimiento que Cristóbal Colón había llevado a cabo. Contaba con una buena pluma, los modos italianos y contactos en la Ciudad Eterna que garantizaban el buen recibimiento de sus crónicas dentro y fuera de España.

De la noche a la mañana, ese pequeño reino del sur de Europa que apenas importaba a nadie se convirtió en imperio y Europa fue descubriendo sus hazañas de la mano de Anglería. Treinta años más tarde el italiano seguía sin abandonar su pluma, ni Castilla sus ambiciones. Con sesenta y cinco años a cuestas, había sido nombrado recientemente cronista real de Su Majestad Carlos I. Se podía decir, sin miedo a exagerar, que era la voz de un imperio.

Y ahí estaba yo, Diego de Soto, un mocoso de veintiún años corrigiendo al maestro. Los italianos tienen buena prosa, pero mala gramática. Las haches y diptongos latinos eran la maldición de Anglería; y yo, su cura. Había comenzado a trabajar como pupilo suyo al día siguiente de terminar mis estudios en la Universidad de Valladolid. Anglería era el gran erudito, la estrella indiscutible del claustro de profesores de la universidad. Su nombre ponía a Valladolid al mismo nivel que las escuelas de Salamanca y Alcalá. No era el mejor profesor, pero sí el más famoso. Soy testigo de que sus clases, no tan magistrales como se suponía, eran divertidas. Y, sobre todo, heterodoxas.

Un día, a mitad de mi último curso, entró en clase bostezando y, después de disculparse por haber dormido mal la noche anterior, nos dijo que teníamos una hora para redactar el discurso que debía dictar esa misma tarde ante el cuerpo de embajadores del reino en el aula magna del colegio de San Gregorio, en la universidad. El tema: «El cronista y la verdad histórica»; la extensión: tres pliegos completos. Las protestas entre nosotros incendiaron la clase, pero él se limitó a replicar que, si los licenciados del último curso de una de las mejores universidades de Castilla y, por ende, de Europa entera, nos sentíamos incapaces de redactar un discurso en una hora, ciertamente podíamos clausurar la universidad y dedicarnos todos juntos al cultivo del trigo o al pastoreo en los campos.

—Solo quiero pediros un favor: que durante la próxima hora no hagáis ruido. Muchas gracias.

Y, extinguiendo toda discusión, el maestro se recostó sobre la mesa, cerró los ojos y se durmió ante el asombro de todos.

El desconcierto reinó entre nosotros. Nadie podía asegurar si había hablado en serio o no. Pero yo recuerdo la siguiente hora como uno de los desafíos intelectuales más grandes de toda la carrera. Allí no estaba en juego una simple nota, sino el reto de convertirse en la voz de Anglería.

Esa tarde, llevados de una ardiente curiosidad, los pocos que habíamos conseguido terminar el discurso nos encontramos formando parte del público que se congregaba en el salón del San Gregorio, dispuestos a averiguar si Anglería había hablado en serio esa mañana. No eligió ninguno de nuestros discursos. Pero había ecos de lo que yo había escrito en sus palabras, y reconocí perfectamente una frase, tal y como yo la había redactado: «A las futuras generaciones no se les puede hurtar el derecho a conocer la verdad de su propia historia, cueste lo que cueste». Un triunfo por mi parte: había conseguido llamar su atención.

Pero al día siguiente no me dirigió la mirada en toda la hora de clase. Yo esperaba al menos que se acercara a mí y me felicitara por lo bien que había planteado en líneas generales el tema del discurso. Pues nada; se limitó a ningunear mi vanidad. Hasta el penúltimo día del curso.

Aquel día el maestro había concluido su lección y se disponía a salir del aula cuando se detuvo, como si recordase algo. Se dio la vuelta y con su mirada me buscó.

—De Soto, cuando terminéis hoy las clases venid a verme a mi estudio.

Salió sin esperar tan siquiera respuesta. Me quedé perplejo. No habíamos cruzado palabra desde el discurso y ahora el viejo italiano deseaba hablar conmigo. ¿Qué demonios querría?

—Yo creo que va a hablarte del discurso y te ofrecerá trabajar en su estudio —profetizó Sotomayor dándome un codazo.

Tomás Sotomayor y yo éramos prácticamente inseparables. Él era el estudiante más brillante de la clase. No habíamos congeniado mucho durante el primer año. Los libros parecían ser sus únicos compañeros, pero con el tiempo nos convertimos en los mejores amigos. Estábamos en el mismo pasillo en la residencia de estudiantes; y, cuando dos hombres comparten un mismo baño y se han visto las nalgas desnudas varias veces, se desarrollan entre ellos cierta camaradería e intimidad que no necesitan de palabras para estrechar lazos.

Nos sentábamos siempre juntos en clase y nos gustaba fantasear sobre adónde nos conduciría nuestro destino una vez terminada la universidad. Él había conseguido una beca en la Universidad de París tras finalizar los estudios y me empujaba a que yo buscara mi futuro también en el mundo académico. Se preocupaba por mí, pero yo no estaba interesado en seguir en la universidad. Era, sin duda alguna, mi mejor amigo; y eso a pesar de Auristela, mi querida Auri, a quien él había conseguido conquistar, arrebatándomela. No pude echárselo en cara a ninguno de los dos: ni a Tomás, tan franco y leal conmigo que hasta se había sentido en la obligación de pedirme permiso antes de hablar con ella; ni a ella, porque mis dudas ante un compromiso más serio la habían distanciado. Mi amigo, en cambio, tenía la determinación, el corazón, buen cerebro y mejor planta. Poco más se puede pedir de un hombre.

—A lo mejor quiere que le escribas un nuevo discurso... —susurró Fernando de modo lascivo mientras hacía un gesto obsceno con la mano.

A mi otro lado, opuesto en todo a Tomás, Fernando me guiñó un ojo cómplice. Fernando —Torito Bravo, como lo llamábamos sus amigos— tenía la rara cualidad de teñir de sexo incluso el comentario más inocuo, fruto de su peculiar visión del mundo, según la cual media humanidad era sospechosa de quererse trajinar a la otra media. Y él formaba parte del primer grupo.

—Eso es lo que a tu madre le gustaría hacerme —le contesté yo, que formo parte del grupo que no sabe callarse cuando alguien te está invitando a que lo humilles públicamente.

Risotadas, gritos, insultos y golpes de los demás dieron la bienvenida a nuestro intercambio de opiniones: exabruptos entre letrados de final de carrera que ayudaban a liberar la tensión por las incógnitas que ofrecía el porvenir más allá de la universidad. Sobre todo para aquellos de nosotros que habíamos decidido no profesar en orden religiosa alguna y no procedíamos de un linaje hidalgo con la influencia necesaria para asegurarnos un puesto en la administración del imperio naciente.

El estudio de Anglería no estaba lejos. Había que bajar la calle recientemente empedrada por orden de Carlos I, un regalo de Su Majestad a la ciudad por el apoyo a su coronación como emperador del Sacro Imperio Romano. «Oro por adoquines no es un mal negocio», murmuraban voces maliciosas de la nobleza castellana en referencia a las riquezas que comenzaban a llegar de las Américas a Castilla y que eran requisadas por el rey para financiar sus ambiciones imperiales.

Pero habían sido los adoquines, y no el oro, lo que había evitado que los estudiantes nos retorciésemos entre el fango todas las mañanas para llegar a clase en los días lluviosos y oscuros del frío invierno castellano.

Me sorprendió ver a un criado negro recibiéndome en la entrada: un excelente efecto teatral para alguien que se ha labrado la fama relatando los descubrimientos del Nuevo Mundo. Había visto algún que otro indio por la ciudad, a lo lejos, en la zona del mercado, portando cestas de alimentos para sus señores, pero nunca a ninguno tan de cerca.

—El maestro le está esperando arriba, en su estudio.

El salvaje mantenía su mirada baja mientras hablaba en perfecto castellano.

Me indicó las escaleras y subimos juntos con una vela encendida en las manos. Movido por la curiosidad, traté de estudiar su rostro, pero era bajo de estatura y me era difícil hacerlo con el rabillo del ojo. Mi curiosidad supo aprovecharse de las escaleras y me puse a su nivel dejando pasar un escalón entre nosotros. Lo miré al fin de frente; unos ojos llenos de luz inundaban su rostro. Había vida ahí dentro y mucho que contar del mundo que había dejado atrás: sangre, fuego, miedo, paz. Todo eso es lo que vi en el rostro de José aquella noche; así es como lo habían bautizado en la isla de La Española antes de subirlo a una nave con rumbo a Sevilla, el corazón del imperio.

Anglería ni tan siquiera levantó los ojos cuando entré en su estudio. Parecía absorto en los papeles que se amontonaban en completo desorden sobre la mesa. José me había dejado ahí solo, arrojándome como un náufrago en medio de la estancia, y el maestro no se dignaba a socorrerme.

Un mapa del mundo conocido colgaba de la pared detrás de él. Se debía de tratar sin duda de una copia del que había dibujado Juan de la Cosa en 1500 y que reproducía por primera vez el Nuevo Mundo. El viejo italiano había alardeado de ello en una de sus clases. A la derecha se dibujaba el mundo conocido, con Europa a la cabeza; en el margen izquierdo,terra incognita: una masa verde informe emergiendo suavemente de las aguas de un océano desconocido que retaba a ser descubierta y conquistada. Varios alfileres aparecían clavados triunfantes, como banderillas sobre la piel de un toro; eran las diferentes expediciones que Castilla había organizado desde su hallazgo en 1492. Apenas treinta años después de su descubrimiento y los alfileres se multiplicaban vertiginosamente sobre el mapa.

Volví la cabeza hacia el hombre que seguía ignorando mi presencia. Vacilé; esperé. Nada. Por un momento, pensé en salir medio agazapado de su lugar de trabajo y volver a entrar llamando a la puerta. Comencé a deslizarme lentamente hacia el umbral.

—¿Me va a abandonar el licenciado De Soto sin averiguar lo que quiero de él?

Me detuve en seco. Anglería seguía sin alzar la cabeza del escritorio.

—Hola. No, yo... Veréis... —Me sentía ridículo.

—He estado pensando que, ahora que no vais a proseguir carrera eclesiástica alguna, nada os impide poneros a trabajar como letrado bajo mis órdenes. Sois inteligente y ambicioso, y tenéis buen latín escrito. Sin familia y sin profesar en orden religiosa alguna, no os resultará difícil tomar la decisión. De todas formas, pensadlo y decidme algo mañana después de clase.

—No, muchas gracias.

Anglería levantó al fin su mirada, un tanto desconcertado por mi respuesta.

—Quiero decir que sí... que no necesito un día para pensarlo... —dije tratando de desenmarañar el embrollo en el que me había metido—. Mi respuesta es sí.

Anglería volvió a sus papeles.

—Mejor, así nos ahorramos tiempo. Comenzáis mañana al terminar las clases. En punto. Buenas noches.

Así de escueto, así de intimidante era el italiano. Pero por fin sabía que el discurso sí había dejado huella y que yo empezaba a recoger sus frutos.

Una de mis primeras tareas fue leer todos y cada uno de los libros que formaban parte de susDécadasDe Orbe Novo, las crónicas de las expediciones al Nuevo Mundo que lo habían hecho famoso.

—Es muy importante que los leáis todos detenidamente —me insistía el maestro mientras recorría su biblioteca dando caza a cada uno de los ejemplares.

—Me va a llevar su tiempo... —contesté mientras hojeaba uno de ellos para calcular su lectura.

—Tenéis tres días.

—¿¡Qué!? Pero ¡eso es imposible! Tendría que pasarme todo ese tiempo encerrado aquí.

—¿Y? ¿Cuál es el problema? No creo que la dama de compañía de los duques del Infantado os vaya a echar de menos en tan poco tiempo...

Anglería había sabido calibrar con precisión los motivos de mi protesta. La había conocido días atrás, en el propio estudio del italiano. Marina —ese era su nombre— se había presentado en la casa un día nublado y oscuro. Era ella la que había robado el sol, porque, en cuanto entró, lo iluminó todo. Venía a recoger un libro para su señora, la hija del duque del Infantado, a quien Anglería venía asesorando en su formación académica y literaria por orden expresa del noble castellano. Por supuesto que yo sabía dónde se encontrabaDe viris illustribus, de Petrarca, pero me hice el tonto y me tomé mi tiempo en dar con él. Los culpables, esos ojos brillantes y juguetones que no dejaron de bailar conmigo. Me di por vencido y al fin encontré el libro, pero solo cuando por la ventana vi que el cielo arrojaba las primeras gotas. La lluvia fue mi mejor aliada para detener a la ladrona; había venido a por un libro y la muy bribona se había llevado mi corazón.

Mis ganas de volver a ver cuanto antes a Marina se convirtieron en el mayor acicate para mi lectura y tardé dos días en leerDe Orbe Novo. Escrita en latín, la obra estaba compuesta hasta el momento por cinco décadas que narraban las diferentes expediciones que la Corona castellana había enviado a la conquista del Nuevo Mundo. En su viaje inicial Colón había descubierto un pequeño punto de tierra al que llamaron La Española. Ese punto había ido creciendo como una mancha con los sucesivos viajes e incluía ya a Cuba, la isla de San Juan y, muy pronto, las costas de todo un continente que prometía riquezas inimaginables. Por las páginas de Anglería desfilaban los mayores logros hasta la fecha: Yáñez Pinzón y su periplo cubano, Díaz Solís de Nebrija, Alonso de Ojeda, Valdivia, Diego Nicuesa con el hallazgo del istmo de Panamá, Núñez de Balboa y su descubrimiento del Pacífico, la gesta de Hernán Cortés contra los aztecas... Nombres y apellidos de hazañas indiscutibles e irrepetibles.

A la mañana siguiente irrumpí en su estudio y, con cara de satisfacción, deposité los libros sobre su mesa.

—Ya están... leídos.

Mi sonrisa de triunfo se la llevó el viento gélido de su respuesta.

—Estoy seguro de que no estaban aquí cuando os los presté.

Con su mano derecha empujó la pila de libros hacia el borde de la mesa, sin contemplaciones, y apenas me dio tiempo de cogerlos antes de que cayeran al suelo.

Inclinado frente a su escritorio, haciendo equilibrios con los libros entre mis manos, lancé una mirada hostil al italiano.

—Perdón, pero creo que os habéis olvidado de darme la enhorabuena por haberlos leído en tan poco tiempo.

Anglería levantó la mirada de sus escritos y sus labios dibujaron una sonrisa mecánica.

—Enhorabuena. —Y, bajando de nuevo la mirada, volvió a su tarea con el mayor de los cinismos—. Ahora id y dejadlos en su sitio, por favor.

Suspiré y, atándome la lengua a la garganta por una vez para evitar el insulto, me llevé los libros hasta las estanterías de donde habían salido.

—Pero antes debéis escoger uno de ellos y leéroslo de nuevo al menos un par de veces más.

Lo miré sin entender para qué me estaba pidiendo esto. La sacudida de mis hombros se lo dejó bien claro.

—Tomad las notas que creáis oportunas; estudiadlas bien: los hechos narrados, la forma de escribir y utilizar las palabras. Porque, cuando lo hayáis hecho, me lo vais a devolver y vais a escribir los mismos hechos con vuestra pluma, como si fuesen mis propias palabras.

Mientras hablaba, mis ojos buscaron laDécadaque narraba las desventuras de Cristóbal Colón y cogí el ejemplar con decisión.

—Y ahora, corred: id a ver a vuestra criada. La sabiduría castellana tiene razón: tiran dos tetas más que dos carretas. Nos vemos mañana después de comer. Os habéis ganado medio día de libertad.

Leí y releí mil veces las crónicas de la expedición de Cristóbal Colón. Había escogido estas porque, a fin de cuentas, era él quien lo había propiciado todo; y sabía además que Anglería sentía especial predilección por ese escrito.

Escribirlas nuevamente fue un trabajo que se me hizo bastante duro. Escribía, tachaba y volvía a escribir, tratando de rememorar y reconstruir el estilo y las maneras de Anglería. No era tarea fácil; pero, cuando dejaba al fin la pluma al término del día, me iba a casa contento y orgulloso de los progresos que había hecho.

Duraban poco tiempo. Cuando al día siguiente me sentaba nuevamente frente a mi escritorio para retomar la escritura, me encontraba el escrito anterior lleno de tachones y notas al margen del italiano. Se había dedicado con nocturnidad y alevosía a desacreditar todo mi trabajo. «Yo no escribo así», «esa frase es demasiado larga», «más pasión y menos datos», o «dejad de aburrir al lector», entre exclamaciones, eran algunos de los epítetos más frecuentes que dedicaba a mi trabajo del día anterior. Así, cargado de paciencia y con dosis indecibles de humildad, escribí y reescribí y reescribí, hasta contar al menos dos docenas de veces, las aventuras de Colón. Las notas en rojo eran cada vez más crueles. Mis esfuerzos no estaban llegando a ninguna parte y tomé la decisión de abandonar a Anglería. Llevaba más de diez días escribiendo ininterrumpidamente a su manera y la lucha encarnizada de mi pluma contra el papel había dejado únicamente una llaga en mi dedo índice. Era hora de decir adiós.

La noche antes tardé en conciliar el sueño; no sabía cómo iba a decirle al italiano que arrojaba mi pluma a sus pies. Mi mente construyó un diálogo ficticio con él, agradeciéndole la oportunidad que se me había dado de trabajar con el cronista real más importante del reino de España; pero no estaba dispuesto a continuar realizando una labor de copista cuya finalidad ni tan siquiera comprendía. Yo quería conocer y entrevistarme con gente, escuchar sus historias y poder contarlas con mis propias palabras. No me había encerrado a estudiar durante cuatro años como letrado en Valladolid para convertirme en su bufón.

Pensándolo mejor, esto último no se lo diría.

A la mañana siguiente entré en el estudio cargado de valor, dispuesto a enfrentarme al italiano y pasar el mal trago cuanto antes. Primer chasco: José me dijo que había tenido que salir y no regresaría hasta mediodía; pero le había dejado dicho que quería comer conmigo hoy, sin falta.

¡Maldita sea! Anglería era tan perspicaz que seguro que se había olido mi descontento, se escondía de mí y me llevaba hasta su terreno para que mi humillación fuera mayor. Nunca había comido con el maestro, pero no me cabía la menor duda de que sus modales en la mesa no iban a ser los míos. Subí a la biblioteca, dispuesto a ocupar mi tiempo hasta la llegada del italiano. Allí continuaba, encima de la mesa, el legajo sobre el que había trabajado el día anterior. No me atrevía a llegarme hasta él por miedo al número de notas en rojo que podía haber aquel día. Me extrañó no ver ninguna en la primera hoja. Cogí los papeles y los ojeé con rapidez; no había una nota. Por lo visto, el italiano había arrojado también la toalla y no se había dignado esta vez ni a corregirme.

Me temblaban las manos mientras me servía un trozo de carne de la bandeja que me ofrecía José. Delante de mí, sentado al otro extremo de la mesa, Anglería había empezado a comer. Pero el Anglería de hoy era distinto. Se mostraba cordial conmigo, me miraba a los ojos. ¡Hasta se había interesado por mi parecer sobre la sopa de garbanzos con tocino que acabábamos de tomar! «Si la comida amansa a las fieras, a los hombres también», pensé. Yo no había hablado todavía de «eso» y tampoco él había dicho nada importante. No entendía qué hacíamos comiendo juntos cuando sabía que ninguno de los dos quería seguir trabajando con el otro.

Me estaba esforzando en cortar la carne sin arañar el plato con el cuchillo cuando Anglería habló al fin.

—Soy consciente de que no he sido especialmente amable durante este tiempo.

—Sí, no hemos empezado bien nuestra relación —contesté sorprendido.

No esperaba ese amago de sinceridad por parte suya. Anglería dejó los cubiertos junto al plato y se apoyó sobre los brazos.

—Yo no tenía intención de comenzar de ninguna otra manera.

Mi cuchillo chirrió sobre la porcelana.

—Lo que quiero decir —prosiguió el italiano— es que no me gusta abrir mi hogar ni mi carácter a alguien si no va a continuar conmigo por mucho tiempo. Es una pérdida de energías y talento desperdiciado.

Estaba claro que había llegado el momento de hablar. Prefería despedirme yo antes de brindarle a Anglería el placer de hacerlo él primero; mi dignidad lo exigía.

—Yo quería hablar precisamente de eso.

Carraspeé para tomar fuerzas.

—¿Ah, sí? —Atisbos de inocencia fingida en el rostro del italiano.

—Veréis, quería agradeceros de veras que pensaseis en mí y me dierais la oportunidad de trabajar con vos. Pero —y volví a carraspear— estas tres semanas que llevo trabajando aquí no han sido especialmente fructíferas.

—Tenéis razón —asintió él sin apenas inmutarse.

—Lo que quiero decir es que tenía otras expectativas... Que vos me fuerais formando para poder seguir vuestros pasos y terminar siendo cronista. Pero en todo este tiempo lo único que he hecho es copiar vuestras crónicas, y reescribir y reescribir y reescribir lo que ya estaba escrito. Y creo que lo he hecho bastante bien, pero vos no parecéis opinar lo mismo. No vine aquí a ser un simple copista; así que creo que es mejor que busquéis a alguien más capacitado que yo como discípulo vuestro.

Anglería cogió algo que tenía en su regazo, fuera de la vista, y lo lanzó sobre la mesa. Cayó con un golpe seco y se deslizó por la superficie hasta donde yo me encontraba; era el legajo en el que había estado trabajando el día anterior y que el maestro no se había molestado en corregir.

Anglería hizo un gesto con la mirada para que lo cogiera y echase un vistazo. Abrí las páginas de nuevo y, sin comprender lo que buscaba, fui hojeándolas de nuevo hasta que llegué a la última. Había un garabato en rojo que no había tenido la paciencia de llegar a ver la primera vez.

—Es una lástima. Porque no he conocido a nadie capaz de reproducir mi estilo con la soltura y rapidez con que vos lo habéis hecho —dijo Anglería mientras yo leía la escueta línea al final de mi trabajo: «Este sí soy yo: Anglería»—. Y, cuando digo a alguien que tiene una forma de escribir con la que me siento identificado, es como si le estuviera diciendo: «Andad, id: coged la pluma y escribid, que yo firmaré a ciegas como si fuera mi relato». Es heredar el cetro del cronista más famoso de toda Europa. Pero, si no queréis formar parte de ello, sea así —concluyó el maestro, tomando nuevamente los cubiertos como si no hubiera sucedido nada.

Se llevó un trozo de carne a la boca mientras yo trataba de articular palabra, desorientado, titubeando, sin saber qué responder y maldiciéndome por mi funesta costumbre de querer hablar sin parar a escuchar ni reflexionar primero.

—Pero... Sí, claro... Claro que quiero formar parte de ello; es para lo que estoy aquí —conseguí balbucear al fin—. Pero pensé que...

—Querido Diego, dejad de pensar y confiad en mí. Vos seguidme y yo os convertiré en el hombre de letras más adulado de todo el reino de Castilla... después de mí, claro está. Y ahora será mejor que terminéis el venado antes de que se os enfríe.

Y así fue como entré a ser discípulo de Pedro Mártir de Anglería, el mejor cronista de Castilla y el más famoso de Europa. Desde su nombramiento como cronista real por expreso deseo de Su Majestad Carlos I, el italiano no paraba quieto. Sus ocupaciones sociales le dejaban poco tiempo para entrevistar a conquistadores y volcar sus hazañas en el papel, y se había visto en la necesidad de buscar a un discípulo que pudiera ayudarlo. José me aseguró más tarde que habían pasado trece candidatos antes que yo. Comprendí el desapego emocional que el maestro había mostrado conmigo durante todo ese tiempo de prueba. No le compensaba vender la piel antes de cazar el oso.

Pero cuando finalmente me cazó, descubrí que detrás de esa máscara se escondía alguien ingenioso, hábil y muy rápido, amante de la ironía y los gestos teatrales, pero cariñoso a pesar de todo... aunque a su manera, como las de un gato. La diferencia generacional que existía entre ambos —yo, veintiuno; él, sesenta y cuatro— no fue obstáculo para la afinidad que se comenzó a tejer entre ambos y a la que seguramente ayudaron dos rasgos vitales que ambos compartíamos. Uno: los dos éramos bastardos; habíamos crecido sin padres, agarrados a las faldas de unos hermanos dominicos que nos habían criado, a mí en Vitoria y a él en Lombardía. Y ese era precisamente el otro rasgo: ambos nos sentíamos extraños en la meseta castellana, aunque por motivos diferentes. Su vena italiana, sofisticada, elegante, y mi sangre impetuosa y vasca se daba de bruces con el espíritu inusitadamente seco y sobrio del castellano de la meseta.

Así regresamos al instante con el que he comenzado esta historia: yo sentado en una mesa de su estudio corrigiendo las erratas de sus nuevas crónicas, el libro VII de laDécada quinta. La increíble historia de una expedición que acababa de dar la primera vuelta al mundo. Un portugués llamado Fernando Magallanes había obtenido la autorización de Carlos I para fletar una armada e ir a la conquista de las Molucas, al otro lado del mundo. Estas islas inexploradas eran objeto de deseo por parte de portugueses y españoles. El motivo, las especias. Los comerciantes portugueses se afanaban por viajar hasta el lejano Oriente y traer a Europa mercancías que los hacían millonarios. Aprovechaban la vía marítima que había abierto el reino de Portugal hacia las Indias, rodeando África y cruzando el fatídico cabo de las Tormentas. Magallanes había convencido al recién coronado monarca español de que las Molucas se hallaban en la zona española delimitada por el Tratado de Tordesillas, y que él sabía cómo llegar hasta ahí evitando la vía portuguesa y navegando por un camino más corto. Se trataba de atravesar directamente el océano Atlántico y cruzar las tierras de la Nueva España a través de un paso de cuya existencia, hasta la fecha, nadie había dado fe.

La apuesta era elevada, pero el joven e imberbe soberano se había dejado cautivar por la ambición de poder hundir las fauces castellanas al otro lado del globo, arrancando bocado tan suculento a los portugueses.

Sin embargo Magallanes no resultó ser la mejor opción para capitanear la expedición. Su nacionalidad portuguesa levantó pronto las suspicacias entre una tripulación mayoritariamente castellana. Desde la botadura a la mar de las cinco naves de que constaba la expedición su personalidad hermética chocó con el resto de los capitanes españoles. El amargo olor de la traición entre la tripulación se hizo irrespirable y Magallanes trocó en sangre el aire del que se alimentaba. Sangre castellana. Su comportamiento, su crueldad extrema, habría sido motivo de juicio sumarísimo a su regreso a Castilla... si hubiera regresado. El azar prefirió ajustar cuentas con su vida arrojándola como trofeo a una tribu sobre la playa de una isla que jamás había oído pronunciar los nombres de Portugal o Castilla.

De las cinco naves que habían zarpado solo consiguió volver una... con dieciocho supervivientes. Tres años después. Pocos en Sevilla recordaban sus nombres. Nadie los olvidaría a partir de entonces. Porque habían conseguido llegar a las Molucas, sí, pero también habían sido los primeros seres humanos en dar la vuelta al globo terráqueo.

Eché una mirada al mapamundi de De la Cosa. El monstruo verde e informe que emergía de las aguas tenía final, una forma definida, medidas precisas. Anglería no había señalado todavía con un alfiler el hito de esta expedición. Tendría que ser distinto a todos los demás: había que hacerle justicia poniendo en su cabeza un hilo que recorriese el mapamundi en toda su extensión y lo abrazase en sus dos extremos.

Abajo, un portazo en la entrada me devolvió a tierra firme. Solo Anglería entraba así, como si el mundo se fuera a terminar mañana. Energía italiana... No esperó a que José saliera a recibirlo. Lo escuché encaramarse a los primeros peldaños de la escalera.

—¡Diego! ¡Muchacho, bajad ahora mismo si no queréis arrepentiros el resto de vuestra vida! —vociferó desde abajo el italiano—. ¡Y llevad la capa con vos, que ahí fuera hace un frío de quitarte las entrañas!

—Maestro, no he terminado todavía con Magallanes —contesté, alzando la cabeza del legajo.

—¡Será mejor que os dejéis de tonterías y, por una vez, obedezcáis a vuestro maestro, u os arrepentiréis! ¡Está a punto de comenzar, en el aula magna del San Gregorio!

Su voz continuaba tronando como si estuviera a escasas pulgadas de mi oreja. No me quedó más remedio que levantarme. Soplé la vela de mi escritorio y, con la capa entre las manos, me asomé a la barandilla del piso superior.

—Jamás se me ocurriría tildar de tonterías los escritos de mi maestro. Y confío en que luego no me vayáis a pedir las correcciones que os tenía que entregar hoy —le advertí bromeando mientras descendía las escaleras.

—Lo único que voy a pedir al vasco más tozudo de Valladolid es que me escribáis luego todo lo que salga de la boca de ese otro vasco al que vamos a escuchar. ¡José, no nos esperes a cenar! —gritó Anglería hacia el interior de la casa antes de cerrar la puerta.

—¿Un vasco, habéis dicho?

—Venga, daos prisa si no queréis perderos vuestra cita con la historia.

—Espero al menos poder saber de quién se trata antes de verlo —me quejé, un tanto impaciente.

Anglería, a mi lado, sonrió triunfante.

—¡Qué fácil resulta exasperaros! Sois como un toro ante un paño rojo. Se trata de Juan Sebastián Elcano. Seguro que os interesa conocerlo.

Mi corazón dio un vuelco. ¡Iba a tener la ocasión de tratar personalmente por primera vez con un conquistador! Pero Elcano no era un conquistador más: había capitaneado la única nave que había regresado de la expedición de Magallanes con los dieciocho supervivientes, convirtiéndose en el primero en dar la vuelta al mundo.

Apreté el paso sobre el adoquinado de la calle que conducía hasta la imponente fachada del colegio San Gregorio de la Universidad de Valladolid. Anglería me seguía detrás.

—¡No corráis tanto, por Dios!

2

En ese preciso instante el vasco estaba rememorando el momento más duro de la expedición; cuando, después de encontrar el paso de agua que cruzaba las tierras del Nuevo Mundo, llegaron al otro lado del hemisferio.

—Los momentos de euforia quedaron atrás. Ante nosotros se abría un mundo azul desconocido que, durante casi tres meses, se prolongó sin divisar tierra alguna. Sí, pasamos por una pequeña isla rocosa y sin vegetación en la que apenas nos detuvimos, pero nada más. Y entonces apareció entre nosotros el peor de los enemigos...

Elcano se detuvo para saborear este pequeño instante de expectación creada.

Los murmullos se extendieron como una ola entre el público. A mi lado, uno de los estudiantes de un curso inferior al mío preguntaba a otro de qué bestias se podía tratar. Miré de nuevo al estrado con una sonrisa; jamás había imaginado la oratoria como cualidad de un conquistador.

—¡El hambre! —exclamó al fin Elcano—. No había nada que comer. Habíamos dejado las naves sin ratas; el bizcocho que quedaba estaba lleno de moho, y la porción más aprovechable olía a pis de rata. Necesitábamos comer, pero la única vaca que teníamos a mano era el cuero de nuestros cinturones y el de las gambetas que cubrían las velas. Los convertimos en tiras y con ellos cocinábamos un caldo que después bebíamos, y que servía para ablandar el cuero antes de comérnoslo.

Eché un vistazo a mi alrededor. Las palabras de Elcano hacían mella en los rostros de los presentes.

—Varios miembros de la tripulación comenzaron a sufrir un mal terrible. Se les inflaron las encías hasta tal extremo que les resultaba imposible comer nada. A otros se les empezaron a cubrir las piernas de moratones. El color lila se extendía luego a los brazos y, finalmente, al estómago, hasta que reventaban las entrañas del marinero y este moría desangrado por dentro. La llamamos lapeste del estrecho. Perdimos a más de veinte hombres por ese extraño mal. Y hubiera perecido la tripulación entera de no haber alcanzado al fin unas islas que nos dieron cobijo.

Era imposible dejar de beber sus palabras, pero de vez en cuando se hacía necesaria una pequeña pausa para respirar y tomar aliento. Se redoblaron los murmullos entre nosotros.

—¡Elcano! —vociferó un muchacho para hacerse oír desde el último banco, justo delante de mí—. ¿Cuál es el momento en el que sentisteis más miedo de toda la expedición?

—¿Miedo?

El vasco se detuvo para barrer con una mirada el mar de su auditorio.

—Muchacho, los conquistadores no sabemos lo que es eso.

Su comentario se ganó una ola de risas nerviosas.

—Pero os diré cuál fue nuestro peor momento. La isla a la que conseguimos llegar tras atravesar el estrecho, después de cien días sin pisar tierra, se llamaba Cebú. Era grande y muy rica. No había especias, pero la vegetación era generosa y a los indígenas no les faltaba de nada. Nuestra llegada fue bien recibida. Magallanes invitó a su jefe a poner sus tierras bajo dominio del más grande rey del mundo, y así lo hizo. Además se bautizó y mandó bautizar a todo su pueblo. Todos cristianos por la gracia de Dios. Pero no todos éramos igual de buenos. No, no todos lo fuimos entonces...

Recuerdo que el aula magna se fue estrechando, pequeña, diminuta, hasta desaparecer ante mis ojos. Solo quedábamos Elcano, sus palabras y yo.

—Las tribus vecinas —continuaba el vasco— siguieron el ejemplo de nuestro anfitrión, rindiendo pleitesía a los extraños de piel blanca y haciendo ofrendas a su rey. Hasta que, una mañana, la tribu de una isla cercana dijo basta. No estaba dispuesta a someterse y rendirnos pleitesía. Los jefes de otras tribus convencieron a Magallanes para que fuera a hablar con los rebeldes; él podría arreglar la situación. Era 27 de abril, día de la Virgen de Montserrat, a la que el portugués tenía especial devoción. Sabiéndose protegido por su manto, decidió cruzar a la otra isla acompañado de unos pocos de los nuestros y de unos cuantos guerreros del rey de Cebú, dispuestos a sofocar la disputa de esa pequeña tribu. Recuerdo ese día especialmente porque yo me vi obligado a quedarme en tierra por una indigestión que me había tenido varios días postrado con fiebre en el lecho. Cruzaron el brazo de mar, pero lo que se encontró Magallanes al otro lado fue una rebelión en toda regla. Miles de guerreros armados con lanzas lo estaban esperando. A pesar de la valentía y arrojo de los nuestros, todo se perdió cuando Magallanes fue herido de muerte mientras luchaba en la orilla. Los enemigos se crecieron al ver caer a nuestro capitán y los nuestros tuvieron que huir en las barcas para evitar males mayores. A partir de entonces cambió nuestra suerte en aquella isla y acabamos saliendo a toda prisa antes de que nos mataran a todos.

De pronto a mi lado se formó un tumulto; alguien había entrado en el aula magna y se había puesto a gritar. Era una mujer. Algunos de los presentes trataron de detenerla, pero ella se soltó y avanzó hacia el centro del auditorio, interrumpiendo a Elcano, que, al escucharla, se había vuelto hacia ella petrificado.

—¿Es ahí donde murió mi esposo?, ¿cuando lo abandonasteis y lo dejasteis morir en manos de esos salvajes? ¡Responded, Elcano! Quiero saber la verdad. ¡Quiero que me contéis lo que realmente le ocurrió a mi esposo!

Elcano detuvo su mirada sobre la mujer, gélido y sin saber qué responder. En ese momento, dos bedeles consiguieron llegar hasta la encolerizada mujer y la obligaron a abandonar la sala. Ella se resistía gritando. No hubieran podido retenerla de no ser porque aparecieron de la nada dos desconocidos que los ayudaron a sacarla fuera. Se cerró nuevamente la puerta, amortiguando el lastimoso espectáculo, que se perdió por los pasillos de la universidad.

El murmullo de sorpresa continuó en la sala. Elcano, todavía paralizado, tardó unos instantes en recuperar la lucidez. Tosió y, volviendo la mirada de nuevo hacia su público, consiguió dominarlo hasta que se hizo de nuevo el silencio.

—Salimos doscientos treinta y nueve hombres de Sevilla en 1519. Tres años más tarde, regresamos dieciocho. La mayoría había muerto. Cada una de esas muertes, trágicas historias que uno tiene que aprender a llevar a cuestas durante el resto de su vida, sin miedo a que suceda lo que acabáis de presenciar ahora: que os miren con ojos acusadores y bañados en lágrimas preguntándoos por qué vos y no cualquiera de los doscientos que se quedaron en el camino.

Las palabras de Elcano dejaron paso a un silencio incómodo. Su mirada pareció perderse a su derecha, en el ventanal que se abría sobre el patio interior del San Gregorio. La densa neblina del otoño castellano se coló en sus pupilas. Regresó de nuevo a su público.

—Pero ya he dicho antes que los conquistadores no tenemos miedo a nada.

La voz del vasco recuperó su desenfado inicial y ayudó a descargar el ambiente entre nosotros.

—Aceptaré una pregunta más.

—¿Volveríais a repetir la misma expedición?

La pregunta saltó de entre las primeras filas del público. Los ojos de Elcano se iluminaron, mostrando el azul intenso del océano.

—Mañana mismo, con los ojos cerrados. De hecho, he venido hasta aquí, a Valladolid, a solicitar a Su Majestad autorización para capitanear una nueva expedición a las Molucas. —Elcano paseó su mirada por nuestros rostros—. ¿Alguien desea acompañarme?

De un salto, la pregunta se colgó de mis entrañas y no me soltaba. ¿Y por qué no? Me invadió una extraña sensación, la melancolía por una libertad perdida que ansiaba recuperar y que, a lo mejor, el azul del mar, fundido allá en el horizonte con la inmensidad del cielo, me podría brindar. Mi corazón cabalgó de éxtasis hacia el vértigo y ascendía ya por mi brazo su hormigueo cuando, por fin, la razón cogió las bridas y lo detuvo en seco: había venido a mi rescate y no fui tan loco como para levantar la mano. Nadie lo hizo. Habíamos sido subyugados por las historias del vasco, pero nuestros pies preferían seguir firmemente arraigados a la seguridad de una vida como letrados, sin sobresaltos. Anglería no ofrecía alas, oro ni fortuna, pero ponía un plato caliente sobre la mesa todos los días.

A mi lado, este me dio un codazo.

—Acerquémonos, vamos. Veo que os morís por conocerlo.

La charla había terminado. Los estudiantes iban abandonando el aula magna, salvo pequeños núcleos de dos y tres personas que continuaban arremolinadas en torno a Elcano. Siempre ocurría lo mismo: terminaba una conferencia y unos pocos se negaban a abandonar hasta no tocar en carne y hueso a la celebridad del momento.

Anglería y yo esperamos a un lado del estrado mientras terminaba de hablar con dos estudiantes. Me sonaban del primer curso. Les traicionaban la barba, poco poblada todavía, y sus ganas de cambiar los libros por la sal de mar. No había que ser un lince para saber que esos no durarían una ola sobre la cubierta de una nao. Aun así, el vasco parecía escucharlos en serio y les sugería que terminasen los estudios antes de tomar la decisión. Le escuché decir que tenían tiempo para pensarlo; el imperio de ultramar no se iba a acabar en dos días y todavía quedaba mucha tierra por descubrir. Los novatos acabaron bajando del estrado, a tierra firme, con los ojos todavía borrachos de azul y plata.

—¡Insensatos! —murmuró Elcano mientras su mano derecha estrechaba la del italiano.

—¡Sois el espejo donde todos se quieren mirar! —exclamó Anglería adulador.

—¡Ja, ja, ja! Porque hoy voy aseado y huelo bien. Lo que no quieren ver es que a bordo desaparece el perfume y lo que queda es el sudor. Maestro, es una alegría que hayáis podido venir a escucharme.

—Hasta el papa estaría de acuerdo conmigo en que no venir a escuchar al hombre más famoso del globo aquí hoy sería cuando menos pecado mortal.

Elcano sonrió ante la ocurrencia del italiano y me miró de reojo.

—Pues Fonseca ha pecado: no lo he visto asomar por el aula...

—No debiera preocuparos su ausencia sabiendo que esta noche lo veremos en la cena. Además, estoy seguro de que ha mandado a algún espía a escucharos.

—De eso no me cabe la menor duda. El obispo de Burgos tiene ojos y oídos hasta en los lugares más recónditos del confín del mundo. Os lo digo yo, que he estado allí.

—Quiero presentaros a mi pupilo, don Diego de Soto, vasco hasta la médula como vos. Y os lo advierto: no avivéis más la llama, porque, si vuestra charla llega a durar unos instantes más, lo veo alistándose a la nueva expedición que estáis organizando.

Elcano levantó el mentón al aire y lanzó una estridente carcajada.

—Sabed que aún me quedan sitios disponibles, muchacho.

Me guiñó el ojo al tiempo que me extendía su mano derecha. Elcano me inspeccionó con simpatía. Era más alto que yo; el tipo de vasco criado entre valles y montañas, pero con mentón y perfil afrancesado. Una estructura ósea bien formada se adivinaba tras sus facciones, enfundadas en una tez sorprendentemente blanca para un hombre de mar. Una barba cuidadosamente afeitada y unos ojos negros y profundos que miraban más allá de lo que veían servían de contraste. En otro escenario, podría haber pasado perfectamente por el caballero Lancelot inmortalizado por Chrétien de Troyes. Pero se trataba de Elcano y su gesto entroncaba mejor con el mito griego de Jasón, quien había cruzado los mares del mundo entero con apenas un puñado de argonautas.

—Es un honor poder conoceros en persona. —Conseguí controlar mi temple sin que la voz me traicionara—. Nos han impresionado mucho sus palabras. He leído algo sobre la expedición... La crónica que el maestro Anglería acaba de escribir. Pero lo que habéis contado aquí hoy me ha servido para poner carne y hueso a las palabras.

—A mí no me contasteis las cosas con tanto detalle... —intervino Anglería con cierto aire de reproche.

—La culpa es de ellos —dijo señalando a los pocos estudiantes que quedábamos todavía diseminados por la sala—. ¡Demasiada sangre joven entre cuatro paredes! Me han querido tirar de la lengua y lo han conseguido. Pero son temas que no me gusta recordar. Muchas de las cosas que ocurren en una expedición deben quedarse ahí, en la expedición.

Cierto aire de melancolía acompañó estas palabras de Elcano.

—Tampoco a mí me gustaría escribirlas —terció Anglería—. Mis escritos no pueden contener tres años de expedición. El lector quiere que le contemos la gesta heroica y que ensalcemos a sus protagonistas a la manera griega. Descender a los detalles implica el riesgo de humanizar demasiado la epopeya y entonces convertimos a sus protagonistas en simples mortales. En cambio así, como un dios, Valladolid y el mundo entero os acogerá siempre con los brazos abiertos.

—No creo que los brazos de nadie se cerrasen si la crónica de una expedición diera a conocer detalles que humanizasen a sus héroes.

Los ojos del vasco y del italiano se clavaron en mí. Carraspeé, dudando si no hubiera sido mejor mantenerme callado.

—Continuad, continuad... —me apremió Anglería complacido.

—Creo que las dudas y el sufrimiento son compañeros de viaje del corazón humano: la demostración de que, cuando nos pinchan, todos sangramos. Saber que no somos tan distintos debería aumentar el número de lectores.

—Esto es lo que ocurre cuando se contratan discípulos inteligentes: ¡acaban teniendo ideas propias! —zanjó Anglería cogiéndome del hombro.

—¡Y a veces hasta peligrosas! ¡Ja, ja, ja! Veo que la sangre vasca os impide callaros a tiempo, como a mí —remató Elcano con una palmada sobre mi espalda—. Pero no os preocupéis: sois joven y la vida os enseñará las ventajas de ser dueño de vuestros silencios.

Su mirada buscó ahora la de Anglería.

—Me cae bien vuestro discípulo. Promete un futuro interesante. Espero poder teneros cerca de mí en la cena; al menos no será tan aburrida. ¿Diego, dijisteis que os llamabais?

—Siento decepcionaros —asentí yo—, pero no he sido invitado.

—No obstante, es una buena idea... —terció Anglería—. Diego, nos podéis acompañar a la cena si queréis.

Anglería cazó con la habilidad de un halcón la propuesta de Elcano. Su capacidad de extender las alas y planear con cualquier viento era una de las cualidades que lo había hecho ascender hasta su posición actual como cronista real. La idea me turbó por un instante. Sabía que el maestro había ido a recoger a Elcano y que, de allí, irían directos a una cena que habían organizado en su homenaje hombres ilustres de la ciudad. Tanto el vasco como el italiano iban vestidos de cronista y conquistador respectivamente; no necesitaban más, porque su sola presencia marcaba la distinción. Pero yo, por el contrario, era un don nadie, y acudir a una cena tan relevante vestido con mi trajecillo de aprendiz de copista recién salido de la universidad no era la mejor manera de impresionar. Se me abrían las puertas de un mundo al que aspiraba pertenecer algún día por mi talento y no iba a echar a perder la oportunidad por carecer de un atuendo que disfrazara mi juventud y posición social. Podía ser un bastardo plebeyo recogido en los montes vascos, pero a los ojos de los demás era discípulo del maestro Anglería.

En ese instante alguien se aproximó hasta Elcano y él se apartó un poco de nosotros.

—Se trata de Juana Durango, viuda del capitán Juan Serrano —le susurró al oído el extraño.

Elcano se acercó de nuevo.

—Disculpadme un momento. Quiero salir a hablar con la mujer que ha interrumpido la conferencia.

—¿Quién era esa mujer? Estaba como fuera de sí —preguntó con curiosidad Anglería.

—Es la viuda de uno de los capitanes que murió durante la expedición —contestó Elcano sin apenas mirar al italiano—. Si me disculpáis, tan solo será un momento.

Elcano desapareció y me dirigí nervioso a Anglería.

—Maestro, muchas gracias por la invitación. Pero antes debería pasar por su estudio y buscar algo más adecuado —le dije señalando mi vestimenta.

—¿A qué estáis esperando entonces? Volad. Os esperamos a las siete en la puerta. Tenéis media hora.

Enfilaba el camino hacia la salida del aula magna cuando, de pronto, me di cuenta de que no sabía en qué puerta me iba a esperar.

Anglería me miró de soslayo.

—Palacio de los duques del Infantado. Y acicalaos convenientemente.

Entendí perfectamente a qué se estaba refiriendo. El palacio de los duques del Infantado era propiedad de Diego Hurtado de Mendoza de la Vega, tercer duque del Infantado, uno de los linajes más ilustres de la nobleza, que contaba entre sus profusas ramas genealógicas con el marqués de Santillana. Y también era el lugar donde vivía Marina, la dama de compañía que había conocido aquella tarde en el estudio del italiano. A pesar de no habernos visto nunca juntos, Anglería no había tardado en darse cuenta de que existía algo entre ella y yo. El idilio había ido progresando a golpe de préstamos de la biblioteca de mi maestro. Allí se volvió a presentar ella al cabo de unos días con la excusa de pretender otro libro y con una oportunidad para pasar de nuevo la tarde juntos. Era una mujer bella, pero lo que realmente me conquistó fue su preparación intelectual. Lo descubrí durante uno de esos encuentros, en el que comenzamos a hablar de las églogas de Juan del Encina y acabamos discutiendo del amor y sus significados. Ella defendía esa visión tan caballeresca de que todo debía sacrificarse en aras del amor.

—Mirad, Marina —había contestado yo, tratando de corregir su error—, es absurdo convertir el amor en un fin en sí mismo. El amor no es un fin. Y, además, un fin nunca puede justificar los medios. ¡Ni que hubieseis leído a Maquiavelo!

Su mirada me pilló por sorpresa.

—Es que he leídoEl príncipe—susurró ella malévolamente.

Se me llenó la boca de admiración. A pesar de no haber sido oficialmente impreso todavía,El príncipeera un manuscrito de teoría política escrito por un italiano, Nicolás Maquiavelo, que corría como el fuego entre las diferentes cortes europeas aunque nadie se atreviera a reconocerlo. La obra defendía tesis muy controvertidas y había llegado a Castilla de las manos de Anglería, quien se había encargado de traducirlo del italiano para Su Majestad Carlos I. Esto nunca me lo había dicho el maestro, pero yo estaba convencido de ello, ya que en su estudio me había encontrado con un ejemplar traducido de su puño y letra. Era ese el que había leído yo, y no cabía duda de que era el mismo que había leído Marina cuando Anglería se lo debió de prestar a su ama.

—¡Sois increíble! ¡Y pensar que yo he necesitado una carrera en la universidad para saber todo lo que vos sabéis...! —exclamé asombrado.

—No, aunque estoy llena de sorpresas. El duque del Infantado quiere damas de compañía instruidas que ayuden a mantener un ambiente elevado en toda la casa —se apresuró a explicar ella—. Desean enaltecer su espíritu intelectual. Pero debo reconocer que en una cosa tenéis razón: el amor no es un fin.

Se acercó a mí peligrosamente.

—Siempre es un comienzo...

Juntó sus labios con los míos y, desde entonces, no pasaba un segundo en que no pensara en ella.

No, era improbable que nos fuéramos a encontrar en esa cena, me repetí a mí mismo. Se trataba de una cena de nobles para nobles. Además, seguro que ni tan siquiera estaría presente la hija de los duques. Pero, por si acaso, estaba dispuesto a buscar la capa más elegante de entre las de mi maestro y ofrecer el mejor de mis aspectos. Suerte que Anglería, de origen italiano, era hombre de buen gusto.

Con esos pensamientos en mi cabeza, apreté el paso hacia la salida del San Gregorio. Me llamó la atención la presencia de los hombres que habían irrumpido en el aula magna en ayuda de los bedeles. Parecían esperar a alguien. Me sorprendió verlos armados, un detalle del que no me había dado cuenta antes. Era extraño ver armas en el interior de la universidad. Después me enteré de que formaban parte de la guardia personal de Elcano. El vasco había solicitado permiso a Su Majestad para poder tenerla durante su estancia en Valladolid. ¿De qué querría protegerse alguien como Elcano? ¿Qué podía temer quien había conseguido dar la primera vuelta al mundo?

3

Llegué al fin hasta la puerta del palacio, pero allí no había nadie esperándome. Anglería no era de los que disfrutaban con la impuntualidad. Tragué saliva, agobiado, y me miré unos instantes estudiando la caída perfecta de la capa que había logrado llevarme del armario de mi maestro. Estaba muy orgulloso de ella y, sobre todo, del porte que me otorgaba. Cualquiera que me viera envuelto en ella no dudaría de que sangre noble corría por mis venas. Con mi vanidad reforzada, me decidí a entrar. Pero cuando las puertas del palacio se abrieron al mundo de los Hurtado de Mendoza, me di perfecta cuenta de que no había capa que fuera capaz de ocultar las exclamaciones de asombro que se dibujaron en mis ojos: me delataban. Los tapices y las estatuas me señalaban; el patio, con aquellas escaleras de mármol que ascendían a la galería superior, me llamaba palurdo.

Abrumado, fuera de lugar, seguí al criado mientras mi cabeza se preguntaba una y mil veces qué diablos estaba haciendo yo allí. Se detuvo ante una puerta doble de madera, gigante. Mi mente se distrajo preguntándose si, fuera de sus goznes, las dos hojas cabrían en mi habitación. Pero no me dio tiempo a calcular la respuesta: el criado abrió una de ellas y me topé de bruces con un grupo de personas sentadas en torno a la mesa que ocupaba el centro de la sala.

La conversación se interrumpió y un silencio incómodo aleteó en mis oídos. Hubiera jurado haber visto a los dioses mitológicos y a los santos que se descolgaban sobre el hilo de los tapices deteniendo su lucha encarnizada por la conquista de las paredes solo para comprobar quién era el idiota que les estaba interrumpiendo en esa eterna batalla.

—¡Hombre, muchacho! ¡Pensábamos que os habíais perdido en mi armario! —rompió la voz alegre de Anglería al verme.

Conseguí arrancarle una sonrisa al hielo de mis labios, agradeciendo al cielo la desenvoltura y desparpajo de mi maestro. Fueron lo que me permitió llegar hasta el hueco que había en la mesa sin perder la dignidad.

—Este es Diego, Diego de Soto, el joven discípulo del que os he hablado —prosiguió Anglería—. Os aseguro que su sentido de la puntualidad no desmerece en absoluto su talento.

El italiano, sentado al otro lado de la mesa, me guiñó un ojo. Parecía la señal convenida para que yo exhibiera ese talento del que hablaba, mi momento de gloria en torno a una mesa que me resultaba del todo extraña. El obispo Fonseca y los demás comensales repararon en mí, expectantes. Paseé la mirada por las caras de cada uno de ellos mientras elegía las palabras adecuadas y, de pronto, tropecé con la de Marina. Estaba sentada junto a mí, tan cerca que no la había visto todavía. El corazón me dio un vuelco y las palabras de saludo que estaba a punto de pronunciar huyeron como ratas por el callejón trasero de mi mente, dejando en su lugar un lacónico «Hola, buenas noches». Me senté a su lado sin encontrar más palabras que decir.

Una entrada ridícula, espantosa. Me encontraba ante un grupo reducido de ocho personas y no había sido capaz de hilvanar más de tres palabras seguidas, intimidado por la figura de Fonseca, uno de los hombres más poderosos del reino, y desconcertado ante la presencia inconcebible en la mesa de la mujer que había conquistado mi corazón. Poder y belleza me habían derribado en mi primer asalto a las puertas del cielo.

—El muchacho sigue impresionado por mi charla esta tarde en la universidad. —Elcano vino a mi rescate.

—Deberíamos hacerlo más a menudo: enviar conquistadores a las aulas para que nuestros futuros letrados conozcan de primera mano el sudor y la sangre derramada en la conquista de las provincias de ultramar.

El obispo Fonseca arrastraba las palabras con la seguridad del que se sabe escuchado.

Él era el poder que me había intimidado, y le sobraban razones. Juan Rodríguez de Fonseca era un hombre hábil, inteligente y obispo de Burgos: por ese orden. Su inmensa autoridad no derivaba únicamente de sus obligaciones eclesiásticas. Desde el descubrimiento de las Américas por parte de Colón, hacía ya más de treinta años, todas y cada una de las expediciones realizadas por la Corona de Castilla habían caído bajo su personal responsabilidad. Cualquier hombre hambriento de conquista necesitaba la autorización del rey para armar una expedición, pero la organización y los detalles eran tarea de Fonseca. Hay quien asegura que es el demonio quien está en los detalles, pero en las cosas de conquista y territorios de ultramar Fonseca aventajaba al mismísimo diablo.

La conversación dejó de girar en torno a mí y regresó al centro de gravedad del obispo. Su tono claro y didáctico traslucía sus años de experiencia como clérigo. Había convertido su modo de hablar en un sermón, con escaso margen para la réplica.

—Como estaba diciendo, ya no somos ese pequeño reino situado en el trasero de Europa. Tenemos un rey que se ha convertido en el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Los dominios de ultramar nos están haciendo grandes, muy grandes. Es necesario seguir luchando por la hegemonía de nuestras conquistas en el mundo frente a Portugal, nuestro gran rival.

Aproveché la homilía de Fonseca para dirigirme a Marina en voz baja.

—¿Me podéis decir qué diablos estáis haciendo vos sentada aquí?

Marina pareció no haberme oído, pero dejó caer su servilleta en el suelo, entre nosotros, y ambos nos inclinamos a recogerla.

—La pregunta más bien es qué estáis haciendo vos aquí, en mi casa —susurró cerca de mi oído.

En ese instante, escuchamos la voz grave de don Diego Hurtado de Mendoza, el anfitrión de la velada.

—Hija, ¿estáis bien?

Los dos levantamos nuestras cabezas y nos incorporamos de nuevo en el asiento.

—¡Oh, sí, padre! Se me había caído la servilleta.

El tercer duque del Infantado, al otro lado de la mesa, no me perdió de vista en un buen rato. Miré de reojo a Marina, atónito ante lo que acababa de descubrir. ¿Padre? ¿Hija? ¿En qué la convertía eso? ¿En duquesa? Esto era demasiado.

Ahora entendía tanto secretismo en nuestra relación y el elevado nivel de sus conversaciones. La muy condenada se había hecho pasar por su propia dama de compañía. Volví a mirarla de reojo; estaba radiante, vestida de princesa. O así la vi yo entonces, con sus joyas y sus ropajes y un aroma en su piel a especias y rosas, transformada toda ella en un fruto delicioso y prohibido para mí.

Mientras tanto, Anglería había conseguido introducir una cuña entre las palabras del obispo.

—Sería muy interesante si nos pudierais avanzar futuras expediciones que se están preparando. Estoy considerando enviar a Diego próximamente a Sevilla, a la Casa de Contratación, para recabar las últimas informaciones.

Me sorprendieron las palabras de Anglería. No me había dicho nada sobre ningún viaje.

—Sabéis tan bien como yo que la naturaleza de las expediciones es un tema altamente confidencial que debe ser abordado con la mayor de las discreciones. Puedo decir menos de lo que quisiera aquí, a pesar de mi plena confianza en todos y cada uno de los presentes. —El obispo sopesó con su mirada a cada uno de nosotros hasta detenerse en la figura de Elcano—. Sí puedo decir, por ejemplo, que aquí mi querido y admirado amigo Elcano se encuentra negociando su nombramiento como capitán general de una armada que recorra nuevamente la vía marítima occidental que ya conoce hasta las Molucas.

Anglería miró con aprobación a Elcano.

—Supongo que la experiencia lo convierte en pieza clave de la expedición.

—Por supuesto —intervino de nuevo Fonseca—. No hay mucha gente que pueda presumir de haber dado la vuelta al mundo. Además, vuestra expedición trazó en los mapas una ruta española hacia Oriente sin atravesar el territorio portugués estipulado en Tordesillas; y a los portugueses esto los ha puesto muy nerviosos.

Elcano bajó la mirada tratando de esquivar tanta adulación.

—Otra expedición de la que también puedo hablar —continuó el obispo mientras masticaba— es la que está a punto de zarpar en pocos meses desde Coruña. Su objetivo es alcanzar las islas de la Especiería buscando un paso al noroeste del hemisferio. Cruzará el Atlántico hasta América como hicisteis vos —apuntó a Elcano con el cuchillo de la carne—, pero buscará un paso por arriba.

A mi lado, noté que Elcano se revolvía en su asiento. Apoyó los brazos sobre la mesa, empujando su cuerpo hacia delante.

—¿Quién es el capitán? —preguntó con un tono de pretendido desinterés.

—Sin duda lo conocéis, porque viajó con vos. Su Majestad ha designado como gran capitán de esa armada a Esteban Gómez.

Percibí el súbito gesto de fuerza en los puños de Elcano, sus venas tensas; pero su voz ocultó su evidente malestar.

—Me alegro mucho por él. Es uno de los mejores pilotos con los que he navegado. Estad seguros de que, si existe un paso al norte que conduce a las Especierías, él lo encontrará.

El obispo se volvió abruptamente hacia el duque y cambió tajantemente el rumbo de la conversación.

—Querido duque, no hay ningún sitio en todo Valladolid donde se coma mejor carne que aquí.

Esteban Gómez. Memoricé el nombre que acababa de escuchar por primera vez. Después preguntaría a Anglería de quién se trataba.

El duque se atusó el bigote con la mano derecha antes de entrar en la conversación que le estaba tendiendo Fonseca.

—Todavía no comprendo la locura por las especias. Me contaba el otro día un buen amigo mío llegado de Amberes que el precio del clavo había superado al oro en el mercado de esa ciudad. ¡Inaudito! Ciertamente, muy difícil de entender.

Fonseca se reclinó sobre su asiento.

—Deberíais hablar más a menudo con las mujeres de vuestra familia, estimado duque. Ellas os podrían explicar lo importantes que son las especias para su vida. Su mujer, si ella me lo permite —hizo una leve inclinación de cabeza a la esposa de don Diego Hurtado de Mendoza—, le contestaría que, gracias al clavo y la canela y la nuez moscada, por ejemplo, la carne y el pescado, y la mayoría de los alimentos, se mantienen frescos más tiempo. Es una auténtica revolución de las cocinas y de los paladares. Ya nadie quiere en Europa un filete a la brasa que no tenga su ligero toque de pimienta. En cambio, vuestra hija —y ahora el obispo miró hacia Marina— os diría lo importantes que son las especias para la piel, su bienestar y el femenino arte de la seducción.

El obispo hizo una pausa y detuvo, fugaz, su mirada en mí.

—Yo ya soy perro viejo y, además, obispo, querida Marina. Pero el muchacho a su lado es un joven apuesto, educado, y cachorro aún. Estoy seguro de que, nada más sentarse en la mesa, ha percibido el delicado aroma de la canela y el cardamomo que emanaba de vuestra piel, de vuestro perfume... Como ave exótica del paraíso, como fruta prohibida.

Me ruboricé ante las últimas palabras como si hubiera leído mi pensamiento. Marina, en cambio, ni pestañeó frente a la insolencia del obispo.

—Considerándolo mejor —continuó Fonseca—, no se trata de una revolución de la cocina. Es la revolución de los sentidos y está siendo perpetrada por las mujeres. ¡Que Dios nos proteja, amigos míos! Las mujeres toman el mando y en Amberes el oro pierde su valor.

A sus setenta años, conservaba aún atisbos de una mente aguda e ingeniosa. Sin duda, lo que lo había hecho poderoso e indispensable ya en los lejanos años del reinado de Isabel la Católica.

Anglería terció en la conversación.

—Las mujeres podrán hacer las revoluciones que quieran, pero jamás tendrán arrestos para subirse a una nave y zarpar rumbo a la aventura. Sois vos —y señaló a Elcano acusadoramente— quien les brindáis el material con el que hacer sus revoluciones.

—Estimado Elcano, estamos de suerte. Vuestro trabajo y el nuestro —Fonseca sonrió señalando la cruz que colgaba sobre su pecho— son los únicos que no conseguirán arrebatarnos.

—En realidad, son los dos únicos que jamás desearíamos tener.

Era Marina quien había hablado, y la mesa calló igual que si hubiera caído un hachazo sobre ella.

—Las mujeres somos demasiado inteligentes como para querer someternos al juicio caprichoso de los grandes mares que nos rodean; y, sobre todo, al severísimo dictamen que el Todopoderoso realizará de la vida de cada uno de los pastores de su rebaño.

El obispo tenía razón: Marina era una fruta exótica; exótica y salvaje. Fonseca sonrió, pero la sonrisa encerraba una advertencia.

—Tenéis una hija inteligente, rápida y guerrera. Son cualidades dignas de una reina. Su Majestad Isabel, desde luego, las tenía. Pero vos carecéis de sangre real en vuestras venas.

El duque hizo un pequeño gesto a su mujer y ella se levantó de la mesa como un resorte.

—Podemos pasar al salón contiguo. Los postres están preparados.

La avidez por los dulces de los allí presentes fue la excusa perfecta para cambiar de tema antes de que aumentase la temperatura. Nos levantamos de la mesa. Aproveché los momentos de confusión para hablar con Marina.

—Después de haber provocado casi un incendio en la mesa, supongo que me diréis al fin quién sois.

Marina me miró divertida, sin perder de vista con el rabillo del ojo la figura de su padre.

—No creo que sea necesario hacerlo, ¿verdad? Erais la última persona que esperaba encontrarme sentada en mi mesa.

—Confío en que me expliquéis por qué no me lo habíais dicho antes.

—Sabéis perfectamente por qué; no os hubierais acercado a mí de saber que era hija del duque del Infantado.

—Eso no os da derecho a mentirme.

—Venga, no os enojéis conmigo ahora que por fin os vuelvo a ver.

Marina me cogió del brazo y tiró de él con picardía.

—Fuisteis vos la que no respondisteis a mi mensaje.

—Mis padres comenzaron a sospechar que veía a alguien y entonces...

—Marina, hija, ¿por qué no vais a echar una mano a vuestra madre en la cocina?

El duque apareció a nuestro lado. Lo saludé con una sonrisa, pero él no reparó en mí.

—Ahora mismo, padre.

Marina desapareció obediente de mi lado sin tan siquiera despedirse.

Hice ademán de saludar al duque, pero este me miró con el mismo gesto que hubiera hecho de haber visto una cucaracha. Le tendí mi mano, pero él se dio la vuelta y me quedé solo estrechando el aire.

La velada en el salón contiguo prosiguió con un aire menos formal, aunque la puesta en escena que habían preparado los duques del Infantado seguía siendo impresionante. Los anfitriones permanecían sentados cerca de la gran chimenea que daba calor y luz a toda la sala, charlando y entreteniendo al obispo mientras los criados traían y repartían con alegría licor de Oporto entre los invitados. Anglería, de pie frente al fuego, saboreaba ensimismado una copa del preciado vino portugués. La dignidad de todo el cuadro quedaba realzada por la sobria melodía que llegaba hasta nuestros oídos desde la galería superior que asomaba sobre la sala. Allí encaramado, un coro polifónico de cinco voces desgranaba el cancionero del maestro Encina.

Me fue bastante sencillo fingir interés por lo que hablaban los duques con Fonseca mientras esperaba a que Marina regresase de lo que fuera que su madre le había encargado hacer en las cocinas.

—El círculo flamenco de Su Majestad está empeñado en casar a nuestro rey con una princesa inglesa —comentaba Fonseca con gravedad—. Estrechar las relaciones con Inglaterra beneficiaría a Amberes.

—Seremos nosotros quienes tengamos la última palabra en ese asunto —intervino contrariado el duque del Infantado—. De ninguna manera van a venir esos extranjeros ahora a imponernos a nuestra reina. Eso no sucederá, os lo puedo asegurar.

Detrás de mí, alguien puso las manos sobre mis hombros. Me volví; era Elcano. Nos alejamos de donde se encontraban los demás.

—Muchacho —susurró el conquistador—, alejaos de ella. Recordad que vos no sois de sangre noble. Podéis tener educación y ser un erudito de las letras, pero para ellos solo sois una rata de biblioteca que siempre abrirá el libro por la hoja que ellos dicten. O nacéis desde la cuna, u os hacéis a la mar. Miradme a mí; ahora me abren las puertas de sus salones, pero sus ojos les traicionan con esa mirada de superioridad. Para ellos solo soy el que hace el trabajo sucio.

—¿Tan evidente era? —pregunté, un tanto asombrado de que él se hubiera percatado también de nuestra relación.

—Digamos que no habéis pasado desapercibido... —contestó señalando con la cabeza hacia los duques.

Eché una rápida ojeada al duque y su mujer, y descubrí a la duquesa inspeccionándome estupefacta, como preguntándose qué era lo que su hija había podido ver en mí. Desvió veloz su mirada al cruzarse con la mía.

—Cuando ella vuelva trataré de ser más discreto.

Pero no regresó. Unos instantes más tarde, la duquesa disculpó a su hija aludiendo a un terrible dolor de cabeza que la había hecho retirarse a su habitación. Ya no había duda alguna de que lo sabían y maldije mi suerte.

Elcano y yo no volvimos a unirnos al grueso de la conversación de la velada y nos limitamos a contemplar el ambiente general desde un rincón, como dos advenedizos. La atmósfera resultaba propicia para entablar una conversación aparte. No tiene uno todos los días oportunidad de charlar mano a mano con quien ha rodeado el mundo por vez primera. Además, había cierta afinidad entre nosotros; debía de ser la sangre vasca.

—No habéis contado nada durante la cena de vuestra aventura. Después de vuestra charla en la universidad, esperaba que nos siguierais regalando los oídos con vuestras historias.

—No todos los públicos desean escuchar lo mismo. Además, os aseguro que los hay incluso que prefieren verme callado.

Lo dijo sellando sus labios con la copa de vino que tenía entre sus manos.

Me reí ante la ocurrencia. Desde luego, yo no me encontraba entre esos últimos.

—Me ha sorprendido que en la mesa nadie haya mencionado en ningún momento el nombre de Magallanes al referirse a la expedición. Estaba bajo su mando desde el comienzo.

—Supongo que es porque la empresa terminó siendo más grande que el propio portugués.

Elcano volvió durante un instante la cabeza hacia donde se encontraban nuestros anfitriones. Fonseca nos lanzó una mirada de curiosidad furtiva.

—Además, no caía bien a nadie, así que ¿por qué llamarla por ese nombre?

Elcano me contó entonces los temores que cundieron entre la tripulación cuando Magallanes obligó a las naves a virar a occidente, hacia las Américas, en lugar de rodear el cuerno africano hasta llegar a las Molucas.

—El muy testarudo estaba convencido de que existía un paso de agua que atravesaba el continente hasta el otro lado.

—¿Nadie había oído hablar nunca de ese paso? —insistí yo, asegurándome de que lo que había escrito Anglería sobre la expedición era cierto.

Elcano negó.

—Entonces ¿cómo sabía Magallanes que existía?

—Simplemente, no lo podía saber —contestó Elcano convencido—. Llegamos frente a las costas de Brasil y comenzamos a descender. Nadie sabía hacia dónde nos dirigíamos, pero Magallanes dio órdenes de continuar descendiendo. Descendimos, descendimos y descendimos hasta dejar atrás el paralelo donde el portugués pensaba que se hallaba el paso de agua. Surcábamos parajes inexplorados, cada vez más inhóspitos, cada vez más fríos, cada vez más muertos. Entonces la fe en nuestro capitán empezó a flaquear. La inquietud entre la tripulación se hacía palpable. Alguien había oído hablar de que los portugueses estaban armando en Lisboa una expedición para alcanzar las Molucas por el cuerno africano antes que nosotros. Si eso era cierto, Magallanes era un traidor, un agente portugués que había engañado al rey de Castilla con el único propósito de hacernos avanzar a ciegas por un mar sin fin y, así, ganar tiempo para que los portugueses llegasen a las islas de la Especiería antes que los españoles. La palabramotíncomenzó a ser pronunciada en voz baja.

—¿Y qué hicisteis vos?

—No comprendo vuestra pregunta. —Elcano me miró confuso.

—¿No hicisteis nada por advertir a Magallanes?

Elcano sonrió con sarcasmo.

—Resulta fácil ver y juzgar las cosas cuando ya han ocurrido. Pero me gustaría que hicierais un esfuerzo aquí conmigo. Cerrad los ojos.

Miré a Elcano sin saber si estaba hablando en serio.

—Que cerréis los ojos, os he dicho.

Obedecí.

—Bien, tratad de imaginaros por un momento que os encontráis a bordo de la nave Victoria —susurró la voz del vasco en mi oído.

Elcano miró a su alrededor, comprobando que nadie estuviera al alcance de sus palabras.

—El frío en altamar es diferente que en tierra firme —prosiguió el vasco—. Aquí contáis con el resguardo frente a la intemperie, cerca de una buena hoguera con la que entrar de nuevo en calor. Pero no tenéis ni idea, no os podéis llegar a imaginar lo que ese mismo frío puede hacer con vos a bordo cuando estáis mojado. Penetra hasta vuestros huesos, se cuela en vuestra alma, toma el corazón en un puño y comienza a subir lentamente hasta vuestro cerebro, devorando todo lo que encuentra en su camino. Os deja vacío, a solas con vuestra supervivencia, al filo de la locura, sobre una nave que no sabéis hacia dónde se dirige. ¿Qué hubierais hecho vos en mi lugar? ¿Avisar a Magallanes del riesgo de un motín? ¿Y si las sospechas eran ciertas? ¿Y si Magallanes era realmente un agente que trabajaba para la Corona portuguesa? ¿Debía yo poner en riesgo toda la expedición avisándolo? Contestadme ahora: ¿vos qué habríais hecho?

Abrí los ojos y Elcano apareció de nuevo ante mí expectante, esperando una respuesta. Lo miré fijamente, sin decir nada, asintiendo.

—Escuchad ahora lo que hice yo.

Elcano se llevó a la boca el resto del vino que le quedaba todavía en la copa antes de proseguir.

—Convencimos a Juan de Cartagena de que tenía que actuar antes de que fuese demasiado tarde. Cartagena había sido nombrado veedor y capitán de la armada juntamente con Magallanes, y era castellano. Podía obligarlo a dar media vuelta, a que rectificase, y alcanzar así las Molucas bordeando el cuerno africano. Así pues, Cartagena reunió a los demás capitanes que estaban de su parte y, con la fuerza de la mayoría, fue a exigir a Magallanes un cambio de rumbo.

—¿Y sabéis lo que hizo entonces el portugués?

Una voz detrás de nosotros nos interrumpió. Elcano y yo volvimos nuestros rostros hacia Fonseca, que se había acercado sin darnos cuenta.

—Recibió la propuesta con un buen baño de sangre —continuó Fonseca, mirándome con los ojos desbocados—. ¿Le habéis contado, Elcano, lo que hizo Magallanes con cada uno de ellos? Pues dejadme que yo os lo diga. A don Luis de Mendoza, capitán de la Victoria, lo mandó acuchillar y, una vez muerto, lo descuartizó y esparció sus restos en tierra firme. Al capitán de la Concepción, don Gaspar de Quesada, lo degolló; después ordenó decapitarlo y clavó su cabeza en una pica. Don Juan de Cartagena, capitán de la San Antonio y adjunto de la expedición, tuvo más suerte: al tratarse de alguien nombrado directamente por el rey de España, el portugués tuvo la delicadeza de no derramar su sangre y, en su lugar, decidió abandonarlo en tierra firme, condenándolo a una muerte segura. Habría sido más misericordioso cortarle el cuello ahí mismo, delante de toda la tripulación.

El silencio se apoderó de la sala y Fonseca se quedó mirándome como si fuera la primera vez que me veía. Sus palabras habían coincidido con el final de la canción que entonaba el coro polifónico y solo entonces se escuchó el chisporroteo de una rama rebelde que se resistía a ser devorada por el fuego de la hoguera.

—Pero lo cierto es que, si no hubiera sido por la determinación de Magallanes, Elcano jamás habría llegado a las Molucas y nunca hubiera conseguido dar la vuelta al mundo.

Me sorprendió escucharme, tan vehemente, en mi defensa de Magallanes. El portugués me importaba un comino, pero la actitud prepotente y entrometida de Fonseca me había sacado de mis casillas. No supe prever entonces la magnitud de su respuesta.

—¿¡Estáis insinuando que el portugués no fue un traidor y que yo, máxima autoridad por orden de las Cortes de Castilla en los asuntos de los territorios de ultramar, estoy equivocado!?

La voz del obispo tronó con el súbito ímpetu de las tormentas de verano. Me arrugué como una hoja de lechuga en pleno agosto castellano. Pude ver a lo lejos, borrosa, la imagen de Anglería dejando su copa y viniendo en mi socorro.

—Su... Su Excelencia no me ha interpretado bien. Yo no he querido decir... —Mi voz se tambaleó en la garganta.

—¡Y una mierda! —me interrumpió, todavía temblando de furia—. He escuchado perfectamente lo que queríais decir.

Se volvió hacia el vasco, todo su hábito de obispo revuelto en torno a él.

—Elcano, ¿podéis decirle al muchacho si el portugués —escupió la última sílaba con disgusto— seguía con vida cuando por fin conseguisteis alcanzar las islas de la Especiería?

—No, Su Eminencia —respondió el vasco vacilante.

—Y, tal y como jurasteis a vuestro regreso en el interrogatorio que prestasteis al licenciado Díaz de Leguizamo, yo os vuelvo a formular hoy la misma pregunta: ¿creéis que jamás hubierais llegado a esas islas de haber continuado con vida Fernando Magallanes?

—No, Su Eminencia. —Elcano miró al obispo con determinación—. Jamás habríamos puesto nuestros pies en las Molucas si Fernando Magallanes hubiese seguido con vida.

La respuesta del vasco fue el final de la tormenta. La ira del obispo se desvaneció y sus vestimentas recuperaron la gravedad de un príncipe de la Iglesia.

—¿Lo veis? —Me miró con la sonrisa de un lobo antes de devorar a su presa—. Pusimos el destino de la expedición en las manos equivocadas. Mas Dios todopoderoso quiso que cambiase de manos y eligió las de Elcano para culminar con éxito la misión.

Sus ojos se cerraron en torno a mí.

—Diego de Soto, ¿verdad? —Lo escribió a fuego en sus entrañas—. Un nombre para no olvidar. Anglería, si queréis que este muchacho sea algún día cronista real, vais a tener que trabajar duro con él.

Anglería trató de aliviar la situación con sutileza italiana.

—En eso estamos, Excelencia, en eso estamos. Y me está costando lo mío poner las bridas a corcel tan brioso. Pero vos sabéis tan bien como yo que el tiempo y la edad liman las aristas de la juventud.

La velada acabó para mí en ese momento. Se había roto en mil pedazos y, a partir de ahí, fue imposible recomponerla como si nada hubiera sucedido. No había entrado con buen pie en la alta sociedad castellana. Lo terminé de corroborar al despedirme de don Diego Hurtado de Mendoza; me traspasó con la mirada, como si yo fuera invisible. Mi encontronazo con Fonseca le daba más razones todavía para mantenerme alejado de su hija, de su casa y, si dependiera de él, de Castilla entera.

Afuera esperaban los dos guardias que había visto a la salida de la universidad. Se cuadraron en cuanto vieron aparecer a Elcano detrás de nosotros.

—Muchacho, lo vuestro ha sido un auténtico bautismo de fuego allá dentro. Os habéis ganado la amistad del duque y el obispo en un abrir y cerrar de ojos —dijo Elcano rompiendo a reír descontroladamente.

Yo lo miré confuso, sin saber si hacer lo mismo o echarme a llorar.

—Prefiero que no volváis a recordar lo que ha sucedido aquí esta noche. Mejor será olvidarlo —zanjó Anglería en seco.

Elcano contuvo las risas y el italiano cambió de conversación como si nada hubiera ocurrido.

—Así que mañana regresáis a Sevilla...

—Sí, mis negociaciones no han sido demasiado fructíferas esta vez y el rey confía en poder volver a verme antes de finales de año en Barcelona y tomar entonces una decisión sobre el viaje.

Elcano se volvió hacia mí de nuevo.

—Si vuestro maestro decide enviaros a Sevilla, no dudéis en venir a verme. Me encontraréis sin dificultad. Me hospedo en casa de don Fadrique Enríquez de Ribera. No tiene pérdida; después de los Alcázares, es el palacio más grande de toda la ciudad.

—Ignoraba que fuerais amigo de don Fadrique —terció Anglería, curioso.

—Lo conozco gracias a un amigo que tenemos en común. Además, resulta ser italiano, como vos.

—Supongo que sabréis que es primo lejano del duque del Infantado. Los dos son bisnietos del primer marqués de Santillana.

—Lo sé, lo sé. Y os aseguro que no podrían ser más distintos. Lo que tiene Fadrique de humilde lo tiene este de engreído —contestó Elcano en voz baja.

—No lo he vuelto a ver desde que regresó de su peregrinación a Jerusalén. Dadle un fuerte abrazo de mi parte.

—Así lo haré.

Elcano inclinó ligeramente la cabeza ante Anglería, como si fuesen dos viejos amigos, y se volvió hacia mí.

—Diego de Soto, espero veros pronto por Sevilla. Sed cauto y sobreviviréis.

—La velada ha valido la pena, porque me llevo vuestra amistad. No os quepa duda de que, si Anglería me manda a Sevilla, pasaré a visitaros sin falta.

Nos despedimos con un abrazo y el vasco desapareció tras doblar la esquina, seguido de su guardia.

Anglería esperó a que nos quedáramos solos y entonces, sin perder un segundo, se volvió hacia mí con esa cara de nubarrones que yo ya conocía tan bien.

—Solo os diré dos cosas. La primera, olvidaos de Marina.

—¿Cómo sabéis que...? —traté de defenderme sin mucha convicción.

—¡Por Dios, Diego! A estas horas, lo sabe hasta el último criado de esa casa. Pero ¿cómo habéis podido ocultármelo?

—¡Yo no tenía ni idea! ¡Ella me dijo que era su dama de compañía!

Anglería no pudo evitar lanzar una carcajada al aire.

—¡Bendita confusión! Cuando me lo dijisteis, pensaba que vuestro gusto se había atrofiado o que estabais completamente ciego. Porque la dama de compañía de Marina es una de las mujeres más feas que han pisado nunca Valladolid. Pero esto... esto... —el italiano recuperó su gravedad—, hay que ponerle fin de inmediato. Tenéis un problema muy grave, pero es de fácil solución: olvidaos de ella. Su padre jamás lo consentirá. La segunda cosa que debo deciros —levantó dos dedos frente a mi rostro— es un problema menor, pero de muy difícil solución: tenéis que aprender a morderos la lengua un poco más.

—Lo hago, lo hago, de veras que me la muerdo. ¿Vos sabéis todo lo que le hubiera dicho a Fonseca si no lo llego a hacer? ¡Si la tengo todavía morada...! ¡Es un prepotente! ¿Quién se cree él para interrumpir una conversación como si fuera Dios?

—¡En algunos asuntos os puedo asegurar que es más que Dios! Fonseca es un aliado muy potente, pero un enemigo muy peligroso. Esta noche lo habéis convertido en lo segundo.

Me quedé muy serio, mirando hacia el suelo. Anglería tenía razón; había sido demasiado impetuoso, dejándome llevar innecesariamente.

—Supongo que será condescendiente conmigo y olvidará, sabiendo que me hallo bajo vuestra protección, ¿no?

—Eso es precisamente lo que debiera preocuparos.

El rostro de Anglería se ensombreció.

—Fonseca es un viejo zorro que sabe esperar la ocasión propicia para despedazarlo a uno. Y a mí no me soporta. Anda buscándome las cosquillas para hacerme caer ante los ojos de Su Majestad.

—Pero vos sois el cronista de la Junta de Indias que él preside... Escribís sobre los éxitos de todas sus expediciones. Y os nombró directamente Su Majestad... —No me podía creer lo que estaba escuchando.

—Fonseca jamás bendijo mi nombramiento. No le gusta la idea de un rey extranjero metiendo sus narices en el Consejo Real de Castilla, del que dependen todos los asuntos de las Indias. ¡Es muy rencoroso!

—Algún motivo le habréis dado para odiaros, según vos decís.

—Nunca le gustaron las crónicas que escribí sobre los viajes de Colón.

—¡Pero eso fue hace mucho tiempo! —exclamé yo sorprendido.

Anglería se detuvo en medio de la calle y se volvió hacia mí con las manos revueltas en el aire.

—Diego, ¿acaso tengo que explicaros lo que significa la palabrarencoroso? ¡Un rencoroso se lleva el rencor hasta la tumba!

El timbre de su voz y sus gesticulaciones con los brazos lo ayudaron a expulsar su repentino enfado. Después de unos meses a su cargo, había aprendido que ese debía de ser un recurso habitual de la idiosincrasia italiana.

Su exabrupto retumbó en el silencio de la calle desierta. Un gato cruzó como un rayo, perdiéndose en la oscuridad de la noche.

—Me acusó de ser parcial, de que mis crónicas solo difundían falsedades para menoscabar el prestigio de la Corona de Castilla en beneficio de los intereses de Colón. En realidad, lo único que le molestaba es que, si Colón se salía con la suya, él perdía poder como presidente de la Junta de Indias. Estaba en juego la jurisdicción de los nuevos territorios descubiertos y, al final, Fonseca ganó; y supongo que Castilla con él. Pero yo, en cambio, gané un enemigo de por vida. Así que guardaos la lengua si no queréis sumar enemigos con la rapidez de un gato escurriéndose en la noche.

El nombre de Esteban Gómez se deslizó en mi cerebro.

—¿Quién es Esteban Gómez? El de la expedición de la que habló Fonseca...

—Compañero de Elcano en la Armada de Magallanes. Fue uno de los que regresó en la nave San Antonio antes de que la expedición encontrase el paso a los mares de Oriente.

—¿Desertores? En vuestra crónica no mencionáis ninguna deserción...

—Hablad más bajo, por Dios —contestó Anglería mirando alrededor suyo—. Yo no hablo de deserción. La embarcación donde iba Gómez, la San Antonio, perdió de vista a las demás naves cuando exploraban una entrada de mar en la tierra que tenía visos de ser el paso. Cundió el pánico entre la tripulación y decidieron regresar en vez de continuar vagando sin rumbo y perdidos.

Me quedé en silencio, intentando recordar la reacción de Elcano cuando Fonseca mencionó su nombre.

Un tumulto de voces nos interrumpió. Eran gritos de socorro. Venían de una de las callejuelas que habíamos dejado atrás. Corrimos hacia allí, yo mucho más rápido que Anglería, quien me alertó a mis espaldas de que fuera con cuidado. Escuché el ruido de espadas silbando en la oscuridad y desemboqué en una pequeña plaza, de donde procedía el tumulto.

Con la respiración entrecortada, tuve tiempo de ver a dos hombres que huían en la oscuridad. Se extinguieron los ruidos de la reyerta y el ladrido de un perro en la distancia devolvió la quietud a la noche. Se oyó entonces el agua que brotaba de la fuente en el centro de la plaza y distinguí un bulto inmóvil. Me acerqué y vi la luna a mis pies, reflejada en el agua manchada de sangre junto a un cadáver. Era el cuerpo de uno de los guardias que acompañaban a Elcano.

Anglería llegó hasta donde me encontraba. Se arrodilló junto al muerto y le hizo la señal de la cruz sobre la frente.

—Confío en que Elcano haya salido ileso —susurró el italiano, incorporándose de nuevo.

Yo, atónito por lo que acababa de suceder a nuestras espaldas, escudriñé entre la oscuridad por la que habían desaparecido los asesinos.

—Pero ¿quién puede querer matar a Elcano?

—Muchacho, dejaos de conspiraciones. Las calles de Valladolid son siempre peligrosas a estas horas de la noche. Andad, ayudadme a sacarlo de la fuente antes de que lo vean los vecinos, o aquí no vendrá nadie a llenar sus cántaros nunca más.

Nuestra preocupación por la integridad física de Elcano se disipó a las pocas horas. En cuanto llegamos a casa de Anglería, este mandó a su criado hasta el lugar donde se hospedaba el vasco para cerciorarse de que no hubiera sucedido nada peor durante el incidente. Elcano agradeció nuestro interés y, por boca de José, nos hizo saber que se había tratado de un episodio sin importancia relacionado con unos maleantes que los habían atacado y en el que, por desgracia, lo único que había que lamentar era la muerte de uno de sus guardias de seguridad.

No soy muy bueno recordando sueños. Sé que los debo de tener, como cualquier otro mortal, pero apenas consigo retenerlos nunca en mi cabeza. En cuanto abro los ojos, no queda rastro de las imágenes soñadas; Morfeo se las lleva consigo dondequiera que vaya cuando asoma el sol. Y no regresan nunca. José, el criado de Anglería, dice que es porque duermo demasiado bien. Todas las mañanas tiene que entrar hasta tres veces en mi habitación para conseguir que abra los ojos y despierte.

Pero esa noche mi memoria consiguió arrebatar el sueño de las manos de Morfeo. Mi cama se había transformado en la cubierta de la nave Victoria. Marineros sin rostro gritaban a mi alrededor, presos de entusiasmo, mientras la embarcación se deslizaba entre rocas escarpadas y llenas de nieve que se abrían ante nosotros, dejándonos libre el paso. En la popa, sobre el puente, se erguía su capitán, Magallanes. Discutía con alguien, furioso, que le mandaba dar la vuelta y regresar. La tripulación dejó de sonreír; algo terrible estaba comenzando a suceder. Las dos orillas montañosas que se habían abierto a nuestro paso se estrechaban ahora y se acercaban peligrosamente por ambos lados de la nave, queriendo estrangularla. Los tablones de madera comenzaron a abombarse con la presión y se rompían. Se sucedieron gritos de terror mientras el agua se colaba entre las grietas. Reinó el pánico y caí al suelo de un empujón. Alrededor mío el agua se había convertido en sangre. Aterrado, me volví hacia el puente para advertir al capitán, pero allí ya no había nadie. Todo el mundo había desaparecido. Solo quedaba yo, nuevamente en pie, y el cadáver de un hombre tumbado boca abajo en medio de la cubierta, desangrándose con la nave. Me acerqué hasta él tembloroso y le di la vuelta; era Magallanes. Yo lancé un grito y, de pronto, alguien me sujetó por detrás. Era el mismo individuo que había estado discutiendo con Magallanes sobre el puente: Elcano. Tenía un cuchillo en su mano. «¿Y tú, con quién estás?» Y, sin esperar respuesta, me hundía el puñal en mis entrañas. Desperté bañado en sudor, con las manos en el estómago y el frío del acero clavado en mi piel.

Todavía ahora mantengo muy nítido el recuerdo de esa pesadilla. Pero no como un sueño: como una premonición.

Sevilla

Octubre de 1524

1

—Os indicaré quién es mi hombre de confianza en la Casa de Contratación. Se llama Julián de Alsasua. Un caballero muy inteligente. Os guiará por esa casa de locos como si estuvierais en la vuestra. Lleva los nombres de todos los expedicionarios grabados en su cabeza. Memoria prodigiosa. Y, sobre todo, cuenta con la confianza del piloto mayor de la casa, Sebastián Caboto, un hombre listo y ambicioso. Ya sabéis, italiano... —apostilló con ese tono de superioridad italiana a la que ya me había acostumbrado—. Solo os haré una advertencia —recordó súbitamente—: no os acerquéis mucho a López Recalde si no queréis mancharos.

—¿El contador de la Casa de Contratación?

—Hay quienes aseguran que es el hombre más corrupto de todo el imperio español. Pero tampoco os fieis demasiado de lo que os puedan decir los sevillanos; son unos exagerados.

—Así que solo debo confiar en ese tal Alsasua...

—Ajá. Muy trabajador y buen navarro —asintió, mientras cogía un par de libros de su biblioteca—. Tomad, y esto para que leáis durante vuestro viaje. No hay que olvidar nunca la buena formación, pero tampoco hay que dejar de lado un buen divertimento.

Ojeé el título de los libros que me acababa de dar:Tragicomedia de Calisto y Melibea, de Fernando de Rojas, yArcadia, de Jacopo Sannazaro. Me pregunté en cuál de los dos encontraría el divertimento.

No puedo ocultar que, a pesar de mi reticencia, no me costó demasiado entusiasmarme con la idea del viaje. Sevilla era una oportunidad única para conocer de cerca la Casa de Contratación, el lugar desde donde se organizaban y controlaban, sin excepción, todas las expediciones de ultramar. Era un paso importante en mi desarrollo profesional y, francamente, tendría que estar loco para decir a Anglería que no.

Marina podía esperar, pero era incapaz de irme sin verla antes. Ansiaba sus labios contra los míos; pero, sobre todo, escuchar de su propia voz a qué estaba jugando conmigo.

Acordamos vernos la tarde antes de mi partida. Utilizábamos para comunicarnos una artimaña parecida a la que debían de usar los amantes furtivos para acordar sus encuentros. Así lo había dispuesto ella desde el principio, antes de que yo supiese que era de sangre noble. Entonces había insistido en utilizar ese método, según ella, porque temía que sus señores acabaran enterándose de lo nuestro. Ahora entendía el porqué.

El sistema era sencillo. José, el criado de Anglería, hacía de portador de un mensaje escrito que entregaba al proveedor de la carne de los duques del Infantado, casualmente el mismo que suministraba las viandas a Anglería. Por un puñado de reales más, aquel individuo se prestaba a entregar el mensaje con las arrobas de lomo alto y solomillo de las que hacían acopio las cocinas del palacio de los duques todas las semanas. Allí, una de las criadas se guardaba la nota entre los pliegues del delantal y la entregaba personalmente a Marina.

Puse en marcha la cadena de mensajes para encontrarme con ella en la iglesia del monasterio de San Benito. Su misa de las seis era uno de los lugares perfectos donde poder vernos. Marina solía ir un día a la semana al convento para ayudar en asuntos de caridad, y este se encontraba lo suficientemente alejado de su casa palacio. No tuvimos mucho tiempo para nosotros: apenas la media hora que duraba la misa. Nos sentamos en los bancos de atrás, al abrigo de las sombras de la cera que ardía en la capilla lateral de san Antonio. El aroma a rosa y jengibre que la rodeaba despertó nuevamente las mariposas en el interior de mi estómago. Así, de perfil, el resplandor de las velas sobre sus pupilas oscuras la hacía inmortal. La contemplé durante unos instantes, confundido, temeroso de que se tratase de una aparición celestial a punto de desvanecerse. Al fin se volvió hacia mí.

—He oído que no hubo mucha química entre vos y Fonseca.

—Sí, se podría decir que mi disputa con él fue un poco más sonada que la vuestra —repliqué yo, también en un susurro.

No pudimos evitar una sonrisa al rememorar nuestros respectivos incidentes.

—A mis padres no les hizo mucha gracia verme discutir con el obispo, pero les hizo menos todavía saber que había algo entre nosotros.

—No, no fue una feliz coincidencia encontrarnos sentados a la misma mesa. Si hubiese sabido quién erais en realidad, jamás habría aceptado la invitación de Anglería.

—Me han prohibido terminantemente volver a veros. ¿Entendéis ahora por qué quería ocultaros mi verdadera identidad?

Tragué saliva y dejamos que las palabras del sacerdote llegasen hasta nosotros.

—Parto para Sevilla mañana mismo.

—Entonces ¿esto es el fin de lo nuestro?

Extendí mi mano para acariciar la suya.

—¿El fin? Vos misma dijisteis que el amor siempre es un comienzo —contesté, recordando sus palabras antes de nuestro primer beso.

—¿Veis como no es tan malo ser maquiavélico?

Su mano se libró de la mía y se arrodilló ante la hostia santa que el sacerdote levantaba en ese mismo instante ante el altar. Yo hice lo mismo. Estuvimos en silencio, ella con la cabeza inclinada, mientras yo le pedía a Dios todopoderoso que no la apartase nunca de mi lado. El sonido de la campanilla nos devolvió a la realidad y nos incorporamos. Marina, entonces, se volvió hacia mí, iluminándome con sus ojos.

—Si me amáis de verdad, mi padre terminará por ceder. Los benjamines de la casa sabemos cómo torcer los deseos de los padres a nuestro antojo. Confiad.

Entrecruzamos nuevamente nuestras manos y, antes de comulgar, sellamos nuestro adiós con un beso en los labios que le robé a hurtadillas de los demás feligreses que se agolpaban en los primeros bancos. Creí distinguir a Auristela levantándose a comulgar. Bajé la cabeza para ocultarme. Ella no me vio. Miré a su lado en busca de mi amigo Tomás Sotomayor, pero recordé que aún no había regresado de su estancia en la Universidad de París.

Y así me fui yo a Sevilla por primera vez, con el sabor de Marina todavía entre mis labios. Me hospedaba en un monasterio que los dominicos tenían cerca de la Casa de Contratación, gracias a una carta de presentación que me había escrito Anglería. El superior de la orden me había aceptado emocionado; le encantaba charlar con extraños, sobre todo cuando le brindaban la posibilidad de conocer nuevas noticias sobre el avance de los descubrimientos del Nuevo Mundo. Su interés, además, era personal. Varios hermanos de ese mismo monasterio habían elegido voluntariamente embarcarse en una nave con destino a la isla de Santo Domingo. Su misión era fundar una casa donde educar y evangelizar a las nuevas almas y brindar asistencia espiritual a los españoles que se habían instalado allí. Eso había ocurrido hacía un año y, desde entonces, al monasterio no había llegado noticia alguna de ellos. Yo le prometí al hermano Rafael —ese era su nombre— indagar en la Casa de Contratación sobre las previsiones de la llegada de naves procedentes de esa isla; cualquiera que regresase traería consigo noticias de sus hermanos.

—Gracias, hijo mío. Pedimos todos los días por ellos. Os incluiremos a vos en nuestras oraciones —me prometió el clérigo antes de salir por el umbral de la puerta del monasterio y zambullirme en el mar de gentes que inundaba las calles de Sevilla.

Si alguien llega a esta ciudad y no se enamora de ella, es que es ciego o está muerto. Pero toma su tiempo hacerlo. El impacto inicial es de rechazo. Primero hay que dejarse tocar, ser empujado, avasallado en sus calles por el gentío que va, vuelve, pasea y grita; gente que pide, celebra, busca y llora; gente que reza, ama, peca y muere. Yo los he visto a todos ellos juntos en apenas unos pocos pasos de distancia. Es el caos de Sevilla. Si consigues cruzarlo, no tardarás en sumergirte bajo su piel dorada y quedar prendado de sus olores, sus sabores, sus colores. Olor a griterío maloliente y azahar; sabor a tierras lejanas y ajo; color de raso y brea. Todo cabe bajo la piel de esta ciudad que surca el Guadalquivir hacia la conquista de mundos nuevos.

Nadie lo sabe

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